Lord Byron era un cabrón. Lo veía todos los días mirarme desde su sillón en el porche. Me seguía con sus ojos azules y ese porte gallardo y gris. Tenía un sillón rojo, como corresponde a la aristocracia y al mal. Un rojo oscuro con molduras de madera muy barrocas.
Cuando salía de casa lo escuchaba a él también salir de la suya. Éramos vecinos, por desgracia. Me miraba altivamente y levantaba la nariz entrecerrando los ojos. Estaba oliendo mi perfume, mi desodorante, mi jabón y mi carne. Andaba mirando de lado, nos mirábamos hasta que le perdía de vista, entonces saltaba de su sillón aristocrático y se acercaba a la cancela hasta que me perdía a la vuelta de la esquina. El señorito siempre hacía de las suyas. Tenía la fea costumbre de cagar y mear al lado de mi casa. Me sacaba de quicio.
Estaba en la ducha y escuché un ruido, me asomé por la ventana y allí estaba el cabrón, agachado haciendo sus necesidades justo al lado del muro que lindaba con mi casa. Empecé a odiarle día a día. Y cuando escuchaba la voz chillona llamándole mi instinto asesino despertaba: “Byron, Byron, querido!!! Ven a comer!”. Eso, ven a comer, ven…te daba cianuro.
Una mañana escuché un ruido sordo, otro, otro y otro. Salté de la cama, ese ruido era familiar. Disparos de una escopeta. Gritos desesperados, peleas, más gritos. A los diez minutos sirenas policiales. Lord Byron había sido asesinado. Cambió de váter a la tapia del vecino de abajo y ese no se andaba con chiquitas. Estaría de Lord Byron tan harto como yo. La noticia del periódico rezaba: “ Un vecino de la Urbanización Venta Llana, mató de cuatro disparos a un perro de raza Braco de Weimar. Se cree que lo hizo en venganza, ya que el perro orinaba y defecaba en el muro que lindaba con su propiedad”.
© Kika Sureda