Arquitecturas narrativas: formas que sostienen el fondo

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En literatura, como en arquitectura, no basta con tener una idea: hay que saber sostenerla. No hay edificio que resista sin una estructura, del mismo modo que no hay relato que se mantenga sin una forma que le dé coherencia, ritmo y sentido. Por eso, cuando se habla de escritura, conviene recordar que el fondo —ese contenido que parece serlo todo— depende muchas veces de una arquitectura invisible que lo contiene, lo organiza y lo vuelve legible.

Podemos llamarlo estructura narrativa, diseño textual o incluso esqueleto. Pero, en todos los casos, hablamos de una forma que no es decorativa, sino esencial. La forma no es el envoltorio: es la manera en que una historia se hace posible. Y lo cierto es que, cuando la arquitectura narrativa falla, el texto se desmorona, por mucho que la idea central sea brillante o el estilo, deslumbrante.

Lo interesante es que estas arquitecturas narrativas no son únicas ni fijas. Hay múltiples maneras de construir un relato, y cada una de ellas impone ciertas reglas y ofrece ciertas libertades. Algunas formas son clásicas, casi invisibles, y otras buscan precisamente llamar la atención sobre sí mismas. Entre ambos extremos, se despliega todo un campo de posibilidades que el escritor debe explorar con lucidez.

La forma como elección

Desde las novelas de formación del siglo XIX hasta las experimentaciones posmodernas, la literatura ha ido ensayando estructuras diversas para contar lo que necesita contar. La forma no surge al azar: es una decisión, consciente o inconsciente, que tiene consecuencias en la lectura.

Tomemos un ejemplo español: Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. Esta obra, que consta de cuatro relatos encadenados, construye una arquitectura fragmentaria que, sin embargo, genera una unidad poderosa. Cada relato añade una capa a la tragedia colectiva de la posguerra, y lo hace desde perspectivas distintas. La estructura de conjunto —no lineal, no homogénea— permite una comprensión más profunda de la violencia y el silencio que impregnan el texto. Sin esa arquitectura concreta, el efecto del libro sería muy distinto.

Otro caso paradigmático es Soldados de Salamina, de Javier Cercas. La novela juega con las fronteras entre ficción y no ficción, entre testimonio y narración literaria. Aquí la estructura es un recurso para desdibujar géneros y, al mismo tiempo, para sostener un discurso moral sobre la memoria, la guerra y la redención. La forma en que se organiza el relato —en tres partes claramente diferenciadas— es inseparable del fondo que quiere abordar. No se trata solo de contar una historia, sino de mostrar cómo se llega a contarla.

Estructuras lineales y estructuras circulares

No todas las arquitecturas narrativas son complejas o innovadoras. Hay formas clásicas que siguen siendo eficaces precisamente por su claridad. La estructura lineal —inicio, nudo y desenlace— sigue siendo útil cuando la historia exige progresión, causa y efecto, desarrollo. Es la forma más reconocible, la más pedagógica, y también la más fácil de desmontar.

En contraposición, encontramos estructuras circulares, donde el final remite al principio, como ocurre en Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, novela que, aunque rompe con la linealidad temporal, mantiene una arquitectura que permite el regreso constante a ciertos núcleos de sentido. Este tipo de estructura genera una sensación de clausura, de destino, de repetición significativa. No avanza, gira. Y esa decisión formal influye directamente en el tono del texto.

También existen las estructuras en espiral, muy propias del ensayo o de la autoficción, donde cada vuelta del relato retoma una idea anterior, pero con un matiz nuevo. En La hija del caníbal, de Rosa Montero, esta estructura permite que el personaje avance en su proceso interno mientras el relato parece vagar por temas y escenas diversas. Lo que a primera vista parece dispersión, en realidad obedece a una lógica interna muy precisa.

Formas fragmentarias y polifonía

La fragmentación ha sido uno de los recursos más explotados en la narrativa contemporánea. Frente al relato cerrado y continuo, muchos escritores optan por estructuras rotas, parciales, que reflejan mejor —según sus propias poéticas— la discontinuidad del mundo y de la experiencia.

En este sentido, autores como Cristina Fernández Cubas, con sus relatos cortos de apariencia autónoma pero profunda conexión simbólica, construyen libros donde la forma fragmentaria no es un recurso de modernidad superficial, sino una apuesta narrativa cargada de intención. La arquitectura del texto funciona como una constelación: cada pieza tiene sentido por sí misma, pero todas juntas generan una imagen mayor.

La polifonía —la multiplicidad de voces narrativas— también plantea una forma específica de construir el texto. En Los enamoramientos, de Javier Marías, el uso de una narradora que reflexiona, divaga y se contradice da lugar a una estructura interna compleja donde lo esencial no es tanto la historia como el proceso mental de quien la cuenta. En este caso, la arquitectura está marcada por la voz: su ritmo, su ambigüedad, su deriva.

La arquitectura como ética

En ciertos textos, la estructura no es solo una herramienta estilística o funcional, sino una postura ética. Elegir cómo se cuenta una historia puede ser tan importante como elegir qué historia se cuenta. En la literatura testimonial, por ejemplo, la elección de una forma fragmentaria o coral puede expresar mejor la imposibilidad de representar una experiencia traumática de forma lineal.

Un ejemplo claro en la literatura reciente es Lectura fácil, de Cristina Morales. Aquí, la estructura se fragmenta en documentos, voces internas, actas administrativas y monólogos, reflejando la fractura social y política que atraviesa el texto. No se puede contar una historia de marginación desde una estructura normativa. La forma se convierte, así, en una denuncia.

La arquitectura narrativa es, por tanto, también un modo de posicionarse frente a la realidad. No hay forma inocente. Cada decisión estructural conlleva una manera de entender el mundo, el lenguaje y la relación entre ambos. De ahí que los escritores más conscientes dediquen tanto tiempo a pensar no solo qué contar, sino cómo contarlo.

Lo visible y lo invisible

Curiosamente, cuanto más eficaz es una estructura narrativa, más invisible se vuelve. El lector ideal no percibe la arquitectura como un obstáculo, sino como un cauce natural por el que fluye el relato. Pero esa naturalidad es siempre un logro, no un punto de partida. Detrás de todo texto que “funciona” hay decisiones formales que han sido trabajadas, discutidas, corregidas. La fluidez es una construcción, no una virtud espontánea.

Esta es una de las paradojas del oficio literario: cuanto más se domina la forma, menos se nota su presencia. El escritor se convierte en un arquitecto que disimula las vigas, que oculta los andamios, pero que sabe perfectamente dónde están y por qué son necesarias.

A menudo, los talleres de escritura insisten en el estilo, en la precisión léxica, en el uso de la metáfora. Todo eso es importante. Pero también lo es aprender a diseñar estructuras narrativas que sostengan el texto. Sin una forma sólida, el estilo no basta. Una buena frase no salva un relato si la arquitectura general no lo sostiene.

Conclusión: arquitectura como visión

La literatura, al fin y al cabo, no es solo una cuestión de palabras bien colocadas. Es una forma de mirar el mundo y de organizarlo. Y esa organización —esa estructura profunda que convierte la materia narrativa en un texto legible, eficaz y duradero— es inseparable del fondo que se quiere transmitir.

Pensar en la arquitectura narrativa no es limitar la imaginación, sino darle una forma que la potencie. Como decía Italo Calvino, «la forma de una historia no es la envoltura, sino su esencia». Y esa esencia necesita, para llegar a ser, una arquitectura que la haga posible.

Escribir, entonces, no es solo inventar lo que se cuenta, sino construir el modo en que se cuenta. Y en esa construcción —hecha de ritmo, orden, tensión, ruptura o armonía— se juega, muchas veces, la fuerza real de un texto. Porque en literatura, como en toda obra duradera, la forma no solo acompaña al fondo: lo sostiene.

Redacción.

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