Las tres despedidas de Juanito Vela – [Antonio Tejedor]

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No pude reaccionar. Quise mover los pies o que alguien me sacara el cuerpo de la barra de la cafetería y lo llevara al patio, a la clase, a cualquier sitio. Nadie se movió. Quedé como una estaca clavada en un charco, los ojos fijos en la figura que acababa de acodarse a medio palmo de mí. El miedo tiene esos inconvenientes, que paraliza. Berto, el cabrón.

¡Plash!, el golpe, seco, reventó la bolsa de gusanitos. Volaron por el aire como una bandada de mariposas amarillas. Algunas se posaron en la barra, otras en el suelo. Cuatro o cinco resbalaron sobre mi cara. Berto se agachó a coger las del suelo.

—La comida no se desperdicia, Juanito. Con la gente que hay por el mundo muriéndose de hambre…

Me metió un puñado en la boca y con los restantes refrotó mi cara. Varias veces. Hasta dejarla del color del azafrán y el olor del miedo. Luego sacudió las manos en un aplauso y salió al patio.

Desperté de la anestesia cuando el timbre anunció el regreso al aula. Hasta entonces, mi único movimiento había consistido en apoyar los brazos en la barra y, sobre ellos, el rostro, que nadie viera mis lagrimones ni mi acojonamiento. Cuando el bar quedó vacío, corrí hasta el servicio para lavarme la cara.

Desde mi llegada al instituto, dos meses atrás, Berto me saludaba con un escupitajo en el suelo. Tenía que limpiarlo, claro. A su lado, la cohorte de babosos reía la hazaña. Y seguían riéndose mientras yo acarreaba su mochila. Tres días más tarde, me comió el bocata. A la semana siguiente, me pidió dos euros.

El que Berto se divirtiera conmigo a base de collejas, zancadillas, préstamos no devueltos y otras gracias por el estilo sin que le plantara cara no hablaba muy bien de mí, lo sé. Su sola cercanía me convertía en piedra. De mi estatura, más o menos, pero con músculos de gimnasio y una mirada atravesada que te ataba el ánimo. Peleaba a menudo, con cualquiera. Incluso con chicos mayores que él.

—Dame otros dos euros para comprar una Coca Cola.

Seguí sin atreverme a un chivatazo. Ni siquiera cuando me arreó un pisotón en la uña del dedo tras volver del revés los bolsillos y demostrarle que no tenía dinero. Quedarme sin gusanitos era la única forma de que no me robara.

Por suerte, el asunto se solucionó antes de final de curso. En mayo, su padre se trasladó a Madrid y no le quedó más remedio que abandonarnos. ¡Qué pena! La despedida se llenó de palmadas en la espalda y una salva de aplausos en el instante de cruzar la puerta. Echaban humo, mis manos. En un gesto de valor —o de liberación, quizás— continué aplaudiendo a pesar de que Berto giró la cabeza, sorprendido por la efusión de la despedida. Al insulto que me dedicó respondí con más aplausos.

—Adiós, Berto.

En diez años no tuve noticia alguna de él. En cuanto acabé el colegio, la vida se entretuvo en llevar mi cuerpo de aventura en aventura por almacenes y fábricas varias hasta acabar en esta cafetería. No me quejo. El jefe se comporta y la tarea, salvo en momentos puntuales, se aguanta. Aunque el sueldo no dé para tirar cohetes.

—Ponme un café.

Lo puse sin mirar, un cliente más, y fui a atender a otro que alzaba la mano en el extremo de la barra.

—He pedido café, no achicoria, Juanito —oí a mi espalda.

Me giré en busca de aquella voz y el retintín del diminutivo. Imposible no reconocerla.

—Es igual, tíralo y ponme un vino —gruñó.

Escondía las manos en los bolsillos con aire de despreocupación. Pero le delataba la sonrisa. Chulesca. Barriobajera. Una mueca torcida. Se me hacía difícil creer que en el bravucón del instituto no hubiera cambiado ni la fachada.

Bebió un sorbo de vino y lo escupió sobre el mostrador en un gesto de repugnancia.

—¿De donde has sacado esta purriela, Juanito? ¿Me quieres envenenar? Ponme un vino decente, joder.

Las voces atrajeron la atención de toda la clientela. Por lo extraño de la protesta. Por la acritud. Por el nuevo nombre. En el bar siempre he sido Vela.

—Señor…

No continué porque Berto se dirigía hacia los servicios sin hacer caso a mis palabras. A su regreso, sobre el mostrador, le esperaba una copa grande, llamativa, donde se sirven los vinos de reserva. La botella de Rioja al lado, que la viera. Echó un buen trago, como si tuviera sed. Yo, frente a él, sin pestañear. Berto exhibió esa sonrisa entre desafiante y valentón, la que amenaza y precede al estampido.

Fue entonces cuando le mostré el frasco pequeño, de color oscuro y con el dibujo de una calavera cruzada sobre las tibias. Con la mirada indiqué el vaso de vino. Después, me relamí. En la lectura de mi sonrisa no había lugar para los equívocos.

Una bala no hubiera salido con tanta rapidez: portazo, zigzagueo entre los coches, ni una mirada atrás. Con la mano derecha se agarraba al estómago y la izquierda tapaba la boca en cada zancada hacia el centro de salud, dos manzanas más allá.

-Adiós, Berto.

¿Alguien dudaba de su regreso? Yo tampoco. Dejó un par de semanas a modo de paréntesis. Para que me confiara, supongo. Pero estaba preparado, una botella siempre a mano, bajo la barra. Llegó a mediodía, cuando la clientela casi vaciaba el bar hasta la hora del café. Todo estudiado. Cortés, educado, pidió una caña y una tapa de calamares. Por si faltaba algún detalle que no contribuyera a levantar sospechas, ese día yo era “camarero, por favor”, no Juanito. Retomó el nombrecito cuando nos quedamos solos.

—Ponme otra caña, Juanito.

Al dejarla sobre la barra me agarró la mano con fuerza. Quiso sonreír, pero le salió aquella mueca curvada por los pliegues rígidos de la cara.

—Nos ha salido bromista, el Juanito —dijo.

Golpeé con la puntera del zapato una botella y giré la cabeza hacia la puerta, por el ruido. El gesto tuvo la virtud de aliviar la presión sobre mi mano y aproveché para retirarla y echar el cuerpo hacia atrás.

—¿Quieres otra tapa de calamares? —disimulé.

Sacó la navaja como respuesta. Al lado del vaso de cerveza, la hoja brillaba entre sus dedos en un giro lento, de pose estudiada. La acompañaba un gesto de dientes apretados, de humillación por la burla. La mirada, sesgada, a imitación de un gángster años 30. Solo faltaba el sombrero de fieltro, un punto ladeado. Al otro lado de la barra, mi figura, aparentemente medrosa, las manos escondidas a su vista.

Con el pie derribó un taburete, que nada estorbara el avance hacia el interior del mostrador. El vaso y el plato se estrellaron contra el suelo mientras arrastraba el brazo sobre el aluminio de la barra y el giro de la navaja parecía buscar un trozo de carne blanda donde pintarse de rojo. Bajé la mirada al suelo, a los restos, en un nuevo ejercicio de despiste.

Ni se enteró cuando la botella aplastó su mano y la navaja salió volando como una explosión de gusanitos infantiles. Antes de que los huesos rotos lo retorcieran de dolor tenía su cabello en mi puño. Tiré con fuerza hasta clavarle la barbilla en la barra y dejarle los pies colgando. La botella rota quedó frente a su cara y vi cómo los ojos se le abrieron al espanto. Acerqué aún más los puñales de cristal hasta marcarlos en la piel: una gota de sangre se deslizó la mejilla abajo.

Puse cara de asco, más que de odio.

—Cuando veo gente como tú no puedo por menos de preguntarme para qué coños nos han dado la palabra. ¿Para qué, Berto, si solo entiendes este lenguaje? Dos veces te dije adiós y no te enteraste. Adiós es adiós. Significa déjame en paz, sigue tu camino, olvídame.

Callé un par de segundos y retorcí el gesto hasta mostrarle una fiereza que nunca hubiera imaginado en mí. Aumenté ligeramente la presión de la botella y acerqué mi cara a la suya. Las gotas de saliva salpicaban el hilo de sangre.

—¿Has entendido ahora? —grité.

El empujón lo lanzó contra una mesa. Salí de la barra, todavía con la botella en la mano: no hizo falta indicarle la puerta de salida. Antes de que la cerrara se lo repetí.

—Adiós, Berto.

© Antonio Tejedor

 

 

 

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