Al monje benedictino, Pedro Ponce de León, se le ha considerado tradicionalmente la primera persona en enseñar a leer a los sordos. Esto fue en el s. XVI pero es una verdad a medias, fraguada desde el interés de los propios monjes benedictinos para enaltecer sus labores. Así pues, este artículo debería haberse subtitulado: «Pedro Ponce de León o la manera de hacerse famoso por medios publicitarios renacentistas».
La «mitología» que ha rodeado siempre a Pedro Ponce es de un gran atractivo y nos llega hasta nuestros días porque tiene que ver con una minoría social que aún necesita ser tratada como al resto de los ciudadanos y no lo consigue: la comunidad sorda y por derivación todos aquellos que por algún motivo físico o sensorial tenga impedimentos para poder oír y hablar.
Si en nuestro siglo XXI la enseñanza, estímulo y aprendizaje de las personas con discapacidad no es lo extenso que quisiéramos, en el s. XVI se observó el interés por la minoría sorda como algo novedoso pero impulsado fundamentalmente por el sistema jurídico que imposibilitaba heredar a una persona que no pudiera oír. Así pues, la iniciativa de Pedro Ponce de León y otros que como él enseñaban a personas con dificultades auditivas, no fue a causa de un interés humano, pedagógico o altruista sino porque así lo solicitaban algunas familias adineradas que veían fracasadas sus expectativas futuras, con herencias que sus hijos no podrían recibir.
En el parque de El Retiro de Madrid se erigió una estatua a Pedro Ponce de León y a su continuador Juan Pablo Bonet, considerándolo la primera persona que enseñó a hablar a «los mudos», lo que ahora sabemos que no es cierto por varios ensayos que dan luz a la vida de este monje benedictino tan peculiar y la sociedad en la que le tocó vivir.
Pedro Ponce de León no me era extraño porque algunos colegios de educación especial han tomado su nombre, pero desconocía a qué era debido. Leyendo aquí y allá fui a dar con un libro revelador Fray Pedro Ponce de León, el mito mediático de Antonio Gascón Ricao y José Gabriel Storch de Gracia y Asensio, que desgrana concienzudamente al monje benedictino separando la verdad del mito y acercándonos la verdad que por ahora conocemos.
Por todo ello creo que merece la pena saber quién fue ese hombre al que denominan el primero en enseñar a hablar a los sordos o el que consiguió «desmutizar» a los mudos.
¿Quién fue Pedro Ponce de León?
Poco se sabe de este hombre con certeza, salvo que tomó hábito en el Monasterio de Sahagún en 1526. Como era costumbre, los jóvenes ingresaban con dieciséis años por lo que echando la vista atrás cabe la posibilidad de que naciera entre 1510 o 1512. También existen dudas sobre el lugar de nacimiento: ¿León, Burgos, Valladolid? Posiblemente Sahagún, si atendemos a que allí realizó los votos. Llegado al Monasterio de Oña se empieza a fraguar su mito. Sería allí donde le encargarían curar a dos de los descendientes del VIII Condestable de Castilla, Íñigo Fernández de Velasco. Esto no era cosa banal. Además de condestable, don Íñigo era descendiente directo del Rey Fernando, El Católico. Ocurrió que don Íñigo tenía dos hijos, Pedro y Juan. Pedro, aun siendo el mayor, no tuvo descendencia por lo que el linaje pasaría a los descendientes de su segundo hijo, Juan, quien tuvo una larga sucesión en Íñigo, Francisco, Pedro, Bernardino, Juan, Juliana, Bernardina, Isabel e Inés. De todos ellos, al menos, dos muchachos y alguna de las hembras tuvieron problemas de sordera, aunque se desconoce en qué grado.
Lo normal, entre las familias pudientes, era tener un maestro o preceptor que estimulara y enseñara a los infantes en sus primeros años de vida. Si estos tenían problemas para comprender o comunicarse el preceptor debía desarrollar, como bien supiera o pudiera, la capacidad intelectual de su alumno.
Francisco y Pedro de Tovar, que eran los «mudos» descendientes del condestable, fueron entregados a Pedro Ponce de León para que en el Monasterio de Oña pudieran curarse de sus males. Los monjes benedictinos tenían fama de buenos curanderos y así se le conoce a Pedro Ponce que tiene el don de saber utilizar hierbas del huerto y usar los medios naturales para sanar.
Esta circunstancia habría caído en el olvido como tantas cosas que sucedieron en el Renacimiento español, propias de la vida cotidiana, de no haber aparecido un hombre que llegó al Monasterio de Oña en el tiempo en que Pedro Ponce curaba a los dos niños Tovar. El hombre en cuestión fue el jurista y licenciado Lasso que observó la forma en que Ponce de León cuidaba y enseñaba a los niños y decidió trasladarlo al papel, poniendo fecha a su tratado el día 8 de octubre de 1550.
Este documento, denominado El tratado de Tovar o Tratado legal sobre los mudos es el más antiguo conservado en España respecto a la educación de los sordos.
Se trata de un manuscrito de setenta hojas que en su momento no tuvo gran interés pero que al pasar de los siglos, allá por el XIX, Bartolomé José Gallardo, lo descubrió fortuitamente consultando documentos en la Biblioteca Nacional de Madrid.
El autor del texto, el licenciado Lasso, también tiene sus luces y sombras. Ejerció como corregidor en la villa de Pancorbo, cabeza de la Merindad de Bureba de Burgos. Posiblemente acudió al Monasterio de Oña para desarrollar alguno de sus asuntos y coincidió con los niños Tovar.
Escribir sobre ellos y dedicar su trabajo a la familia del Condestable de Castilla era evidente que le proporcionaría beneficios. Quizás escribió el tratado por eso o por simple curiosidad, pero lo cierto es que se esmeró en dejar testimonio de la forma de actuar de Pedro Ponce, dándole una publicidad que no habría conseguido por otros medios.
Es así como el benedictino salta a la fama del S. XVI, convirtiéndose en pedagogo y a veces hasta milagrero porque para aquellos hombres del Renacimiento diferenciar ambos es difícil, lo cual, incluso para nosotros, sigue sembrando dudas. Los mudos, es decir, los sordos…¿Eran sordos de nacimiento y tenían una sordera completa? ¿El sordo se «desmutizó» por arte de magia?
Está claro que nos falta información y que conocer los matices cambiarían nuestra percepción del mítico de Pedro Ponce.
El licenciado Lasso y los monjes benedictinos se encargaron de crear una imagen del milagrero que pasó a ser de pedagogo. Seguramente el mismo Pedro Ponce entendió que no pudiendo llegar a curarles por medios naturales solo le quedaba la opción de estimulación y trabajo pedagógico, por lo que empleó las técnicas convencionales de enseñanza de lectura y escritura del momento y también alguna novedosa, que es la que, en realidad le reivindica como pionero en esta área.
De su forma de trabajar nos deja constancia el referido tratado de Lasso y sobre él otros investigadores posteriores han intentado exprimir, leer entre líneas, e incluso descartar aquella cosas que en él se dice y que se invalidan por sí mismas.
¿Cómo se «desmutizaba» a un mudo en el s. XVI?
Los métodos de enseñanza tradicionales no han variado demasiado hasta bien entrado el s. XX. Todos recordamos eso de «la letra con sangre entra». Algo así debían usar en este siglo por mucho que fuera el siglo de la reivindicación del humanismo. A los infantes se les enseñaba a escribir y leer oyendo las sílabas. El oído era fundamental para ser un buen estudiante, así pues, si no era fácil enseñar a un niño con sus plenas facultades, enseñar a una persona sorda sería de lo más complicado. Como es lógico no todas las personas sordas serían iguales. Unas lo serían de nacimiento y con sordera completa, otras parcial y luego estarían las personas con problemas de lenguaje, como los «verdaderos mudos» pero que sí oían, o los tartamudos. Me pregunto ¿Qué harían con las personas con discapacidad intelectual leve, incapaces de seguir el ritmo de una clase? Si en la actualidad todavía se sigue debatiendo sobre la necesidad de una enseñanza pública especial individualizada y no se consigue, ¿Qué les esperaba a esos niños más lentos que el resto? Seguramente la incomprensión más completa.
En el caso de los sordos, la repetición era la clave. Hablarles y enseñarles imágenes. En el s. XVI se pensaba que a base de repetir una palabra, la propia imagen creaba una idea. De ahí que hasta bien entrado el s. XX (así nos lo decían los lingüistas en la Universidad), si una persona era incapaz de leer o escribir era también incapaz de «pensar».
En los monasterios tenían una manera peculiar de relacionarse los monjes que cumplían voto de silencio. Era un lenguaje gestual básico para pedir cosas de la vida cotidiana: agua, comida, descanso…Y se hacía con movimiento de los dedos de la mano.
Este lenguaje debió ser conocido no solo por Pedro Ponce, sino también por los propios niños Tovar que fueron sus primeros alumnos, ya que convivieron con él y el resto de residentes del monasterio. No se descarta del todo que este lenguaje gestual estuviera en la mente del monje benedictino cuando inició sus enseñanzas, aunque parece más probable que tuviera en cuenta otro tipo de lenguaje gestual usado entre los monje cantores y usado en los coros, la famosa «mano guidoniana».
Esta mano fue inventada por Guido d´Arezzo, para enseñar solfeo a los monjes que cantaban su gregoriano, allá por el s. X. Esta mano musical evitaba usar el caro papel de entonces, escribiendo signos o letras para recordar la canción en la propia mano. Bastaba mover los dedos y hacer gestos para que los monjes entendieran este lenguaje como si leyeran una partitura. Los benedictinos fueron expertos en este arte, por lo que Pedro Ponce lo debía conocer bien.
Sea como fuera, convertido ya en pedagogo, los niños Tovar aprendieron viendo una mano en la que Pedro Ponce anotó las letras del alfabeto. A base de repetirlas los niños terminaron por interiorizarlas, momento en que el profesor decidió borrarlas y hacer que estos las escribieran en un papel. Llegaba, entonces, otro periodo largo de repetición hasta que «milagrosamente» el niño, bien por cansancio o por descubrimiento, aprendía a escribir y a comunicarse.
Este procedimiento funcionó con, al menos, uno de los niños Tovar, que fue Pedro. Él mismo dijo que «arrancó a hablar con la ayuda de Dios» y debió ser verdad porque terminó siendo sacerdote, sabiendo leer y escribir, incluso se dice hasta en latín. En detrimento de esta aseveración hay que decir que es posible que Pedro no fuera mudo completo, sino tartamudo y que consiguiera dominar el arte del lenguaje con la estimulación de Ponce de León.
Uno de los logros de Pedro Ponce fue, sin duda, la asociación de símbolos a acciones, algo así como los pictogramas actuales usados para los niños con autismo. Una vez medio «desmutizado» el alumno y habiendo aprendido las palabras era lógico aprender a representar escenas, lo cual es de actividad encomiable en un hombre del s. XVI. Por muchos detractores que ahora le salgan hay que reconocer sus logros.
Pedro Ponce de León ¿Monje, milagrero o pedagogo?
Comenzaba este artículo hablando de la «campaña de publicidad» que habían realizado los monjes benedictinos y el propio jurista Lasso en relación a la actividad educadora de Pedro Ponce, lo que se ha confirmado como una buena herramienta. Se vendió su actividad educadora como algo novedoso y en realidad no lo fue. Antes que él hubo otros, pero es cierto que el Tratado del licenciado Lasso ejerció de tirón mediático tanto en su momento como en el devenir de los siglos, cuando fue descubierto en la Biblioteca Nacional. Dicen en el libro del cual ofrezco la visión de Pedro Ponce Fray Pedro Ponce de León, el mito mediático, que no fue, por tanto, el primero en enseñar a leer y a escribir a los sordos, ni siquiera el primero conocido pero sí el que innovó sobre sus métodos, lo que no es poco.
A raíz de su fama hubo quien quiso verlo hasta descendiente del conquistador de Puerto Rico y descubridor de La Florida, Juan Ponce de León, lo cual es improbable siguiendo el rastro de fechas y lugares. Ponce es un apellido común en la Tierra de Campos y de León, un añadido habitual entre la gente que nace o vive en algún territorio. Por lo tanto, Pedro Ponce (de León) no debió ser ni tan linajudo, ni tan humilde, ni tan altruista, como dijeron unos y otros, lo cual lo convierte a nuestros ojos, simplemente, en un monje que hizo lo que hizo.
En cualquier caso, conocer de su vida y actividad nos debe hacer reflexionar sobre la necesidad de implantar nuevos métodos para enseñar a quien no puede aprender de la manera tradicional. En este campo todavía les queda mucho que aprender a los que enseñan.
© Carolina Molina. Todos los derechos reservados.