“Escribir bien consiste en decir lo que hay que decir, ni más ni menos, con las palabras más justas y las frases más limpias.”
— Azorín
En toda lengua existen palabras que sirven para casi todo y, por ello mismo, a menudo no sirven para nada. Son útiles como andamios mientras se construye una frase, pero una vez terminado el edificio, lo ideal sería retirarlos. En español, entre los verbos más utilizados —y también más abusados— figuran hacer, decir, poner y haber. Este artículo propone observar de cerca su uso, sus efectos y sus trampas, sin ánimo de condenarlos, pero sí de sospechar de su exceso.
El verbo “hacer”: un disfraz para todo
El verbo hacer parece tener el don de la ubicuidad. Se hace una fiesta, se hace una pausa, se hace una crítica, se hace daño, se hace el tonto. Sirve tanto para lo concreto como para lo abstracto, para lo mecánico y para lo emocional. Su capacidad de adaptación es casi infinita, lo que lo convierte en un verbo de riesgo estilístico.
Lo problemático no es su existencia, sino su omnipresencia. Cuando decimos hizo un dibujo, estamos en realidad nombrando una acción que podría precisarse mejor con dibujó. Lo mismo ocurre con hacer un comentario (comentar), hacer una propuesta (proponer), hacer una pregunta (preguntar), hacer un viaje (viajar). La forma nominal con “hacer” alarga la frase, diluye la acción y resta fuerza expresiva.
No se trata de eliminar hacer por completo. Hay usos idiomáticos, expresivos o contextuales en los que el verbo encuentra su sitio. Hacer las paces, hacer tiempo, hacer como que no oye, hacer falta… Pero cuando en un texto aparecen demasiados hacer, conviene detenerse: ¿no se estará usando este verbo por pereza? ¿no hay otro más justo, más vivo, más fiel al matiz que se quiere transmitir?
Es revelador que en muchos ejercicios de escritura, la sustitución de hacer por verbos específicos es una de las claves para que el texto gane precisión. Dejar de hacer ruido y empezar a retumbar, zumbar, resonar, alborotar, según el caso.
El verbo “decir”: lo que se dice y cómo se dice
Algo parecido ocurre con decir. En los diálogos narrativos, por ejemplo, suele repetirse como un comodín funcional: “Ya lo sabía”, dijo Juan. “No me importa”, dijo Ana. A fuerza de repetición, pierde relieve y se convierte en un murmullo de fondo.
La tentación frecuente consiste en reemplazar decir por verbos como suspirar, gruñir, espetar, musitar, responder, explicar, asegurar, etc. Y, si bien la variedad puede enriquecer un texto, también es fácil caer en el otro extremo: inflar el relato con verbos recargados que distraen más de lo que aportan.
La clave no es erradicar decir, sino dosificarlo. Usarlo cuando no se necesita enfatizar nada, cuando lo importante es el contenido del diálogo. Y reservar los verbos expresivos para momentos puntuales, cuando el matiz lo requiere. La buena escritura a menudo consiste en saber cuándo no hacer nada extraordinario.
Fuera del diálogo, decir también puede esconder una debilidad expresiva: decir un discurso (pronunciar), decir una mentira (mentir), decir la verdad (confesar, admitir, reconocer, afirmar), decir una idea (exponer, plantear, formular). A veces basta con mirar lo que acompaña al verbo para encontrar en ese sustantivo la pista del verbo más preciso.
El verbo “poner”: el gesto sin gesto
Poner es un verbo mecánico, casi neutro, que aparece cuando no se quiere (o no se sabe) nombrar con más exactitud una acción. En los textos literarios, su uso reiterado suele empobrecer las escenas: puso la carta sobre la mesa, puso cara de sorpresa, se puso los zapatos, puso el reloj en hora.
En todos estos casos, hay alternativas más precisas: dejó la carta, adoptó un gesto sorprendido, calzó los zapatos, ajustó el reloj. La diferencia no es solo semántica, sino rítmica y visual. El verbo justo afina la imagen; el comodín la emborrona.
Más aún, poner puede ocultar sentidos que piden un verbo más expresivo: poner en marcha (iniciar), poner en duda (cuestionar), poner en peligro (amenazar), poner atención (atender), poner orden (organizar). Al sustituir la fórmula, el texto gana energía y claridad.
Y sin embargo, como en los casos anteriores, no se trata de abolir poner. A veces, su neutralidad es precisamente lo que conviene. El riesgo está en el hábito, en la frase hecha que se instala sin que el escritor se lo pregunte. La escritura consciente se alimenta de preguntas.
El verbo “haber”: lo que hay (y lo que sobra)
Haber tiene una función gramatical necesaria: sin él no podríamos formar tiempos compuestos (he ido, había visto), ni expresar existencia (hay tres personas, hubo una tormenta). Pero como verbo comodín, también se cuela donde otros verbos serían más expresivos: hubo un accidente (ocurrió), hay una reunión (se celebra, tiene lugar), había un ruido extraño (se oía, resonaba, brotaba).
Además, haber en frases impersonales tiende a generar estructuras planas, sin sujeto visible, lo que en ciertos textos puede debilitar la fuerza narrativa. Frente a hubo un cambio importante, tal vez sea más eficaz el gobierno impuso un cambio o la situación obligó a un cambio, según el contexto.
También conviene señalar que muchas confusiones gramaticales y errores de concordancia derivan del mal uso de haber. Es frecuente ver escritos donde se dice hubieron muchos casos, cuando lo correcto es hubo muchos casos. La forma impersonal del verbo no concuerda en plural.
En este sentido, haber no solo es un comodín semántico, sino una trampa gramatical.
Entre la vaguedad y la intención
El abuso de verbos comodín no responde únicamente a una limitación léxica. A menudo es síntoma de una escritura en borrador, de un pensamiento que aún no ha decidido cómo quiere expresarse. Son como neblina entre la idea y su forma: permiten avanzar, pero entorpecen la nitidez.
También puede ser una elección inconsciente: al escribir con rapidez o sin revisar, se recurre a lo conocido, a lo que fluye con más facilidad. Pero escribir no es sólo fluir: también es detenerse. Y en esa detención, los verbos comodín son señales de alarma. Allí donde aparece uno, conviene preguntarse: ¿es este el verbo que mejor dice lo que quiero decir?
Una revisión atenta de los textos propios —relatos, artículos, ensayos, incluso correos— puede revelar patrones de repetición que el oído ha dejado pasar. Si hacer aparece diez veces en una página, si decir se ha incrustado en cada línea de diálogo, si poner actúa como sustituto universal de cualquier gesto, quizá sea hora de afinar.
Lo que se gana al afinar
Sustituir un verbo comodín por otro más preciso no es solo un gesto estilístico: es un acto de pensamiento. Requiere saber qué pasa exactamente en la escena, qué matiz se quiere transmitir, qué ritmo conviene a la frase. Escribir bien no es adornar, sino elegir.
Y al elegir, el lenguaje se vuelve más visual, más concreto, más memorable. La escena cobra vida. El personaje no pone cara, sino que frunce el ceño; no hace una pausa, sino que titubea; no dice una frase, sino que ironiza, susurra, balbucea, proclama. El narrador deja de ser vago y empieza a ser preciso.
Un texto con muchos verbos comodín no está necesariamente mal escrito, pero rara vez está bien afinado. La precisión verbal no es un lujo para estilistas: es una forma de respeto hacia la lengua y hacia quien lee. A fin de cuentas, escribir es encontrar las palabras exactas para lo que aún no tenía forma.
“La claridad es la cortesía del filósofo.”
— Ortega y Gasset
Redacción