Reconozco que la sociedad actual premia a quienes escriben novelas que, en manos de algunas editoriales se convierten en superventas, los pretenciosos (snobs) prefieren denominarlos «best seller» posiblemente por razones que desean ocultar al mundo, olvidando que no son angloparlantes, tampoco ciudadanos ingleses o norteamericanos, y deben someterse, u olvidan, que lo hacen para ser leídos, aplaudidos o rechazados en el país donde viven, España, y ejercen su profesión, bien de periodistas, pseudos periodistas o pretendientes a escritores. Sin embargo, como asesor de dos editoriales y responsable de un diario cultural, caen en mis manos novelas de quienes dicen ser «escritores» por el mero hecho de disponer en su mente de una historia, que tal vez se convierta en un libro superventas o la base para una serie televisiva o película. Es cierto, leo cuanto me presentan, no obstante, si bien las ideas o historias son aparentemente singulares y atractivas, tras las primeras páginas rompen el deseo de seguir haciéndolo. Merecen ser reescritas con las mínimas normas por cuanto están faltos de puntuación, oraciones mal compuestas, estructuras sin pies ni cabeza, carentes de léxico, y muchos más errores, como confundir o dar otro nombre a personajes.
No pretendo desmotivar a quienes se inician en la difícil tarea de plasmar en palabras sus historias, pero debo dejar constancia de algo tan sencillo como: «Escribir no es narrar». Lo primero es una acción desarrollada desde la más tierna edad. Narrar es conocer los entresijos de crear personajes, conocer al ser humano, sus virtudes y defectos, rodearse de libros que nos demuestren como lo hicieron nuestros más insignes «escritores» La literatura es un arte, y desarrollarla no es suficiente con tener historias que contar. Los grandes, medianos y pequeños escritores, además de tener vivencias, conocimientos, preparación, fórmulas y maneras, deben; como toda profesión; mantener viva y constante la llama del conocimiento y en estos casos, lectura. Procurarse los medios necesarios para dominar el idioma.
Debo insistir. En la sociedad actual, el acto de escribir parece haberse democratizado hasta el punto de que cualquiera con acceso a un teclado puede proclamarse «escritor». Sin embargo, al adentrarnos en el debate entre escribir y narrar, surge una distinción esencial que muchos pasan por alto: narrar no es simplemente juntar palabras en un orden gramaticalmente correcto, y no siempre, sino un ejercicio de profunda comprensión de la condición humana, del arte y de la técnica narrativa. Escribir es comunicar, pero narrar es construir mundos, emociones y personajes que trascienden la página.
La literatura contemporánea enfrenta una paradoja evidente. Por un lado, el auge de los superventas, ha democratizado el acceso a los libros. Por otro, el mismo fenómeno ha promovido una literatura muchas veces carente de profundidad. Estos textos, diseñados para captar la atención masiva, no siempre logran articular historias que resistan un análisis riguroso.
El fenómeno no es nuevo. Desde el siglo XIX, autores como Charles Dickens o Alejandro Dumas escribieron para un público amplio, pero sus obras sobrevivieron al tiempo gracias a su habilidad para narrar, su dominio del lenguaje y su conocimiento de las pasiones humanas. Dickens, por ejemplo, creó personajes que reflejan tanto las desigualdades sociales de la Inglaterra victoriana como las aspiraciones universales de justicia y redención. En España, Benito Pérez Galdós exploró con maestría los conflictos sociales y personales de su tiempo en novelas como Fortunata y Jacinta, que siguen siendo un referente de la narrativa comprometida. En contraste, muchos textos actuales carecen de una estructura narrativa sólida, limitándose a ser productos efímeros que no logran perdurar.
Además, la presión por ajustarse a los estándares del mercado ha llevado a muchos escritores a simplificar sus historias. La narrativa pierde complejidad, y con ello, se diluye el poder de la literatura como espejo crítico de la realidad.
Escribir, en su forma más elemental, es una destreza que adquirimos desde la infancia. Es el medio a través del cual transmitimos ideas, instrucciones o información. Sin embargo, esta acción por sí sola no garantiza la calidad ni el impacto de lo que comunicamos. En el contexto literario, escribir implica también manejar el idioma con destreza, aplicar las normas gramaticales y poseer un vocabulario rico que permita transmitir con precisión las emociones y matices de una historia.
La escritura de calidad también exige una actitud crítica. Leer con frecuencia y amplitud, desde los clásicos de la literatura hasta obras contemporáneas, es esencial para aprender cómo otros han enfrentado los retos de la narrativa. Leer a Cervantes, por ejemplo, enseña cómo un texto puede abordar cuestiones filosóficas y sociales sin perder su carácter entretenido. De igual manera, explorar a autores modernos como Isabel Allende o Haruki Murakami permite observar las diversas formas en que las culturas moldean las historias. En el ámbito contemporáneo español, escritores como Javier Marías han demostrado que el lenguaje puede ser un instrumento para explorar la complejidad de las relaciones humanas, como se observa en su novela Corazón tan blanco.
Sin este ejercicio de lectura constante, cualquier escritor corre el riesgo de caer en los errores comunes que plagan muchos textos: puntuación deficiente, estructuras confusas y descripciones que no conectan con el lector. Más allá de la técnica, escribir implica disciplina y revisión. Como decía Ernest Hemingway: «El primer borrador de cualquier cosa es basura». La calidad literaria se encuentra en el proceso de reescribir, no en el acto inicial de escribir.
Narrar, por otro lado, es un arte complejo. Implica no solo saber cómo contar una historia, sino también qué contar, cómo estructurarlo y, sobre todo, cómo hacer que el lector se sienta parte de ese universo de ficcion. Esta tarea requiere un conocimiento profundo del ser humano, de sus motivaciones, contradicciones y emociones.
Un buen narrador debe ser capaz de crear personajes que respiren autenticidad, que tengan defectos y virtudes, que evolucionen y que dialoguen de forma verosímil. Piensa en Ana Karenina de Tolstói o en Gregorio Samsa de Kafka; ambos personajes no solo protagonizan sus historias, sino que encarnan dilemas humanos universales que conectan con lectores de todas las épocas.
Además, un narrador efectivo domina las técnicas narrativas: manejar el ritmo, el punto de vista, las elipsis y las transiciones. Las novelas de Virginia Woolf, con su fluidez en los monólogos interiores, o las estructuras no lineales de William Faulkner, son ejemplos claros de cómo la forma puede enriquecer el contenido.
Narrar también implica un compromiso emocional. El escritor debe conectar con la historia y los personajes, sentirlos y vivirlos, para poder transmitir esas emociones al lector. No basta con tener una idea interesante; es necesario trabajarla, pulirla y encontrar la forma más adecuada de expresarla. Es un trabajo artesanal que combina intuición, conocimiento técnico y sensibilidad artística. Y desde luego el original debe dejarse reposar en un cajón, u ordenador, y no releerla para corregir, hasta pasado un tiempo. No es posible escribir en un par de meses, o menos, una novela que destaque.
El auge de plataformas de autoedición y la popularidad de ciertos géneros han llevado a que cada vez más personas se animen a publicar sus obras. Esto, aunque positivo en términos de diversidad y acceso, también plantea un desafío: la calidad literaria a menudo se ve relegada a un segundo plano.
En España, editoriales como Anagrama o Tusquets han desempeñado un papel clave en la promoción de autores que exploran nuevos caminos narrativos. Escritores como Rosa Montero han demostrado que es posible combinar un estilo accesible con temas profundos, como ocurre en La ridícula idea de no volver a verte, donde la narración se convierte en un puente entre lo personal y lo universal.
En este contexto, el papel de los editores y críticos es más importante que nunca. No se trata de desanimar a quienes desean escribir, sino de ayudarles a comprender que la narrativa de calidad requiere más que una buena idea. La labor de un editor no es simplemente corregir errores, sino orientar al escritor hacia una versión mejorada de su obra. También, los críticos literarios deben ir más allá de las modas y reivindicar el valor de los textos que desafían las convenciones.
Como bien expresó Gabriel García Márquez: «Escribir es un oficio que se aprende escribiendo», pero también reescribiendo, leyendo y aceptando las críticas con humildad. Sin esta combinación, es difícil que una obra literaria alcance su máximo potencial.
Ser escritor implica una responsabilidad con el lenguaje y con los lectores. No es suficiente con publicar; es necesario aspirar a la excelencia, sin ella no es posible destacar. La literatura, como toda forma de arte, tiene el poder de transformar, de abrir horizontes y de cuestionar lo establecido. Esto requiere un compromiso constante con el aprendizaje y la mejora personal.
En un mundo cada vez más saturado de contenidos, la distinción entre escribir y narrar se vuelve crucial. Escribir es un primer paso, pero narrar es el arte que permite a las historias trascender. La pregunta que debería hacerse todo aspirante a escritor no es si puede escribir, sino si puede narrar una historia que merezca ser contada. Al final, el verdadero impacto de una obra literaria radica en su capacidad para resonar en el lector mucho después de haber leído la última página.
Acabaré citando alguno de los refranes o aforismos españoles que implican saber: «No es oro todo lo que reluce»; «Con el tiempo y paciencia se adquiere la ciencia»;«Ni da virtud la riqueza, ni la quita la pobreza».
Para finalizar, una frase de Jorge Luis Borges: «Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído».
© Anxo do Rego