Un crimen entre reflejos: verdad y apariencia en La reina sin espejo
En La reina sin espejo (2005), quinta entrega de la ya consolidada serie protagonizada por el sargento Rubén Bevilacqua y la cabo Virginia Chamorro, Lorenzo Silva nos adentra, con la precisión de un relojero y el pulso firme de un narrador maduro, en una investigación criminal que es, al mismo tiempo, una exploración del alma. Con esta novela, Silva no solo confirma su lugar como uno de los grandes referentes de la novela negra contemporánea en España, sino que también demuestra que el género es capaz de ofrecer mucho más que una trama bien construida: puede ser un espejo —o su reverso— de nuestras contradicciones más profundas.
La novela arranca con el hallazgo del cadáver de una célebre presentadora de televisión, asesinada de forma brutal en su casa de campo en las afueras de Zaragoza. La escena del crimen parece salida del manual clásico de la novela negra: lujo, drogas, sexo, una mujer bella y conocida, y una primera apariencia de crimen pasional. Pero Lorenzo Silva, fiel a su estilo y a sus personajes, no se conforma con resolver un «caso». La muerte de la presentadora es solo la superficie de una historia que va abriéndose paso, capa a capa, hacia zonas más turbias, más personales, más ambiguas. Desde el primer momento, el autor juega con el lector utilizando el motivo literario del espejo —que ya aparece en el título y que funciona como clave simbólica a lo largo de toda la obra— para advertirnos de que la verdad no es nunca lo que parece, y que a menudo las imágenes que observamos son solo reflejos distorsionados de algo más hondo, más difícil de aprehender. La propia víctima, esa «reina sin espejo», encarna esta idea: famosa por su imagen, pero incapaz de reconocerse a sí misma, perdida en una red de relaciones ambiguas, adicciones encubiertas y secretos del pasado.
Si algo distingue la serie de Lorenzo Silva es la profundidad con la que ha construido a sus protagonistas. Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro no son meros agentes al servicio de la resolución del crimen: son personajes complejos, verosímiles, con vidas internas ricas y en evolución constante. En esta quinta entrega, esa madurez se consolida. Bevilacqua, cada vez más escéptico, más introspectivo, se enfrenta aquí a un caso que le interpela personalmente. No solo porque la víctima le resulta familiar por el simple hecho de haber sido un rostro omnipresente en los medios, sino porque el ambiente del crimen —donde se cruzan la vanidad, el deseo, el poder simbólico de la fama— le remite a sus propias dudas sobre el mundo que le rodea y, especialmente, sobre sí mismo. A lo largo de la investigación, el sargento se ve obligado a enfrentarse a un pasado amoroso mal cerrado, y a ciertos prejuicios que, aunque pretenda no tener, afloran en el transcurso del caso. Por su parte, Chamorro se va consolidando como una figura indispensable en la serie. Su carácter reservado, su inteligencia serena y su capacidad para detectar lo esencial en medio del ruido la convierten en la pieza de equilibrio perfecta frente al verbo afilado y el temperamento cínico de su superior. En La reina sin espejo, su papel es más activo que en entregas anteriores, y empieza a dibujarse con mayor claridad una personalidad que va más allá del rol de escudera leal. Es Chamorro, en más de un momento, quien actúa como conciencia crítica de Bevilacqua, y quien ofrece al lector un punto de vista alternativo, más austero pero no menos penetrante.
Como en toda buena novela negra contemporánea, el interés de La reina sin espejo no reside únicamente en descubrir al asesino, sino en el proceso mismo de indagación, en lo que se revela sobre el contexto social, sobre los personajes, sobre la época en que viven. Silva construye una trama precisa, con giros bien dosificados, pero no busca el efectismo ni el golpe de efecto final. La intriga se despliega como un instrumento para interrogar al lector, para confrontarlo con temas que siguen siendo incómodos: la violencia simbólica contra las mujeres, la fragilidad de las apariencias, el espejismo del éxito, la instrumentalización de los cuerpos, el vacío emocional que muchas veces se oculta tras las vidas aparentemente exitosas. La presencia de un escritor de culto —el marido de la víctima, catalán, solitario, algo huraño— introduce otra dimensión interesante: la del choque entre el mundo mediático y el mundo literario, entre la banalidad de los focos y la densidad del pensamiento. Este personaje, dibujado con notable contención por parte del autor, funciona también como espejo de Bevilacqua: ambos hombres inteligentes, desencantados, ligados de una forma u otra a mujeres cuya imagen social difiere profundamente de su intimidad. El escritor no es simplemente un sospechoso más, sino una figura que añade profundidad a la novela, convirtiendo el caso en una especie de duelo silencioso entre dos formas de enfrentarse al vacío.
La investigación lleva a los protagonistas a Barcelona, un desplazamiento que no es meramente geográfico. En la capital catalana, Bevilacqua y Chamorro deben enfrentarse a nuevas formas de autoridad (la colaboración con los Mossos d’Esquadra se presenta con la sutileza de una fricción latente), a códigos sociales diferentes, y también a sus propias emociones. La ciudad se presenta como un espacio ambiguo, moderno pero distante, lleno de trampas ocultas bajo su sofisticación. Silva evita los tópicos turísticos y ofrece una Barcelona nocturna, introspectiva, algo fría, que responde más a los estados de ánimo de los personajes que a una representación costumbrista. La cuestión de las identidades autonómicas, nunca abordada de forma explícita ni partidista, aparece aquí como telón de fondo inevitable. Bevilacqua, personaje de origen canario con raíces uruguayas, se mueve en ese territorio difuso donde el nacionalismo, la pertenencia, la extranjería interior y el centralismo español se insinúan, sin necesidad de convertirse en conflicto central. De este modo, la novela plantea, como en otros títulos de la serie, un debate implícito sobre la pluralidad del Estado, los roces entre cuerpos policiales y las tensiones identitarias que marcan la política y la cultura españolas.
El título de la novela no es gratuito. Silva toma prestado el imaginario de Lewis Carroll —el mundo al otro lado del espejo— para construir un relato donde todo parece tener una doble cara. La víctima, la investigación, los propios investigadores: nadie es del todo lo que parece. Hay una constante sensación de desplazamiento, de sospecha sobre la mirada, que se traduce incluso en el estilo narrativo, donde el narrador —Bevilacqua, en primera persona— no siempre resulta del todo fiable. Lo que no dice, lo que oculta o reinterpreta, es a menudo tan revelador como lo que describe con minuciosidad. Este uso del espejo como recurso simbólico permite a Silva plantear uno de los temas de fondo más poderosos de la novela: la dificultad de conocerse a uno mismo. En el mundo de los medios de comunicación, donde la imagen lo es todo, el espejo se convierte en juez y verdugo. Pero en la intimidad de los personajes, el verdadero espejo es la conciencia: ese lugar desde el que se observa, con escepticismo o vergüenza, el rastro de las propias decisiones. En este sentido, La reina sin espejo no es solo una novela criminal, sino también una reflexión existencial. Lo que Bevilacqua y Chamorro persiguen no es solo a un asesino, sino también un sentido en medio del caos, una verdad que no esté completamente contaminada por la mirada social.
Uno de los grandes méritos de Lorenzo Silva, y de esta novela en particular, es su manejo del lenguaje. La voz narrativa de Bevilacqua, irónica, culta, precisa, constituye uno de los atractivos mayores de la serie. No es una voz neutra, sino cargada de experiencia, de lecturas, de introspección. Silva ha conseguido crear un detective con una cultura sólida —capaz de citar a Corelli y Carroll con naturalidad— pero sin convertirlo en una caricatura intelectual. Su pensamiento es orgánico, a menudo contradictorio, humano. Sus reflexiones, que a veces se adentran en terrenos filosóficos, no interrumpen la acción, sino que la enriquecen. Los diálogos, por su parte, son otro de los puntos fuertes. Silva sabe dosificar la tensión, introducir el humor sutil, y utilizar la conversación como herramienta para caracterizar a los personajes y avanzar en la investigación. Las escenas de interrogatorio, las interacciones con colegas y los intercambios entre los protagonistas están siempre cargados de subtexto, y reflejan un dominio admirable de los matices del idioma.
La reina sin espejo es, sin duda, una de las entregas más logradas de la serie Bevilacqua y Chamorro. No solo por la complejidad del caso, ni por la solidez de la construcción narrativa, sino por la densidad emocional que logra imprimir a la historia. Silva demuestra aquí que la novela negra puede —y debe— ser algo más que un entretenimiento: puede ser un espacio desde el cual interrogar la sociedad, la identidad, el deseo, la culpa. Y sobre todo, puede ser un lugar donde el lector, al igual que los personajes, se vea obligado a mirarse en el espejo —o a confrontar su ausencia. La fuerza de esta novela reside en su equilibrio: entre el caso criminal y la introspección, entre la crítica social y la elegancia estilística, entre la precisión del relato y la ambigüedad de lo humano. En un panorama literario a menudo marcado por la urgencia y la superficialidad, obras como esta reafirman la vigencia del género negro como uno de los más fértiles laboratorios de pensamiento narrativo.
En definitiva, La reina sin espejo es una novela que, fiel a su título, nos invita a mirar más allá de la superficie. Y, como suele ocurrir en los buenos libros, lo que encontramos al otro lado es una imagen inquietante, fragmentada, pero profundamente reveladora de quienes somos —o creemos ser.
REDACCIÓN Equipo Punto y Seguido



