Era un día cualquiera en clase. Estaba rodeada de compañeras concentradas en sus exámenes. Entre ellas, dos buenas amigas de la infancia. Mientras escribía mis respuestas, sentí una presión creciente; cada palabra parecía más pesada que la anterior.
De repente, la profesora se asomó a mi papel. Su mirada crítica me hizo sentir expuesta. Aun así, una de mis amigas me animó con una sonrisa solidaria. Cuando intenté hablar con la profesora para pedirle ayuda, su negativa me dejó sin palabras. Sentí un nudo en el estómago.
La hoja frente a mí era un desierto blanco. ¿Cómo podía llenar ese vacío? La angustia me envolvía. A lo lejos, oía risas y susurros cargados de seguridad. Yo me sentía sola.
Fue entonces cuando decidí que este examen no iba a definir quién era. Cerré los ojos. Me sumergí en un mundo imaginario donde las palabras fluían sin esfuerzo. Me vi en un bosque frondoso: cada árbol era una palabra; cada hoja, una idea. Con cada inhalación, sentía brotar dentro de mí un río caudaloso, arrastrando mis miedos y mis dudas. Al abrirlos, entendí que la hoja en blanco no era un enemigo, sino un espacio esperando mi historia. Con una sonrisa leve, tomé el lápiz. Dejé que mis dedos danzaran sobre el papel, guiados por una voz que había callado durante mucho tiempo.
En medio de esa escritura, me sentí nuevamente aislada. Pero entonces recordé una frase que alguien me había dicho años atrás, una de esas que se quedan grabadas sin saber por qué. Esa conexión me impulsó a mirar a mis compañeras, a darme cuenta de que no estaba sola. Juntas, podíamos enfrentar cualquier obstáculo.
Comprendí que el verdadero examen no estaba en las preguntas del cuadernillo, sino en mi autoestima. A través de la escritura, comencé a valorar mis cualidades y aceptar mis limitaciones.
Me hice una pregunta esencial: ¿Y si, en vez de superar la prueba, decidiera desafiar el sistema?
Me levanté. En voz alta, expresé mi frustración y mi deseo de ser valorada por quien realmente era. El aula enmudeció. Las miradas, antes clavadas en sus folios, ahora estaban fijas en mí. Sentí los latidos acelerados de mi corazón, pero una calma extraña me envolvía. Había roto el silencio. Y con él, la jaula invisible que me contenía.
La profesora, sorprendida, titubeó. Su rostro, antes severo, mostraba ahora una sombra de desconcierto. No dijo nada al principio. Caminó lentamente hacia mí, y en voz baja, preguntó:
—¿Qué quieres decir realmente?
No esperaba comprensión. Pero ese gesto me abrió una puerta.
—Profe —dije con firmeza—, me siento atrapada. Este sistema de evaluación no muestra quién soy. Las palabras fluyen en mi mente como un río, pero se estancan al intentar encajarlas en respuestas cerradas. Le pido que permita que mi creatividad y mi imaginación sean escuchadas. Que no me mida solo por aciertos o errores, sino por lo que puedo aportar a esta clase… y al mundo.
Ella me miró largo rato. Finalmente, asintió.
—Lo consideraré. Por ahora, sigue trabajando. Puedes expresarte como quieras.
Con esa inesperada libertad, tomé el lápiz con renovada determinación. Dejé que la energía que nacía en mi pecho corriera por mis brazos y se convirtiera en luz sobre el papel.
Los días siguientes fueron inciertos. No sabía si aquella escena había causado algún cambio, pero algo sí había cambiado en mí. Ya no me sentía una más. Había encontrado mi voz. Y con ella, un nuevo rumbo.
Poco a poco, las pequeñas acciones comenzaron a reflejarse a mi alrededor. Mis compañeras, inspiradas por mi acto, empezaron también a expresar sus inquietudes. La clase, antes un espacio de silencio y conformidad, se transformó en un lugar de diálogo y colaboración.
La profesora, por su parte, comenzó a revisar su manera de enseñar. Introdujo nuevas formas de evaluación donde cada estudiante podía mostrar su creatividad, su forma única de aprender.
Lo que había comenzado como un gesto de desafío se convirtió en el inicio del cambio.
Fuera del aula, ese instante de valentía me impulsó aún más. Empecé a escribir con frecuencia, a explorar nuevas formas de expresión. Mi confianza creció, y con ella, el deseo de ayudar a otros a encontrar su propia voz.
Ese momento no fue solo una anécdota académica. Fue el principio de un viaje hacia el autodescubrimiento. Aprendí que mi valor no estaba en adaptarme a lo que se esperaba de mí, sino en ser fiel a mi esencia… y en encontrar la manera de compartirla con el mundo.
© Ana Cachinero