BENETIANA

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Empiezo  OTOÑO EN MADRID HACIA 1950 de Juan Benet, uno de mis asiduos para lo bueno, mucho, y lo malo, nadie es perfecto, al menos no todo el rato. Se trata del primer y casi único libro de no ficción que he leído del autor hasta el momento. Ya dice el propio Benet en su presentación que no puede haber placer más grande para un escritor que escribir sobre lo cotidiano, de los sitios y personas que lo rodean a uno. Un verdadero desahogo para cualquier creador cansado de bregar con la invención de tramas, escenarios y personajes, actividad que el propio escritor reconoce intelectualmente agotadora y que por lo general apenas es considerada por el común de los mortales en su justa medida; en especial, digo yo, en un país como España para cuyos habitantes el sumun del sacrificio, del trabajo bien hecho, digno, sobre todo de admiración, no es otro que el que se hace con un pico y una pala, de ahí su obsesión con repartirlas a todo el mundo que, por lo que sea, juzgan que está en la vida como que de paso, a verlas venir, vamos, tocándose los cojones.

Y es precisamente en el caso de Benet donde más se puede percibir esa dicotomía entre la ficción y no ficción. Si su obra de ficción es un verdadero monumento de la narrativa castellana, la ambición artística en estado puro, el logro de una voz propia, muy, pero que muy personal, y de ahí los amores y sobre todo odios que suscita, de una complejidad y riqueza no apta para domingueros de la literatura, y en el fondo, ante todo, un hueso muy duro de roer para lectores poco avezados, vagos, un hueso que requiere una complicidad total, un esfuerzo casi titánico del que el lector que venza las cumbres herrumbrosas de su literatura obtendrá un placer estético e intelectual inigualable; su narrativa memorística se me antoja un verdadero bocato di cardinale para los seguidores de Benet.

Aquí el lector sigue haciendo gala de su apego por la frase larga, su escritura torrencial, literatura en su máxima expresión; pero, lo hace de un modo que ésta, en lugar de marearnos de un sitio a otro, de ponerlos al límite en cada página, de retarnos en cada párrafo, simplemente nos arrastra en un placentero recorrido por los vericuetos de su memoria, acompañados o aderezados, no podía ser de otro modo, por el muy sutil y por ello no menos acerado humor del creador de Región y todo lo que atañe a ésta. Dicho de otro modo, este Benet te lo devoras en un par de días y no por ello dejas de ser consciente en cada párrafo que estás leyendo al autor de Volverás a Región (1967), La otra casa de Mazón (1973), Saul ante Samuel (1980), En la penumbra (1989), Herrumbrosas Lanzas (1998),  etc.

Anoche tocaba el capítulo titulado Barojiana, aquel en el que Benet retrata los personajes que acudían a la tertulia en casa de Baroja en los años 40-50, la mayoría jóvenes escritores que veneraban a Baroja como a un ilustre patriarca superviviente de épocas mejores, pero que veían con recelo su metodología, en apariencia tosca, y su sorprendente producción, que por entonces rebasaba ya el centenar de obras. El juicio de Benet sobre el escritor vasco no puede ser más certero:

A lo largo de una vida de más de ochenta años y de una carrera literaria de casi sesenta, apenas alteró un ápice las premisas de donde había partido… entre su juventud y su madures, vio pasar el modernismo, el simbolismo, el dadaísmo, el surrealismo, sin que su pluma conociera el más mínimo estremecimiento; vio pasar a Proust, a Gide, a Joyce, a Conrad, a Mann, a Kafka, por no decir a Breton, a Céline, a Foster, a todos los americanos de entreguerras, la generación perdida, la literatura de la revolución, sin levantar la cabeza a su paso, obediente al gesto del retrato que de él hiciera Vázquez Díaz, escribiendo junto a una ventana.

A Benet se le puede discutir la intencionalidad que achaca a Baroja de haber dejado pasar todo la historia de la literatura del siglo XX sin hacer esfuerzo alguno para reparar en ella. Se le podría responder que no es que lo dejara pasar, es que simple y llanamente no lo vio, estaba a otras cosas, a las suyas, ensimismado en su propio mundo literario del que nunca quiso salir porque, como buen pequeño-burgués que era, no vio necesidad alguna, estaba muy a gustito con lo suyo, sus personajes más o menos atrabiliarios, sus curas de aldea, sus librepensadores de barbecho, sus paisanos con alma carlista y corazón pagano, sus monstruos personales en forma de chusma proletaria hacia la que nunca sintió simpatía alguna sino más bien todo lo contrario. En definitiva, Baroja se aisló de todo, en lo intelectual y casi también que en lo físico, ya fuera en su piso de la calle Alarcón de Madrid o en el caserón de Itzea en Bera del Bidasoa, porque no le interesaba, como un buen campesino de su tierra que desprecia todo lo de fuera porque estima en demasía lo propio, rechazó y receló de todo ese siglo XX literario porque él ya había llegado a donde quería, él ya era reconocido y vendía cuanto publicaba, no necesitaba más, para qué.

Otro tema de discusión serían las razones de la permanencia, la fama, de la obra de Baroja a lo largo de tanto tiempo. Benet apunta que fueron precisamente sus carencias como escritor, siquiera su cicatera concepción de la literatura, esa por la que le negaba cualquier concesión al preciosismo, a la búsqueda de un estilo más o menos depurado, barroco, experimental, esa presentación de la obra escrito desprovista de cualquier ornamento que no fuera estrictamente necesario, lo que motivó el éxito de Baroja como escritor que llega directa y rápidamente a la gente que no tiene tiempo que perder con la literatura. Vamos, todo lo contrario que el propio Benet, de hecho es imposible concebir dos obras más antagónicas.

A mí todo esto me toca de cerca, es justo reconocerlo, porque si bien Baroja fue un imprescindible de mi mocedad como para tantos otros (podría decir que de mi infancia incluso -creo recordar que mi tío dejó caer mis manos el Zalacain el Aventurero antes de cumplir los trece años-), si sus novelas, tanto las ambientadas en su tierra vasca con esa más que tópica, nostálgica y sumamente idealizada exaltación hidalga de sus paisanos como contrapunto a todo lo que veía en el resto del globo terráqueo, como aquellas de juventud que abonaban la rebeldía creciente en uno, me refiero al Árbol de la Ciencia de obligada lectura en el instituto y, sobre todo, a la trilogía de Las Ciudades que en su momento fue la que más me marcó de toda la novelística del donostiarra a su pesar; la verdad que, visto ahora desde la distancia y el debido proceso de desmitificación del personaje de la mano de unas cuantas biografías que sacan a relucir las interioridades personales y profesionales de Baroja, así como de la lectura de sus últimas novelas ambientadas durante la Guerra Civil y su breve y patético exilio francés, la verdad es que hay que reconocer que su atractivo apenas residía en otra cosa que no fuera la sencillez, la racanería más bien, de su escritura y, muy en especial, esa tendencia a desnudarse en cada una de ellas sin dar opción a la insinuación o la duda. Baroja necesitaba expresarse en todo momento, la pose ante todo, que no hubiera dudas de lo que pensaba o dejaba de pensar acerca de lo humano y de lo divino, se hizo una imagen de sí mismo a medida y no estaba dispuesto a abandonarla ni por todo el oro, oropel, del mundo; luego ya a esto otros los llamaron humildad.

Siendo así, y si bien los años hacen que uno reconsidere sus gustos literarios, que aprenda a valorar los logros en su justa medida, a recelar de la mediocridad imperante pero bien que rentable, también es cierto que es el propio Baroja quien te pone contra las cuerdas a la hora de valorar su obra siquiera en términos estrictamente literarios. Se ha desnudado tanto y con tanta porfía, ha vertido tanta soberbia y despropósito es sus juicios hacia el prójimo, se ha hecho tan antipático con ellos y cicatero con su concepción del oficio, que no te queda otra que fruncir el ceño cuando recuerdas tu pasión de juventud, otras de tantas que poner a buen recaudo.

© Txema Arinas. Septiembre 2024

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