La muerte anunciada de la Pitonisa de Eros
6 de julio de 1914. Era lunes y llovía. Tres semanas antes del comienzo de la I Guerra Mundial, en una habitación de alquiler en Montevideo, Enrique Job Reyes mata a su exesposa, la poeta Delmira Agustini, y después se suicida. A él lo encuentran moribundo en la cama con un disparo en la sien. Ella tendida en el suelo con dos disparos junto a la oreja izquierda. La habitación está repleta de cuadros y poemas de la escritora.
Delmira Agustini se educó en el hogar, como solían hacerlo entonces las señoritas de la clase media alta, y recibió clases de francés, piano, pintura y dibujo. A los cinco años sabía leer y escribir correctamente, a los diez componía versos y ejecutaba al piano difíciles partituras. Introvertida y poco amiga de las relaciones sociales, en 1092, con 16 años, comienza a publicar poemas en la revista Alborada. Cinco años más tarde verá la luz su primer poemario, El libro blanco, con una gran acogida de la crítica. Pero el Montevideo de la época estaba marcado por fuertes contrastes, pues por un lado era puritano y conservador, especialmente en lo referente a la sexualidad y la diferencia entre los sexos, y por otro era libertario y progresista, llevando a cabo reformas importantes como el decreto de la primera ley de divorcio del continente americano. Se trataba, pues, de una atmósfera ambigua, algo que incidió en la forma en que la crítica acogió su escritura. Aunque su talento fue elogiado, su temática explícitamente erótica no encajaba dentro de los estereotipos femeninos de la época, los cuales enfatizaban el perfil de lo que «tenía» que ser una mujer, especialmente una joven soltera y virgen. Sorprendidos y desconcertados, la mayoría de los críticos intentaron neutralizar su voz, enfocando la atención en su persona, «una muchacha físicamente bella», e insistiendo en su aura etérea. De esta forma nació, entre sus contemporáneos, el mito Delmira, un mito que intentaba explicar «el milagro» de su escritura como producto del instinto, pasando por alto su intelectualidad. De allí se comprende lo que Carlos Vaz Ferreira, escritor y filósofo uruguayo, le escribe en una carta: «No debiera ser capaz, no precisamente de escribir, sino de «entender» su libro. Cómo ha llegado usted, sea a saber, sea a sentir lo que ha puesto en ciertas poesías suyas, es algo completamente inexplicable». Y es que la obra de Delmira, sin perder su perfección en la forma y sonoridad, avanza hacia la sensualidad sin groserías, desfachatez ni vulgaridades, logrando demostrarle al mundo los sentimientos más íntimos de una mujer, y lo hace sin imitar a los escritores hombres. Su soneto, El intruso, comienza de esta manera:
Amor, la noche estaba trágica y sollozante
cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
luego, la puerta abierta sobre la sombra helante
tu forma fue una mancha de luz y de blancura.
En 1910 publica su segundo libro, Cantos de la mañana. Para entonces su prestigio como poeta es considerable e incluso llega a ser elogiada por Rubén Darío, a quien conoce en 1912 durante una visita de éste a Montevideo. Asimismo, en su casa recibe las visitas de varios escritores e intelectuales atraídos por su talento, entre ellos, Manuel Ugarte, amigo de Darío, con el Delmira entablaría una gran amistad que con el tiempo se convirtió en algo más. En febrero de 1913 publica su tercer libro de poemas, Los cálices vacíos, con un prólogo de Rubén Darío en el que dice lo siguiente: «De todas las mujeres que hoy escriben en verso ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini… es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de su inocencia y de su amor… si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de habla española… pues por ser muy mujer dice cosas exquisitas que nunca se han dicho». Se trata de un poemario más abiertamente erótico que los anteriores, algo que provoca un escándalo social. Los poemas resultaron especialmente escandalosos no sólo porque su autora fuera una joven soltera (léase virgen) sino también, y sobre todo, porque en ese momento se consideraba impropio que la mujer fuera sujeto de deseo, siendo hasta ese momento únicamente objeto deseado. De allí lo excepcional de sus versos: Delmira se apropia de elementos culturales de la época pero para perfilar un nuevo sujeto femenino, un sujeto que posee por sí mismo un erotismo personal y diferente a aquel impuesto por la tradición literaria masculina.
¡Maravilloso nido del vértigo, tu boca!
Dos pétalos de rosa abrochando un abismo.
Labor, labor de gloria, dolorosa y liviana;
¡tela donde mi espíritu se fue tramando él mismo!
Tú quedas en la testa soberbia de la roca,
y yo caigo, sin fin, en el sangriento abismo.
No se sabe con seguridad cuándo conoció Delmira a su futuro marido, Enrique Job Reyes, quien no pertenecía al ámbito intelectual ya mencionado. Lo que sí consta es que hacia 1908 él ya la visitaba. Un año mayor que Delmira, Reyes era, según testimonios, un joven guapo, de figura atlética y talante seguro, pero de una naturaleza emocional un tanto agresiva y, sobre todo, alguien acostumbrado a dominar. Provenía de una familia acomodada de la provincia de La Florida y, cuando conoció a Delmira, estaba involucrado en el negocio de la compra y venta de caballos. Sin embargo, lo que se debe destacar es que Reyes nunca le dio importancia al talento poético de Delmira, más bien lo consideraba una «debilidad» de soltera; solía decir que, una vez casados, se encargaría de hacer que abandonara la escritura. Después de cinco años de noviazgo, la pareja finalmente se casa el 14 de agosto de 1913. Pero el mismo día de la boda ella ya se muestra arrepentida, (su atracción amorosa hacia Ugarte ha crecido como la espuma) y con los invitados ya reunidos y delante de la modista que le está acomodando el vestido, Delmira le dice a su madre que no quiere casarse. Pero ya no hay nada que hacer. Un mes y veintidós días después, ella lo deja y vuelve con sus padres. Poco después empieza el juicio de divorcio. Enrique ha alquilado una habitación cerca de la casa de los Agustini, y se viene dedicando a ejercer sobre Delmira un acoso constante. La espera emboscado cuando ella sale, golpea a su ventana, amenaza a cuanto amigo o pretendiente se ha encontrado con ella. Sigue amándola y no se resigna a perderla. Se lo confiesa a su amigo Juan Manuel González, y agrega que ella también lo ama, que mantienen una correspondencia secreta, y que «celebran entrevistas indescriptibles». Estando el divorcio en pleno trámite, Delmira empieza a verse en secreto con su todavía marido. Algunos dicen que Delmira perpetuó la intimidad con la esperanza de que el trámite de divorcio no se viera obstaculizado. El divorcio se falla el 22 de junio de 1914.
El 6 de julio, antes del almuerzo, Delmira le dice a su madre: «Hoy todo quedará arreglado». En el registro de las cartas recuperadas, existe una escrita por Enrique Job Reyes en el período de la separación antes del divorcio, en la que expresa claras amenazas, todo en nombre del honor: «Hasta mis oídos ha llegado la noticia de que tú quieres manchar mi nombre, que hoy es el tuyo, pues también lo llevas, con una calumnia. Si tal cosa hicieras, que no lo creeré jamás, yo sabría lavar la mancha arrojada sobre mi honor, con la sangre inocente de nuestras vidas». Era un lunes de junio de 1914 y llovía. Ella tenía 27 años, él 28.
© Juan Carlos Rodríguez Torres. Mayo 2023. Todos los derechos reservados.