Cuando se habla de museos dedicados al arte contemporáneo, el imaginario colectivo suele desplazarse con rapidez hacia nombres como el MoMA de Nueva York o el Centre Pompidou de París. Sin embargo, pocos saben que Europa acogió su primer museo especializado en arte moderno y contemporáneo mucho antes de que estos referentes existieran, y lo hizo en Madrid. Hablamos del Museo de Arte Moderno, fundado en 1894, una institución pionera no solo en España, sino en todo el continente.
En plena Restauración borbónica, con la ciudad de Madrid inmersa en procesos de modernización urbana, el Estado decidió crear un espacio específico para albergar y dar visibilidad al arte de su tiempo. Hasta entonces, los museos nacionales, como el Prado, estaban dedicados casi exclusivamente a las escuelas clásicas, con un enfoque historicista que dejaba escaso margen para las expresiones artísticas contemporáneas. El nuevo museo vino a cubrir ese vacío: su misión era reunir, conservar y exhibir obras de artistas vivos o recientemente fallecidos, una apuesta sorprendentemente audaz para la época.
El Museo de Arte Moderno fue concebido como un organismo independiente, aunque vinculado a la Administración central, y desde sus inicios recogió la producción de artistas españoles del siglo XIX, incluyendo nombres como Mariano Fortuny, Joaquín Sorolla, Aureliano de Beruete o Ignacio Zuloaga. No se trataba solo de una galería de pintura, sino de un museo que aspiraba a ser testigo activo de la evolución del arte nacional, incluyendo escultura, dibujo y, más adelante, incluso artes decorativas.
Instalado en el Palacio de Bibliotecas y Museos, junto al actual Museo Arqueológico Nacional, el museo se mantuvo en funcionamiento durante más de siete décadas. En 1971 fue finalmente desmantelado como institución independiente, y sus fondos fueron repartidos entre el Museo del Prado y el recién creado Museo Español de Arte Contemporáneo (MEAC), germen del actual Museo Reina Sofía.
La historia del Museo de Arte Moderno de Madrid es, en cierto modo, la historia de un país que trataba de encontrar su lugar en las vanguardias europeas sin renunciar a su identidad artística. Fue también un ejemplo de política cultural anticipada, en un contexto donde el concepto de “arte contemporáneo” apenas comenzaba a definirse. Así, mientras ciudades como Nueva York o París tardarían aún décadas en institucionalizar lo moderno, España ya había dado ese paso —aunque sin el reconocimiento internacional que tendría después.
Recordar esta iniciativa pionera no solo es un ejercicio de justicia histórica, sino una manera de subrayar el papel que jugó la cultura española en los albores de la modernidad artística europea. Un museo que, con más visión que medios, abrió la puerta a una nueva forma de mirar el arte: como reflejo del presente.
REDACCIÓN



