MIRADAS DE AUTOR 3 – Europa traducida
Una frontera que no se ve
El extranjero (L’Étranger), publicado en 1942, es uno de los textos más emblemáticos de la literatura del siglo XX. Su autor, Albert Camus, se convirtió con esta novela en una figura central del pensamiento europeo, no solo como escritor sino también como filósofo moral. Desde entonces, la obra ha sido leída como una alegoría del absurdo, una parábola existencialista, una denuncia implícita del colonialismo o una meditación sobre la muerte, el silencio y el juicio.
Pero más allá de las múltiples interpretaciones que ha suscitado, El extranjero es, ante todo, una narración extrañamente desnuda sobre el desplazamiento. Un desplazamiento no solo geográfico —la historia transcurre en Argel, en plena Argelia colonial—, sino también íntimo, ontológico. Meursault, el protagonista, es un personaje desarraigado, un sujeto en el mundo pero no del mundo. Su extranjería no es tanto de pasaporte como de pertenencia: es extranjero a los códigos sociales, a la afectividad convencional, a los rituales del lenguaje, a la lógica del castigo. Y es esa extranjería radical, invisible, la que convierte esta novela breve en una obra inagotable.
Argel, lugar sin anclaje
La acción de la novela se sitúa en una Argelia bajo dominio francés, pero esa dimensión colonial apenas se menciona de forma explícita. Los personajes son, en su mayoría, europeos instalados en una ciudad que funciona como escenario sin profundidad: una especie de limbo mediterráneo donde el calor y la luz aplastan toda interioridad. El sol, el mar, la arena: los elementos naturales se imponen sobre los hechos, los condicionan, los determinan. En este contexto, Meursault trabaja, fuma, duerme, se baña, se enamora, sin que nada de eso parezca tener peso. Como si todo sucediera en una superficie sin espesor moral.
El desarraigo de Meursault tiene también una dimensión geográfica. No se menciona que sea francés, pero se sobreentiende; sin embargo, su identidad no está arraigada en ningún lugar. Camus, que nació en Argel en una familia de pied-noirs, recrea esa sensación de habitar un espacio ajeno, de no tener una comunidad verdadera, de estar suspendido entre dos mundos: el de la metrópoli y el de la colonia. Este contexto no se aborda de forma militante, pero sugiere una violencia latente: el “árabe” al que Meursault mata no tiene nombre, no habla, no se le otorga individualidad. Es, en cierto modo, un espejo del propio vacío existencial que recorre toda la novela.
Meursault, el hombre sin explicación
Desde la célebre frase inicial —“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer, no lo sé”—, el lector se enfrenta a una voz que desconcierta. Meursault no reacciona como se espera que lo haga. No llora en el funeral de su madre, no se siente culpable tras el crimen, no parece afligido ante la posibilidad de su ejecución. Esta indiferencia se ha interpretado de muchas formas, pero todas coinciden en una cosa: Meursault no es un personaje que se pueda explicar a través de las categorías habituales de la psicología o la moral.
Camus crea aquí una figura que encarna la ruptura con el sentido. Meursault no es nihilista, sino ajeno. No niega los valores, simplemente no los reconoce como vinculantes. No se opone al mundo: lo deja pasar. Esta actitud provoca una incomodidad radical en quienes lo rodean, y en última instancia, es eso lo que lo condena. No tanto el asesinato —cometido casi sin intención consciente— como su negativa a mentir sobre lo que siente. En el juicio, se le acusa no solo del crimen, sino de no haber llorado por su madre, de no fingir dolor, de no cumplir con los ritos esperados. Es un juicio moral más que judicial.
El absurdo como desplazamiento
El pensamiento del absurdo, central en la obra de Camus, se despliega aquí no como teoría, sino como experiencia encarnada. Meursault vive en un mundo que no ofrece respuestas, y no intenta forzarlas. La existencia, tal como la vive él, es contingente, repetitiva, opaca. En su famoso ensayo El mito de Sísifo, Camus definía el absurdo como el enfrentamiento entre el deseo humano de sentido y el silencio del mundo. El extranjero dramatiza ese conflicto sin resolverlo. El desplazamiento que vive Meursault no es solo social, sino existencial: no pertenece a ningún orden, ni jurídico, ni afectivo, ni simbólico.
En este sentido, la novela puede leerse como una exploración de la extranjería interior. Meursault es extranjero no porque esté en Argelia, sino porque no logra (ni quiere) inscribirse en el pacto simbólico de la comunidad. La verdadera frontera que atraviesa es la del sentido. Y es ahí donde el libro interpela de forma más potente: ¿qué pasa cuando alguien vive sin mentirse a sí mismo, sin disimular, sin adaptarse? ¿Qué mecanismos despliega la sociedad para expulsar a quien no finge pertenecer?
Una escritura sin afeites
El estilo de El extranjero ha sido objeto de muchos elogios y también de críticas. Se trata de una prosa deliberadamente seca, factual, sin adornos. Las frases son cortas, casi planas; la sintaxis, elemental. Camus decía que quería escribir “como se habla”, y lo consiguió: la voz de Meursault es la de alguien que cuenta sin énfasis, como si no hubiese nada que destacar.
Este minimalismo narrativo tiene una función muy precisa: refuerza la percepción de extrañamiento. Nada en el texto parece subrayado, y sin embargo, todo pesa. El sol, el sudor, el calor, la arena, los silencios, se describen con la misma neutralidad con que se narran el crimen o la ejecución. Esa indiferencia estilística produce una inquietud constante: el lector espera una clave, una emoción, una interpretación… pero no llega. Así se reproduce en el lenguaje la misma lógica del absurdo que articula la historia.
El juicio, o la teatralización de la norma
Uno de los momentos más perturbadores de la novela es el juicio a Meursault. No por el proceso en sí, sino por el modo en que revela la distancia entre la vida y su representación. En el tribunal, lo que se juzga no es un hecho, sino una actitud. Meursault es culpable porque no sabe encarnar el papel que se espera de él: el de hijo dolido, el de ciudadano arrepentido, el de ser humano afligido. Su crimen, más que matar a un hombre, es no fingir dolor.
El juicio se convierte así en una parodia trágica del contrato social. Los abogados, los jueces, los testigos, todos actúan conforme a un guión tácito. Meursault, en cambio, no actúa. No sabe, no quiere, no puede. Y por eso resulta intolerable. En ese momento, El extranjero roza la sátira, pero sin perder la gravedad. Camus pone en escena la violencia simbólica que ejerce la sociedad sobre quienes no encajan en sus ficciones. El desplazamiento, aquí, se manifiesta como expulsión de la comunidad, como sacrificio ritual del que rompe la máscara.
La aceptación final: una verdad sin consuelo
En las últimas páginas, Meursault, ya condenado, parece alcanzar una forma de serenidad. No es conversión ni redención, sino aceptación. La muerte ya no es una amenaza, sino una certeza. Y esa certeza le libera. Al contemplar el cielo nocturno desde su celda, Meursault se reconcilia con la falta de sentido, con la inminencia del fin, con la indiferencia del mundo. “Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio.”
Estas líneas finales, a menudo malinterpretadas, no expresan cinismo ni masoquismo. Son la afirmación de una verdad desnuda: vivir sin ilusión, morir sin consuelo. Meursault no encuentra sentido, pero tampoco lo busca ya. Ha cruzado todas las fronteras, incluso la del miedo. Su extranjería se convierte, finalmente, en forma de libertad.
Conclusión: el extranjero que somos
El extranjero es una novela sobre un crimen, un juicio y una ejecución. Pero no es una novela policíaca, ni judicial, ni política. Es, sobre todo, una meditación sobre el precio de la lucidez. Meursault no es un héroe ni un monstruo: es alguien que no miente. Y esa rareza lo convierte en extranjero, en exiliado de la humanidad.
Camus, en su doble condición de escritor y pensador, consigue con este libro crear un personaje inolvidable y una forma narrativa que lo acompaña sin traicionarlo. La obra plantea preguntas esenciales sin ofrecer respuestas: ¿qué significa vivir sin fe? ¿Qué ocurre cuando se deja de fingir? ¿Qué espacio hay para el que no cree, no actúa, no teme?
Más de ochenta años después, El extranjero sigue siendo un texto incómodo, potente, absolutamente vigente. Porque, más allá del tiempo y el lugar, todos podemos ser Meursault: todos, en algún momento, hemos sentido que el mundo habla un idioma que no entendemos, que las normas no nos pertenecen, que la vida se impone sin sentido. Y es ahí, en esa grieta, donde la literatura —como esta— puede convertirse en una forma de verdad.
REDACCIÓN
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