Con la muerte de Mario Vargas Llosa desaparece una de las últimas grandes figuras del llamado «Boom latinoamericano», pero también un autor que supo trascender las etiquetas para construir una obra vasta, plural y profundamente comprometida con la idea de la libertad como principio rector, tanto en el arte como en la vida. Su legado, que abarca más de seis décadas de trabajo ininterrumpido, constituye uno de los corpus más relevantes de la literatura contemporánea en lengua española.
Nacido en Arequipa, Perú, en 1936, Vargas Llosa inició su carrera literaria con una voluntad feroz por narrar las tensiones de su entorno social y político. Su primera gran novela, La ciudad y los perros (1963), escrita mientras vivía en París, supuso una conmoción en la narrativa hispanoamericana por su crudeza, estructura fragmentaria y voluntad de denuncia. Ambientada en un colegio militar de Lima, la obra introdujo muchos de los temas que marcarían su trayectoria: la violencia institucional, la hipocresía de las estructuras de poder y la complejidad de la condición humana.
Le seguirían novelas como La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), que afianzaron su prestigio internacional y confirmaron su dominio técnico, su ambición narrativa y su inclinación por la novela total. A lo largo de los años setenta y ochenta, Vargas Llosa se consolidó como una figura central del panorama literario internacional. Su estilo, exigente y cerebral, era a la vez accesible por la intensidad de sus tramas y la fuerza de sus personajes.
Frente a la politización de muchos de sus contemporáneos, Vargas Llosa optó por un camino singular: lejos de adherirse a una ideología dogmática, su pensamiento derivó hacia un liberalismo ilustrado que lo llevó a entrar en la arena política, incluso como candidato presidencial en Perú en 1990. Aunque su intento fracasó, ese momento marcó un punto de inflexión: su figura pública quedó asociada desde entonces a un tipo de intelectual comprometido, polémico y a menudo incómodo tanto para la izquierda como para la derecha.
En su faceta de ensayista, firmó trabajos fundamentales sobre autores como Gustave Flaubert (La orgía perpetua), Gabriel García Márquez, Victor Hugo, y Miguel de Cervantes, entre otros. Su pasión por la lectura y la escritura era, para él, una forma de participación activa en el mundo. En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura (2010), titulado Elogio de la lectura y la ficción, Vargas Llosa defendió la literatura como una defensa frente a los abusos del poder y una forma de imaginar otras vidas, otras posibilidades.
Su obra posterior, sin abandonar la experimentación ni la ambición temática, abordó escenarios diversos: desde la represión de Trujillo en La fiesta del Chivo (2000) hasta los laberintos del deseo en Los cuadernos de don Rigoberto (1997) o los paisajes de la burguesía limeña en El héroe discreto (2013). Aunque recibió críticas dispares en los últimos años, nunca dejó de escribir ni de intervenir en el debate público. Su último libro, Le dedico mi silencio (2023), es una declaración final sobre el poder transformador de la música y la ficción, escrita con la lucidez de quien ha vivido para contar.
Vargas Llosa fue también ciudadano del mundo: residió en Europa durante largas temporadas (especialmente en París, Londres y Madrid), obtuvo la nacionalidad española en 1993 y fue miembro de la Real Academia Española desde 1994. Sus lazos con la tradición literaria europea fueron tan fuertes como los que mantuvo con América Latina, a la que miró siempre con espíritu crítico pero sin renunciar a su identidad.
Su estilo, exigente pero claro, riguroso pero nunca árido, le ganó lectores fieles en todos los continentes. Fue también un gran cronista de su tiempo, con una habilidad notable para leer las transformaciones sociales, los matices de la política y las contradicciones del individuo moderno. Pocos escritores contemporáneos han sabido equilibrar con tanta naturalidad la ficción, el ensayo y la intervención pública.
Con su muerte, se cierra una etapa de la literatura en español. Pero queda su obra, que seguirá ofreciendo respuestas —y muchas más preguntas— a generaciones de lectores que, como él, entienden que escribir no es solo un arte, sino una forma de vivir.
REDACCIÓN