Palomitas

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Acabo de firmar mi declaración en la comisaría. No sé qué tendrían de extraño los hechos para que el policía sacara de vez en cuando un gesto de extrañeza que desconcertaba a cualquiera. A mí, la verdad, no me parecían tan excepcionales, cosas más raras he leído en mil novelas. O en el periódico, que la realidad va más allá de la ficción en no pocas ocasiones. Díganme si tengo razón o no.

Anoche fui al cine Avenida, a ver Angoixa —Angustia—, una película de Bigas Luna que había visto hace muchos años y me apetecía volver a ver. Primera contrariedad: la habían cambiado por otra debido a unos problemas técnicos. Ya que estaba allí, entré.

Me tocó una butaca al lado del pasillo y, segunda contrariedad, a mi lado, un par de tortolitos —no creo que pasaran de veinte años-, hacían arrumacos, miraban a la pantalla y comían palomitas, todo a la vez. Estuve tentado de irme, pues si el olor ya me resulta molesto, el “cras, cras” al masticarlas pone de los nervios al palo de la bandera. Ojalá lo hubiera hecho: me habría ahorrado el desaguisado y una camisa.

Apenas comenzada la película, me llamaron la atención los gestos exagerados de la chica y su forma de esconderse en el pecho del chico ante la subida de la música. Un cambio brusco del sonido que, más que dar miedo, asusta. Pero para eso estaban las caricias del chico, un beso o un abrazo, para tranquilizarla.

No duró mucho la calma, que pronto apareció un cuchillo, afilado, puntiagudo, amenazante. Un primer plano con toda la pantalla para él. Al instante, una mano se lo lleva y lo oculta en el interior de la manga de la camisa.

La chica se encoge sobre sí misma, cierra los puños y se aprieta contra el respaldo de la butaca como si sintiera el arma muy cerca.

Abre el foco de la cámara para mostrar al actor de cuerpo entero al tiempo que la música sube unos decibelios. Comienza a caminar. El cambio de plano muestra sus pasos sobre unos zapatos de cuero blanco y negro que suben una escalera.

La chica vuelve a esconder la cara, no quiere mirar esos pies que parecen avanzar hacia el público. El chico, protector, vuelve a acariciar su cabello, le pasa un brazo por el hombro y algo le susurra al oído.

Plano medio del actor, de la torva cicatriz de su mejilla izquierda. Camina con la cabeza alta, desafiante, mirando de frente a la sala. ¿A la sala? ¡No, a mí! Tengo la impresión de que ha clavado los ojos en la butaca donde estoy sentado.

El chico ha captado la misma mirada, se mueve inquieto. Ha girado la cabeza hacia mí y luego hacia su chica. La atrae con un abrazo.

La mirada del actor, turbadora, ha subido el volumen del silencio en la sala. Apenas si se oyen los zapatos blancos y negros que se detienen ante una puerta. Un segundo después, pisan moqueta y la música arranca de nuevo en un crescendo lento, lento.

La chica se aprieta, abraza el cuerpo de su chico. Apostaría que ha cerrado los ojos.

Una mano se balancea al compás de los pasos del actor. Ahora se detiene, busca el cuchillo en el interior de la camisa, tantea el mango, juguetea con él. El filo desprende brillos en estrellas. El volumen de la música ha vuelto a subir con rapidez, a borbotones, hasta la última nota. Allí se corta de repente, desplomada.

En la sala, el silencio es total, como si todavía no hubieran inventado el ruido. Por el pasillo central de la sala veo unos zapatos negros y blancos que avanzan sobre la moqueta. Parecen levitar, se mueven a cámara lenta, con una morosidad desesperante. Oigo un grito mudo en la chica mientras se tapa la boca con la mano

La pantalla ofrece una imagen idéntica, los mismos pasos, la misma lentitud, el mismo cuchillo.

La chica ha abierto los ojos en un pronto, se come la pantalla. Así se ha quedado, petrificada, una estatua que ha dejado de respirar.

Los pies se detienen. Miran a las butacas, a los espectadores. Nos amenazan, seguro.

Ahora se mueven, pasan a mi lado y se detienen una fila más arriba. Giran a la izquierda, sincronizados con los de la pantalla. No me atrevo a mirar hacia atrás, pero tengo la completa seguridad de que alguien se ha sentado en una de las butacas situadas a mi espalda. Entonces me doy cuenta. Tarde, como siempre. Apenas un leve quejido del novio, un grito ahogado de la chica y llueven palomitas mientras unas gotas de sangre salpican mi camisa.

© Antonio Tejedor García

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