1.
Ahora respira hondo, suspira, mientras soporta el peso de una tonelada en cada párpado. Hubo palabras amables que se perdieron irremediablemente en un mundo ideal, remoto e imposible. Palabras cortantes como cuchillas sobrevolando su cabeza. También breves risas y temores infantiles que parecen un recuerdo prematuro, un heroico destello de esperanza sorteando su peligro de extinción. Ahora respira hondo calentando sus sábanas heladas: despertará en un sobresalto, se sobrepondrá a la parálisis, al agarrotamiento de la voluntad; hará el camino de vuelta como quien escapa milagrosamente del patíbulo.
2.
Pronuncio su nombre y es como tocar la felicidad, sentirla, definirla. Me despierto de madrugada y escucho su respiración, sueño despierto saboreando la vigilia; de repente empieza a moverse y se levanta, me hago el dormido, miro como puedo su cuerpo desnudo acercándose al perchero, cubriéndose con una bata ligera, caminando hacia el cuarto de baño. Como todavía es temprano sigo haciéndome el dormido a su regreso. Se repite la operación pero a la inversa. Sigo soñando despierto: recuerdo nuestra conversación telefónica de la mañana del viernes, ella en su oficina, yo en la mía, me veo a mí mismo carraspeando durante un buen rato para aclarar la voz, escucho el tono de la primera llamada, que dispara el chirrido del fax sin que ella conteste. Ahí me asomo a la ventana y me fumo un cigarrillo muy despacio, vuelvo a intentarlo, esta vez con éxito, ¿Celia?, pregunto, y espero.
Imposibilidad de dormir: el cuerpo de Celia es como una fotografía incrustada en mi cabeza. No quiero parecer pesado, excesivamente salido o cargante, no quiero molestar, así que me levanto sin hacer ruido controlando su respiración (ella duerme, o hace que duerme), ralentizando cada uno de mis movimientos. Enciendo el calentador, abro el grifo de la ducha. Empiezo a desear que se despierte. Mi propio rostro devastado y perplejo antes y después del agua tibia, como arrasado por un desastre natural. Su rostro con las pequeñas arrugas alrededor de los ojos, la sonrisa luminosa que no recuerdo, que ni siquiera conozco, y la forma obsesiva de su cuerpo bajo la colcha de cuadros. La conversación telefónica tomada como un triunfo inexplicable, algo que, si me parase a pensarlo, no tendría por qué reconfortarme tanto. ¿Cuántas veces hemos hablado antes por teléfono? Su voz es un susurro amable, luz vertida, derramada, disparada a bocajarro en mi penumbra laboral. La mía tiene un brillo metálico, es limpia y clara después de tanto carraspeo introductorio: no tengo nada que decirte, llamo por llamar, por saber de ti, por recordar el sonido de tu voz. Qué simpático, dice ella. Pero la llamada tiene el efecto práctico de programar la mañana del sábado, de preparar una visita a casa de su hermana, donde vivía antes de hacerlo conmigo, para recoger las pertenencias que aún le quedan allí. ¿No te importa?, me pregunta. No vamos a tardar nada. Cojo mis cosas y ya está, luego hacemos lo que prefieras, podemos tomar algo en cualquier parte si tú quieres. Respondo que me parece perfecto y que tenemos que irlo dejando, que pueden echárseme encima en cualquier momento. Sí, a mí me pasa parecido. No trabajes demasiado, añade con recochineo. Igualmente, me despido yo. Besos telefónicos. Se me ocurre que el sábado no hará falta cocinar: comeremos con las tapas de los bares.
Normalmente mi sueño es, más que pesado, indestructible, pero esta noche apenas he dormido. Mis ojos rojos lo demuestran. Mi cerebro es un hervidero de imágenes, de pequeñas descargas a modo de pellizcos retrospectivos. Celia camina por un pasillo días después de cumplir los veinte años con esa mezcla tan suya de altivez e indiferencia, que en el fondo no es altivez ni indiferencia sino simplemente concentración en sus asuntos. Puede que yo la observe por detrás, o puede que le haya reservado un sitio en el aula donde está a punto de meterse, una clase de antropología de tres cuartos de hora que ocupo en tratar de distraerla con gilipolleces varias hasta que el profesor termina por llamarme la atención como si no estuviese en mi segunda facultad sino en el bachillerato o, lo que es peor, en octavo de básica, en séptimo o en sexto. Ella me lo reprocha en el autobús de vuelta a casa mirándome fijamente, moviendo la cabeza despacio fingiendo severidad. (Evito las imágenes desagradables: cuando no finge severidad, cuando me fulmina con su desprecio inapelable y a mí se me sube la sangre a la cabeza, evito la larga, infinita, agónica antesala del final.) Vuelvo a ver su pequeño bolso, la carpeta azul donde guarda los apuntes y las fotocopias de la obra de teatro. Vuelvo a ver sus labios rojos, su pelo negro recogido con fuerza, vuelvo a marearme con el balanceo hipnótico de sus pechos al aire (anoche) cuando camina en ropa interior por el dormitorio. Ahora duerme; duerme felizmente, a salvo de todos y de todo, a salvo incluso de mí mismo, que no tengo narices para despertarla; ahora duerme, espanta los recelos, formula el conjuro que debemos ver definitivo en este presente continuo, en esta ciencia ficción, en esta extraña realidad.
Hago una cafetera. Me siento a la mesa de la cocina con mi café humeante y enciendo un cigarrillo. Sigo recordando: cuando abre la carpeta distingo de un vistazo los apuntes, su bonita letra inclinada, de los diálogos fotocopiados: no paro, se lamenta; por qué se habrán juntado los exámenes con el jaleo del estreno. Celia es actriz. Yo escribo relatos y poemas. No paro, insiste, estoy agotada, y sé que me lo echa en cara, sé que doy esa imagen de tocarme las pelotas la mayor parte del tiempo, algo que no es necesariamente cierto, por lo demás. (Le doy vueltas a eso, y al azúcar moreno de mi café.) Yo también he estado trabajando, me justifico. Mi propia carpeta está llena de folios con la letra de las impresoras de la época, pasto del contenedor, del cubo de basura, ese mismo día o al cabo de los años, luego de una reaparición tan milagrosa como heroica como inútil. Mi memoria: pasto de las llamas de su perfil etéreo, de la nostalgia incendiaria, de la voluntad hecha ceniza. Nos perdemos en un autobús hacia el centro de Madrid. Se hace tarde, se echa el tiempo encima. Cómo puede dormir tanto esta mujer.
3.
Admitían la existencia de lagunas oceánicas que irían salvando despacio, sin ninguna prisa, porque preguntar por la vida ajena suponía responder sobre la propia, y si pocas ganas tenían de saber, menos ganas tenían de contar, cada uno por poderosísimas razones completamente distintas las de uno y las de otro.
—Antes no tenías esa cicatriz.
La cicatriz más visible eran nueve puntos borrosos debajo de la ceja izquierda.
—No.
Él se divertía, se maravillaba, intentaba hacerse a la idea.
—¿Cómo fue? Si se puede contar, claro.
—Me dí contra el taburete de un bar hace mucho tiempo.
—Y no lo llevaría alguien en la mano.
—Sí, puede ser. Pero no me acuerdo.
Realmente no se acordaba, aunque podía imaginarlo.
—Han sido muchas cosas y han sido muchos años, y mi memoria es frágil, como mi conciencia. Ya me acordaré.
—No es tan importante -dijo ella.
—Lo importante es que estoy vivo, y más o menos de una pieza, y todo para ti.
Se levantaron sonriendo, llevaron al fregadero las tazas de café.
—Sigues siendo muy gracioso, de viejo igual que de joven.
A él no se le ocurrió ninguna gracia para corroborar el comentario.
4.
Fotofija en movimiento: Celia se sienta a la mesa de un café mientras Julio conduce a su encuentro sin saberlo fumando un cigarrillo. Semanas después, en esa misma calle (Vía Carpetana), él se sienta en el capó del coche y ella le observa desde la ventana de un segundo piso, la fachada que fue blanca y ahora es sucia, gris, con el relieve de la suciedad sustituyendo a los balcones con geranios. En el interior de la vivienda otra mujer limpia obsesivamente una encimera de formica; habla, y sus palabras desprenden un rencor profundo que brota desde la boca de su estómago.
—Creo que por lo menos merezco una llamada. Una simple llamada de teléfono. No es tanto pedir, vamos digo yo.
Celia lleva diez minutos soportando los reproches de su hermana y piensa que ya ha soportado bastante. Vuelve a mirar a la calle, su hermana hace lo mismo. Julio pisotea una colilla, concienzudo.
—¿Es él? ¿Desde cuándo le conoces?
—Desde la facultad. El primer año.
—¿Tanto tiempo? ¿Y yo no me he enterado hasta ahora?
Celia empieza a perder la paciencia. No ha subido tabaco y necesita un cigarrillo. Busca en su mente pensamientos positivos. Por ejemplo: nunca más volverá a ese piso cochambroso.
—Llevaba sin verle más de treinta años. Y tú no tienes que enterarte de nada, vamos que yo sepa.
Para evitar que prenda la discusión, se dirige hacia las tres cajas y las cinco o seis bolsas de plástico que esperan en la entrada, junto a la puerta de la calle. La semejanza del aspecto de sus pertenencias con el aspecto de un cadáver abandonado (el suyo) le resulta deprimente. Se queda parada, no logra reaccionar.
—Sí, sí, tus cosas. Si no es por eso no vienes. Hija, parece mentira que seamos familia.
Reacciona: es demasiado peso para un solo viaje. Se le ocurre llamar a Julio para que eche una mano.
—No voy a poder yo sola. Las cajas de libros pesan.
—Pues dile que suba. A lo mejor quiere tomar un café.
Julio no ha dejado de vigilar la fachada del edificio en ningún momento. Asiente al gesto de Celia desde la ventana y se acerca al portal guiado por el chirrido estridente del portero automático.
Sube las escaleras con dificultad. Imagina el parecido entre las dos hermanas, y lo encuentra en el terreno minado de las miradas que le fulminan en el acto.
Saluda con dos besos al aire y rechaza educadamente el café que se le ofrece. Se nos hace tarde, dice Celia, y luego señala los bultos: esto es lo que nos tenemos que llevar.
—Esperad un poco. ¿Qué prisa tenéis?
—Hemos quedado, y ya es hora.
No han quedado con nadie pero sí que parece ser la hora de largarse.
—Ah, se me olvidaba. Ha llamado José Antonio. Dice que no le coges el teléfono, que si has cambiado de móvil, que quiere hablar contigo.
Entonces Julio comprende que ya no necesita ser amable y recupera su expresión habitual de lápida furiosa. Celia se revuelve y agarra más bolsas de las que puede llevar. Dos de ellas se le caen, se hace daño en una mano.
—No pasa nada porque le llames y hables con él. Sois personas adultas. Luego hacéis lo que os de la gana, que ahí no me quiero meter.
Al segundo intento se hace con las bolsas. Julio respira hondo y levanta todo lo demás. Baja las escaleras, se alegra y se preocupa por Celia y los insultos cortantes, definitivos que escucha proferir.
Se alejan Vía Carpetana arriba (o abajo) circulando despacio detrás de un diecisiete. Cuando llegan a la cafetería, Julio aparca en la puerta haciendo varias maniobras con las luces de emergencia. A esas horas empieza a haber bastante gente y no quedan mesas libres. Celia sabe que él siempre ha preferido la barra, aunque con los años agradezca apoyarse en un taburete, y hasta sentarse si es posible.
© Ángel Calvo Pose



