Catalina de Médicis, hija de banqueros y hábil discípula de Maquiavelo, esta sobrina del papa Clemente VII casó con Enrique II de Francia. No tuvo más remedio que consentir los amores de su marido con Diana de Poitiers, pero años después se desquitó con estas afirmaciones: “Yo ponía buena cara a Madame de Valentinois. Era la voluntad del rey, aunque no le ocultaba que consentía en ello mal de mi grado, porque ninguna mujer que haya amado a su marido ha amado a su puta”. Una vez viuda, liberada ya de la querida de su marido, nunca se apartó del poder.
De duquesa a reina
La florentina Catalina de Médicis llegó a Francia el 12 de octubre de 1533 para convertirse en la esposa de Enrique, el duque de Orleans, segundo hijo del rey Francisco I. Catalina tenía catorce años. Tres años después de la boda sucedió un trágico acontecimiento que sin embargo favorecía a su marido: falleció el delfín y el duque de Orleans se convirtió en heredero del trono. Pero para Catalina aquella situación se convirtió en motivo de inquietud, no porque le faltara ambición o dotes sino porque temía ser repudiada y devuelta a Italia. La razón: estaba en desventaja frente a su marido por la diferencia de rango –Catalina carecía de sangre real–, su tío el papa había muerto y con él todas las promesas que había hecho a Francisco I, que había reconocido que la boda italiana había resultado un flaco negocio.
La culta e intrigante Catalina
Pero lo más acuciante era su “esterilidad”, Catalina de Médicis no había podido darle un hijo a Enrique, a pesar de que para engendrar se había sometido a las “torturas” que practicaban los médicos del siglo XVI. Si no quería regresar a Italia, Catalina debía ganarse la benevolencia de su familia política y de toda la corte, y en especial debía obtener el favor de su suegro, el todopoderoso Francisco I.
Catalina de Médicis carecía de belleza, pero era inteligente, culta y refinada. Poseía el don de la diplomacia y practicaba el arte del disimulo, no en vano había sido educada en las cortes florentina y pontificia. Al final consiguió entrar en el círculo íntimo del soberano, la petite bande, el selecto grupo de favoritos que le acompañaba a todas partes. Gracias a que Catalina puso en práctica los principios de Maquiavelo logró sobrevivir a la lucha entre dos célebres “queridas”, Diana de Poitiers y Ana de Heilly, la primera era la amante de su marido y la segunda de su suegro, Francisco I. Guerra que finalizó con la muerte del rey Francisco y la subida al trono de Enrique II, y de la que salió triunfante Madame de Valentinois.
La hermosa Diana de Poitiers, duquesa de Valentinois, era el amor platónico del rey desde que era un niño, aunque no se convirtió en su amante hasta que pasó de ser duque de Orleans a heredero del trono, al que subió como Enrique II.
Catalina de Médicis, para evitar el repudio, se convirtió en “espía” de Diana, por ello se justificó años después con la conocida frase: “Yo ponía buena cara a Madame de Valentinois…”.
Lo cierto es que las dos mujeres estaban del mismo lado, Catalina necesitaba a Diana y Diana a Catalina. La primera sabía que Diana la defendía ante el rey y nunca apoyaría el repudio, y la segunda prefería a Catalina como rival antes que a una posible nueva reina hermosa y fértil. Las dos eran para la otra el menor de los males.
Catalina dio a luz a su primer hijo en 1544, tras diez años de matrimonio. Tuvo diez hijos nada menos, de ellos tres varones que fueron reyes: Francisco II, Carlos IX y Enrique III; y un varón que no llegó a reinar: Francisco, duque de Alençon; y tres hijas: Isabel, esposa de Felipe II de España, Claudia, de Carlos III de Lorena, y Margarita, de Enrique de Navarra.
¿El triunfo de Venus?
Catalina de Médicis nunca dejó traslucir los celos que sentía de Diana de Poitiers, y como era inteligente sabía que no hay pasión amorosa que no finalice con el paso del tiempo, por muchos filtros y pócimas que se utilizaran. Con paciencia, y diecinueve años menos que Madame de Valentinois, esperaba el fin del reinado de su rival en el corazón de Enrique II, pero un trágico e inesperado suceso lo cambió todo.
Sucedió durante los festejos de las bodas de su hija Isabel con Felipe II para sellar el nuevo tratado de paz entre Francia y España. Se celebró un torneo durante el cual el rey Enrique se batió con los colores de Diana de Poitiers, como había venido haciendo desde joven, pero en esta ocasión le costó la vida. Enrique II se enfrentó con el capitán de su guardia escocesa, Gabriel de Montgomery, con resultado nefasto pues una esquirla de la lanza de su oponente se le clavó en un ojo. Nada pudieron hacer por el rey, que murió al cabo de diez días entre atroces sufrimientos. Solo tenía cuarenta años.
A la duquesa de Valentinois no se le permitió verlo.
Antes del torneo Catalina de Médicis tuvo un sueño premonitorio de su fatal desenlace, y como era supersticiosa y creía en astrólogos y magos, le suplicó infructuosamente a su marido que desistiera de participar. Razones no le faltaban. Siete años antes, el obispo y astrólogo italiano Luca Gaurico había aconsejado a Enrique II que evitase los combates. Más aún, en el año 1555 el conocido astrólogo Nostradamus, a quien la reina Catalina consultaba con frecuencia, había publicado en Lyon las Centurias, en una de cuyas cuartetas decía:
“El joven león derrotará al viejo,
sobre el campo de batalla en singular combate,
en la jaula de oro le traspasará los ojos:
dos clases una, luego morir, muerte cruel”.
Se ha hablado mucho acerca de la venganza de Catalina de Médicis sobre Diana de Poitiers, pero contrariamente a lo que se ha dicho, la muerte del soberano no le acarreó la desgracia, ni el espolio de sus bienes, ni el exilio a la amante de Enrique II. Madame de Valentinois no era ninguna advenediza que quedara en una débil posición tras la muerte del soberano, todo lo contrario, pertenecía a la más alta nobleza y estaba bien relacionada con el poder. Por otro lado, Catalina de Médicis, como buena discípula de Maquiavelo, sabía que la venganza era un gasto de energía inútil, y ella tenía que centrarse en proteger a sus hijos. Así que a la favorita de su difunto marido solo le pidió la restitución de las joyas de la corona que lucía la duquesa de Valentinois y el castillo de Chenonceaux que le había entregado el rey. No se quedó en la calle la «querida-viuda». Catalina le entregó a cambio el castillo de Chaumont.
Para saber más: Benedetta Craveri, Amantes y reinas: El poder de las mujeres, Madrid, Siruela, 2006.
Imágenes
A partir del retrato de Catalina de Médicis, ca. 1547-1559, en la Galleria degli Uffizi, Florencia.
A partir del grabado facsímil de un dibujo a lápiz del siglo XVI, incluido en el libro Retratos de los más famosos personajes franceses del siglo XVI, P. G. Niel, 1848, París.
A partir del retrato de Giovanni Capassini a Diana de Poitiers como Alegoría de la Paz, ca. 1568-1570, Museo Granet de Aix-En-Provence.
A partir del grabado de Franz Hogenberg, Torneo durante el cual Enrique II fue herido por el conde de Montgomery y muerto diez días después, 30 de junio de 1559, ca. 1559, Biblioteca Nacional, París.
© Ana Morilla. Marzo 2024