…y sentada en el coche, fumando sin parar y mirando como la ciudad dormía, encendió la pequeña grabadora:
«Él ha sido el único al que no he podido matar. Lo intenté, pero fue imposible. Me amarraba a su piel y me rasgaba el alma. Siempre me decía a mí misma que esa sería la última noche. Después me dejaba hojear sus libros, mirar en su biblioteca, compartir un cigarro después del sexo. Me preparaba el desayuno, me daba la mano, agarraba mi cintura. Nunca me preguntó por mi pasado.
No soporto mi existencia miserable. ¿Y si quiere formar una familia conmigo? ¿Qué les voy a contar a mis hijos? Solo tengo anécdotas de sexo, sangre y violencia.
Me siento un ser despreciable. El amor que me ha demostrado ha servido para darme cuenta del mundo en el que he vivido. Siento asco, repulsión por mi existencia. No soportaré otra noche más pegada a su espalda sintiendo su respiración mientras me asaltan imágenes de mi pasado.»
Cargó a Vainilla y sacó del bolso el tarro con las cápsulas ovaladas (cianuro de potasio) …
«¿Dime a cuántos has matado? Ya ni lo recuerdas, han sido tantos…A quién más me dolió fue a aquellos niños de la granja. Después de perder el bebé que esperaba me ha corroído esa imagen. No sé cómo pude. Todavía veo sus caras inocentes implorando compasión, estaban muertos de miedo. Y yo creía que les hacía un favor. No soy digna Padre de vivir. No he dejado Mandamiento en pie. ¿Podrás perdonarme, Padre? Me queda cometer el último crimen, tal vez le esté haciendo el mayor favor a la humanidad… Mientras lo apedreaban, Esteban oraba así: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Luego cayó de rodillas y gritó con voz fuerte: Señor, no les tengas en cuenta este pecado. Y dicho esto, murió. ¿Has visto que buena discípula has tenido, Padre?…»
© Kika Sureda. Noviembre 2023. Todos los derechos reservados.