La estacionalidad de la literatura: ¿hay géneros para el verano?

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Cada año, cuando se aproximan los meses de calor, las editoriales desempolvan un eslogan tan antiguo como efectivo: el libro del verano. Bajo esta etiqueta se cobijan títulos de fácil consumo, cubiertas vistosas y tramas que prometen acompañar la tumbona o la arena de la playa. Pero, ¿qué hay detrás de este tópico? ¿Es inevitable que la literatura se doblegue ante la dictadura del termómetro? Y sobre todo: ¿se puede, o se debe, leer a Thomas Bernhard en agosto?

La pregunta no es baladí, aunque pueda parecerlo. Si el mercado editorial se adapta a las estaciones como un armario ropero, cabe preguntarse qué imagen de la lectura y de la cultura proyectamos con ello. ¿Acaso el lector de verano es otro lector, o es el mismo que cede a una convención práctica y comercial?

Conviene primero rastrear el nacimiento de esta categoría. La idea de un libro “fresco”, liviano y entretenido se populariza a mediados del siglo XX, cuando el turismo de masas transforma la forma de disfrutar del tiempo libre. Las vacaciones pagadas, el auge del turismo costero y la democratización del ocio crearon un nuevo espacio para la lectura: la playa. Pronto surgieron colecciones de bolsillo —algunas pioneras, como los Penguin ingleses o la mítica colección Austral en España— que acercaron la literatura a un público amplio, pero también delimitaron sus contornos: lectura sencilla, asequible, poco exigente.

A lo largo de las décadas, el término se consolidó. Hoy, cada junio, las mesas de novedades se llenan de thrillers, novelas románticas, sagas familiares, libros de autoayuda o comedias más o menos veraniegas. Las listas de recomendaciones repiten fórmulas: libros perfectos para desconectar. En el reverso de esa etiqueta late un mensaje inquietante: que la lectura es trabajo, un esfuerzo que en vacaciones debe rebajarse.

No se trata de demonizar la ligereza. Nadie niega el derecho a disfrutar de historias amables o de finales previsibles. La literatura es también entretenimiento, y hay grandes obras que nacen con la vocación de divertir sin más. El problema surge cuando el “libro de verano” se convierte en dogma, desplazando otras opciones como si el calor inhabilitase la capacidad crítica.

Resulta llamativo observar qué libros se recomiendan y cuáles se descartan. A Thomas Bernhard, con su prosa demoledora y su crítica feroz a la hipocresía social, rara vez se le verá en un listado de lecturas para la playa. Tampoco a Lobo Antunes, Proust o incluso autores contemporáneos españoles como Javier Marías o Marta Sanz, que exigen una cierta lentitud y una predisposición incómoda.

El mercado —y parte de los prescriptores culturales— operan como un filtro climático: la exigencia intelectual parece incompatible con la toalla y el chiringuito. Sin embargo, habría que preguntarse si esta segmentación responde a una necesidad real del lector o más bien a una estrategia de venta.

Algunos estudios de hábitos de lectura sugieren que sí. Se lee más —o se intenta— y se lee en contextos menos formales: tumbado en una hamaca, en el jardín, en un aeropuerto. Esto conlleva distracciones, interrupciones y una menor concentración. Sin embargo, esa es solo una parte del fenómeno.

Numerosos lectores aprovechan las vacaciones para atacar pendientes, obras voluminosas o proyectos de lectura aplazados durante meses. Clásicos rusos, ensayos largos, biografías densas. Para muchos, el verano es precisamente la estación de la lectura lenta, casi ritual. La clave está en el tiempo: disponer de horas continuas, sin la presión del reloj laboral, permite abordar textos que requieren dedicación.

No es anecdótico que algunos festivales literarios de referencia se celebren precisamente en verano: el Hay Festival en Segovia, la Semana Negra de Gijón, los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander, la Feria del Libro de A Coruña. Todos reivindican la literatura como un encuentro público, no necesariamente liviano.

¿Por qué entonces persiste la idea de que la literatura veraniega debe ser ligera? La respuesta más sencilla apunta a la lógica comercial. El libro de vacaciones es un producto de impulso: se compra en estaciones de tren, aeropuertos, supermercados. Se busca que sea atractivo a primera vista, fácil de resumir y, preferiblemente, económico.

Esta mercantilización estacional encierra un peligro: relegar a segundo plano la literatura que no se ajusta a esa etiqueta. Muchos autores cuyas obras exigen un lector atento quedan fuera del radar mediático durante el verano. En un momento de ventas masivas —las vacaciones representan una parte importante de la facturación anual de muchas editoriales—, el riesgo es que el criterio de la calidad literaria se diluya en favor de la comodidad narrativa.

Y sin embargo, se puede. O mejor dicho: se debe, si así lo quiere uno. La literatura no entiende de estaciones. Bernhard no es menos corrosivo bajo el sol de Cádiz que en una tarde de lluvia en Viena. Al contrario, tal vez leer su misantropía abrasiva en medio de una playa abarrotada ponga en evidencia, con ironía, la falsa felicidad veraniega.

La pregunta de fondo es si podemos (y queremos) resistirnos a que nos digan qué leer y cuándo. Reivindicar lecturas incómodas en verano no significa desdeñar la novela policíaca o el romance playero, sino recordar que la literatura no es un mueble decorativo. Leer a Bernhard en agosto es un acto de insumisión suave. Como llevarse a Beckett a la piscina o abrir un ensayo de María Zambrano bajo la sombrilla.

La verdadera estacionalidad de la literatura no reside en el género, sino en la libertad del lector. El buen lector combina géneros y autores según su ánimo, no según la temperatura. Puede alternar una comedia de Reverte con El malogrado de Bernhard; un thriller escandinavo con Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

El verano, paradójicamente, ofrece la mejor oportunidad para ese eclecticismo. Las vacaciones invitan a improvisar, a dejarse sorprender. No hay bibliotecario más caprichoso que el tiempo libre.

Quizá el mejor consejo para este verano no sea una lista de títulos, sino un recordatorio: no hay estaciones obligatorias para la buena literatura. La playa puede acoger tanto a Zweig como a Dolores Redondo, tanto a Camus como a Almudena Grandes. Que cada cual decida qué libro necesita bajo el sol. Lo importante, al final, es que la lectura —cualquiera que sea— siga siendo un espacio de resistencia íntima frente a la dictadura de la prisa y la superficialidad.

Redacción. Punto y Seguido


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