La dulce nostalgia del Albaicín
Lo primero que llama la atención de este libro, desde el principio, desde las primeras líneas, es el lenguaje. Un lenguaje bello, cuidado, vistoso y ágil. Utiliza Antonio en este libro un lenguaje costumbrista, tan rico que nos traslada a un lugar que no solo vemos, también escuchamos, e incluso, sentimos por la piel. Es un libro que recuerda mucho a Miguel Delibes, a aquellos pueblos y sus personajes que narraba, especialmente en su obra El Camino.
Este libro, aun siendo ágil y de lectura sencilla, incorpora muchos toques poéticos y recursos literarios que ahondan en esa riqueza y belleza del lenguaje y que ayudan al lector a vivir las escenas que nos narra. Veamos algún ejemplo:
En el primer capítulo nos habla del Pirri, que es un arriero con un burro que transporta arena. En un momento nos dice que los burros areneros son distintos a los burros aguadores, viniendo a decir que los aguadores son un poco más felices que los areneros. Pero lo dice de esta manera: Los burros del aguador tenían palomas en los ojos. Los del arenero, pájaros negros. Es una metáfora maravillosa. Y así, a lo largo de todo el libro, vamos recibiendo chispazos líricos que nos transportan al Albaicín y a aquel tiempo de nuestra infancia.
Al principio de muchos de los capítulos hay unos primeros párrafos en cursiva y diferenciados del relato que se narra. El autor nos explica que se trata de una parte más lírica que narrativa y que por eso lo diferencia. En uno de ellos aparecen frases que son auténticos aforismos, que nos cuentan su propia historia en muy pocas palabras, al estilo de Los cipreses hunden sus raíces en la tierra para libar el jugo de los muertos antiguos. Nos habla aquí de árboles testigos de la historia. Nos habla del paso del tiempo y su permanencia en la memoria, de cómo la historia se va construyendo con lo que pasa, de cómo todo lo que ocurre es fruto de lo acontecido anteriormente.
En definitiva, nos encontramos ante un libro que narrativamente está escrito haciendo honor a su argumento, un libro sencillo, bello y rico en matices que de vez en cuando nos hacen suspirar.
Respecto al argumento, es fácil, nos cuenta la historia del Albaicín. Y lo hace a través de sus gentes, a través de la vida de sus personajes, personas reales que superan cualquier creación de ficción: Pirri el arriero, Fernando el carpintero, el Mellao y la Engracia, su vecino Manuel, los niños (el granizo, el mantecas, Pacuqui, el tranviario…) Fijaos que hasta ahora no he nombrado al personaje principal, el autor. Este es un libro en que Antonio nos cuenta sus recuerdos, sus experiencias, su vida. Porque Antonio, aunque es el personaje principal, el hilo conductor de todo lo que nos cuenta este libro, no es el protagonista, se diluye en la historia para cederle el protagonismo al propio Albaicín.
Este libro es el reflejo veraz de un tiempo y un lugar, el tiempo y el lugar donde el autor era niño. Pero un tiempo y un lugar que a los que somos de una generación posterior no nos resulta extraño, incluso nos lleva a nuestra propia infancia, que antes las cosas cambiaban mucho más lentamente. Por dar algunas pinceladas de ese tiempo:
—“Ninguno de mis abuelos reía”. Esto me llamó mucho la atención pero, claro, luego piensas: gente que ha vivido dos guerras mundiales, una guerra civil, una dictadura, la pobreza más extrema. Creo que a cualquiera se le van las ganas de reír.
—Cuando el hielo rompía las tuberías de la calle, y cómo las mujeres salían corriendo a recoger el agua con calderos.
—Cuando a los niños se les preguntaba qué querían ser de mayor, respondían con el oficio del padre (pintor, albañil, carpintero…). Nadie aspiraba a otra cosa, o quizás ni si quiera sabían que existía otra cosa. Sin duda, si su preocupación era vivir un día más, aprender el oficio del padre era la mejor opción.
Pero no quiero dar la impresión de que este libro es una colección de tristezas, porque es todo lo contrario, es una colección de momentos felices, de vida vivida en plenitud.
—¡Esto sí que es vida! —dijo el Picante, que era muy rancio, mientras miraba a las niñas y expulsaba el humo de matalahúva, entre toses y espasmos, por la boca.
Esto es lo que nos dice el Picante subido al aljibe junto a otros niños. Y después nos enumera el por qué: Primavera tibia y luminosa, acacias perfumando el aire, las cabras que vuelven del cerro, calles y placetas llenas de niños jugando, mujeres contándose sus cosas en los patios, una alegre algarabía inundaba todo el barrio.
Pues sí, eso es vida: la gente relacionándose, los espacios comunes, eso es vida porque el ser humano es un ser social y eso es lo que nos conforma y nos da felicidad.
Por último, no puedo acabar sin hacer alusión al papel de las mujeres, siempre en la sombra, en esta época, y que este libro también recoge. Habla Antonio de su madre, protagonista absoluta en la educación y cuidado de los hijos. Habla de las mujeres que se juntan en los patios y en las plazas, para compartir ocupaciones y preocupaciones. Habla de esas mujeres que aguantan al marido que llega borracho a casa. Habla, en definitiva, de las que cocinan, limpian, lavan, arreglan, remiendan…
Termino con la definición que de este libro da su propio autor, en uno de esos párrafos en cursiva al principio de un capítulo:
La palabra nostalgia procede de la palabra griega Nóstos, que significa regreso, un retorno al pasado. En la esencia de este libro la nostalgia es un recuerdo cariñoso de mi niñez, siempre apasionante y dulcemente cálida.
Editorial: FUNDACIÓN SINSONTE 2024 ISBN:978-84-09-62996-1 – 256 páginas
©Juan Carlos Rodríguez Torres.