El supermercado como laberinto

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Consumo, deseo y domesticación del tiempo

Una lectura simbólica del espacio comercial como dispositivo narrativo de nuestra contemporaneidad

Pocas construcciones simbolizan mejor la lógica de nuestra vida cotidiana que el supermercado. Espacios aparentemente neutros, repetidos hasta la extenuación en esquinas de barrio, centros comerciales o estaciones de servicio, pero que condensan en su diseño una arquitectura del deseo, del tiempo y del orden. Son la metáfora perfecta de una sociedad que ha reemplazado el ágora por el pasillo de refrigerados, y la experiencia comunitaria por la ficción de una elección individual.

Al penetrar en un supermercado, uno accede a un universo regido por leyes propias: iluminación constante, temperatura controlada, música ambiental leve, ausencia de ventanas. Todo está diseñado para suspender las coordenadas habituales del tiempo y del espacio. Es un “no-lugar” en el sentido de Marc Augé, pero con una diferencia decisiva: no es un sitio de tránsito, sino un lugar donde se detiene el tiempo cotidiano para insertarnos en una lógica paralela, donde el ciudadano se convierte en consumidor, el recorrido en acto narrativo, y el deseo en unidad de medida.

El supermercado no está diseñado para que el comprador llegue rápido a lo que busca, sino para que se exponga a una serie de estímulos previamente calculados. Su arquitectura reproduce el esquema del laberinto: itinerarios serpenteantes, rutas implícitas, obstáculos visuales, reorganizaciones periódicas de los productos. Si el centro comercial es la catedral del consumo, el supermercado es su cripta: allí se ritualiza el gesto de elegir, de poseer, de acumular.

El recorrido comienza siempre por la fruta y la verdura: colores vivos, texturas orgánicas, promesa de frescura. Un gesto de seducción y confianza. Luego, con una lógica más cercana al guion narrativo que al orden funcional, se pasa por el pan, la carne, los refrigerados, el vino, los productos de limpieza. Al fondo, lejos, lo esencial: la leche, los huevos, el agua. Cada desplazamiento es deliberado. Lo accesorio se impone a lo necesario; el capricho antecede a la rutina. Nada está donde debería, porque la lógica del supermercado no es funcional sino simbólica: se trata de conducir al comprador por una experiencia emocional que legitime el acto de consumir.

En el supermercado, el tiempo no se mide en horas sino en estímulos. No hay relojes, no hay luz natural, no hay urgencia. Se trata de desactivar el tiempo productivo para sustituirlo por un tiempo suspendido, de disponibilidad constante. Lo urgente se vuelve periférico, lo accesorio se carga de necesidad. Como diría Byung-Chul Han, vivimos bajo la dictadura de la positividad, donde todo es posible, todo es deseable y, por tanto, todo es obligatorio. En ese sentido, el supermercado no ofrece simplemente productos, sino que fabrica necesidades. El paso por caja no es el final del trayecto, sino la confirmación de que hemos sido conducidos con éxito por ese relato invisible que es el deseo inducido.

Uno de los aspectos más llamativos del supermercado es la abundancia: cien tipos de yogur, veinte marcas de pasta, múltiples variantes de un mismo producto. Se diría que somos más libres cuanto mayor es el número de opciones disponibles. Pero en realidad, esta sobreabundancia produce un efecto contrario: angustia, fatiga, parálisis. Como advertía Jean Baudrillard, la multiplicación de signos no es sinónimo de riqueza simbólica, sino de su devaluación. El supermercado no es un espacio de elección libre, sino de elección dirigida. Los productos en promoción, los artículos a la altura de la vista, los que se colocan al final de los pasillos o junto a la caja están allí porque alguien ha decidido que lo estén. Nuestra libertad de elegir es un simulacro.

Otra figura simbólica es el carrito de la compra. No es un simple recipiente funcional, sino un instrumento de apropiación. Al empujarlo, el sujeto se transforma: ya no es solo consumidor, sino recolector. El carro permite la acumulación, la previsión, la ilusión de control. A cada producto añadido se suma una sensación de agencia, de poder. Y sin embargo, el carro también impone un recorrido: estrecho, orientado, vigilado. Su forma metálica, su ruido sobre el suelo pulido, incluso su tamaño estandarizado, dictan no solo lo que se puede llevar, sino cómo se debe transitar.

Al llegar a la caja se cierra el círculo. Allí se enfrentan el deseo y su coste. El acto de pagar es también un acto de reconocimiento: se validan las elecciones, se cristaliza la identidad de quien consume. En muchas culturas religiosas, el confesionario es el lugar donde se redime el pecado; en el supermercado, la caja es donde se redime el deseo. Una vez pagado, todo está justificado. Lo innecesario se vuelve legítimo porque ha sido adquirido. El ticket es el documento que certifica el paso por el rito.

Además, en la cola se produce una última estrategia simbólica: se ofrecen productos pequeños, adictivos, intrascendentes —chicles, caramelos, mecheros, pilas—, que representan el epílogo perfecto del relato consumista: una pequeña recompensa final, una última tentación, una cesión mínima a lo superfluo.

El supermercado es el espejo de una sociedad que ha hecho de la acumulación su relato fundacional. Y sin embargo, bajo esa promesa de abundancia se esconde una profunda lógica del vacío. Nada allí permanece. Los productos cambian, los envases se renuevan, los pasillos se reorganizan. Se trata de mantener en perpetuo movimiento el deseo, de evitar su saciedad. Como en el mito de Tántalo, lo que se desea siempre está al alcance pero nunca colma.

En este sentido, el supermercado puede leerse como un dispositivo narrativo inacabado, donde cada acto de consumo es un episodio efímero de una novela infinita. La fidelización del cliente no es más que la serialización del deseo: mañana volverás, el relato continúa, el vacío persiste.

Es necesario recuperar una lectura crítica de estos espacios que parecen triviales. Lejos de ser escenarios neutros, son configuradores de conducta, domesticadores del tiempo, diseñadores del deseo. Entender el supermercado como un texto, como un relato visual y espacial, nos permite rescatar su dimensión simbólica y devolvernos una actitud interpretativa frente a lo que parecía insignificante.

En un mundo saturado de signos, donde todo comunica pero casi nada se interroga, resulta urgente leer de nuevo los lugares comunes. Porque el supermercado no es solo donde compramos: es también donde somos comprados. En su arquitectura se inscriben las formas de vida, las ficciones del bienestar, las trampas de la libertad.

Quizá sea hora de detenernos en medio del pasillo de cereales, levantar la vista del carro y preguntarnos: ¿qué historia me están contando? ¿Y cuál quiero contar yo?

© Anxo do Rego. Todos los derechos reservados. 

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Narrador. Fundador, director y editor de la extinta editorial PG Ediciones. Actualmente asesora y colabora en las editoriales: Editorial Skytale y Aldo Ediciones, del Grupo Editorial Regina Exlibris. Director y redactor del diario cultural Hojas Sueltas. Fundador en 2014 de una de las primeras revistas digitales del género negro y policial «Solo Novela Negra». Participa en numerosas instituciones culturales. Su narrativa se sustenta principalmente en la novela policíaca con dieciséis títulos del comisario del CNP, Roberto H.C. como protagonista, aunque realiza incursiones en otros géneros literarios, tales como la ficción histórica, ciencia ficción, suspense y sentimentales. Mantiene su creatividad literaria con novelas, relatos, artículos, reseñas literarias y ensayos.

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