Daniel bebía a sorbos el chocolate hirviendo de la gran taza con su nombre. Se encontraba bajo la manta azul que le regaló su madre las navidades pasadas. Lo seguían tratando como a un niño y eso a él le gustaba. Sabía que las próximas navidades le tocaría un pijama. Permanecía sentado en su cómodo sillón, algo viejo y desgastado. A cada sorbo, Daniel sentía que su entristecido ánimo se reparaba un poco más.
Las palabras de aquella pobre madre en el cementerio, retumbaban en su cabeza. Intentó quitarse esa escena desgarradora, pero esa frase le martilleaba constantemente. Le hubiera gustado acercarse y decirle que su hijo ya no sentía el frío.
El móvil sonaba sobre la mesa ovalada de madera en medio del salón. No tenía ninguna prisa en cogerlo. Estaba muy cómodo acurrucado en su viejo sillón con el tazón de chocolate. Esa semana era para él. Quien fuera podía esperar.
Ya discurrieron cinco años desde que alquiló ese piso en el barrio de El Sardinero. Tan pronto lo vio por dentro supo que era para él. Daniel era de esa clase de personas que llevaba muy bien la soledad. La disfrutaba. No se veía compartiendo piso con nadie. Era un hombre con muchas manías propias de un solitario y no aguantaría las costumbres de ningún compañero o pareja.
Algunas veces le daba por hacerse una cena completa de madrugada provocando ruido en la cocina. Con otra persona no podría realizar ciertas cosas. La convivencia resultaría imposible. Y su sentimiento de libertad lo tenía impregnado en su carne. Algunas noches permanecía alguna mujer en su casa pero desaparecía por la mañana para no volver más. No soportaban la frialdad de Daniel. Él no permitía que sus rollos de una noche desayunaran en su hogar. Para él solo era sexo. No quería “pillarse” por ninguna mujer.
Volvió a sonar el móvil. Daniel se forzó a levantarse. Se cortó la llamada.
«Diez llamadas perdidas. Me debí quedar dormido»
Instantes después volvió a sonar y Daniel descolgó de inmediato. Se escuchaba un sonido estridente. Molesto.
—¿Diga? ¿Quién es? —-preguntó con cierta inquietud. Percibió una mala sensación.
—Hola, Dani. —respondió una voz extraña, hueca. Era cualquier cosa menos humana.
—Hola. —respondió inquieto. Sintió rechazo hacia esa voz.
—Mis amigas las tijeras quieren abrazarte, Dani. ..abrazarán tu cuello y ¡chillarás..chillarás! —gritaba la voz hueca.
Daniel espantado arrojó el móvil lejos de él como si abrasara. Esa voz no era humana. No. No podía serlo.
«Sus tijeras te abrazarán. Abrazarán fuerte tu cuello y chillarás».
Daniel abrió los ojos. Seguía bajo la manta azul en su cómodo y gastado sillón. La casa estaba sumida en un gran silencio.
«El móvil sigue en la mesa. Porque sigue en la mesa», se decía auto convenciéndose intentando rebajar el ritmo cardíaco. Estaba muy acelerado. Se asustó de verdad. Percibió una maldad infinita en esa llamada. No fue un sueño normal.
Se levantó para confirmar que el teléfono estaba en aquella mesa y no en el suelo al otro extremo del salón como había soñado. Sí. Seguía allí. Respiró más tranquilo. No había ninguna llamada registrada. Daniel volvió a acomodarse en su sillón. Se cubrió con su manta y cerró los ojos. La casa quedó otra vez sumida en total silencio. Pero por primera vez, Dani, sintió miedo de vivir solo.
©Verónica Vázquez