De la Biblioplaya de Valencia a las casetas de préstamo en la Costa Brava, pequeñas iniciativas que convierten la lectura en un compañero inseparable del mar y la arena.
En pleno verano, cuando las sombrillas tiñen de color la orilla y el murmullo del mar rivaliza con el bullicio de los chiringuitos, una silueta discreta se abre paso entre neveras, toallas y castillos de arena: un libro. No uno cualquiera, sino uno que se ha escapado de las estanterías de hormigón para convertirse en viajero, huésped temporal de una caseta de madera o de una carpa blanca que, bajo el sol, transforma la playa en una pequeña utopía portátil. Así funcionan las bibliotecas de playa, un fenómeno discreto, casi anecdótico, pero profundamente revelador de un anhelo: que la cultura pueda acompañarnos allá donde vamos, incluso al lugar más asociado al descanso y la evasión.
No hay nada nuevo en la idea de unir vacaciones y lectura. Desde que el turismo de masas popularizó la estampa del veraneante tumbado con un libro de bolsillo, la playa se ha convertido en uno de los destinos predilectos para leer sin prisa. Sin embargo, las bibliotecas de playa dan un paso más: acercan los libros a quienes no los trajeron en la maleta, democratizan la posibilidad de hojear unas páginas bajo la sombrilla y convierten la cultura en un servicio público más, tan esencial como la ducha de agua dulce o el puesto de socorrismo.
En España, la Biblioplaya de Valencia se ha convertido en un referente. Desde principios de los 90, cada verano se instala una carpa junto a la arena de la playa de la Malvarrosa. Allí, vecinos y turistas pueden tomar prestados libros y revistas, leer prensa diaria o sentarse a la sombra a disfrutar de un rato de lectura. Gestionada por la red municipal de bibliotecas, esta iniciativa se ha consolidado como un clásico del verano valenciano: familias que pasan el día en la playa, mayores que hacen parada para leer el periódico, adolescentes que hojean cómics entre chapuzón y chapuzón.
Su éxito radica en algo más que la mera oferta de libros. La Biblioplaya es un espacio de encuentro, de sosiego dentro del bullicio, un recordatorio de que la lectura no entiende de estaciones ni de horarios. Cada año se actualiza su catálogo con novedades y clásicos, adaptándose a los gustos de un público tan diverso como el propio arenal.
Más al norte, en la Costa Brava, proliferan pequeñas casetas de préstamo gestionadas por ayuntamientos o asociaciones locales. En Calella de Palafrugell, por ejemplo, se pueden encontrar casetas de madera, discretas pero perfectamente surtidas de novelas, cuentos infantiles y guías turísticas. La mecánica es sencilla: se deja el carné de identidad o un depósito simbólico y se disfruta del libro bajo el sol. Al caer la tarde, basta con devolverlo o renovarlo para el día siguiente.
Estas casetas suelen ir acompañadas de actividades paralelas: cuentacuentos para los más pequeños, clubes de lectura improvisados o talleres de escritura creativa. Así, la playa se convierte en un espacio de creación y de comunidad, más allá del baño y la siesta.
Aunque en España estas iniciativas se concentran sobre todo en la costa mediterránea, el concepto de biblioteca de playa tiene ecos en otros lugares del mundo. En Francia, por ejemplo, algunas playas de Normandía instalan cada verano carpas de préstamo gratuito. En Brasil, no es raro encontrar bibliotecas ambulantes que recorren la arena sobre bicicletas adaptadas. Y en Bulgaria, la famosa playa de Albena presume de una de las mayores biblioplayas de Europa del Este, con más de seis mil volúmenes a disposición de turistas de todas las nacionalidades.
Estos ejemplos demuestran que la fórmula funciona: la lectura, liberada de la solemnidad de la biblioteca tradicional, encuentra nuevos públicos cuando se acerca a sus espacios de ocio.
Las bibliotecas de playa no son solo una anécdota simpática. En un momento en que las estadísticas de lectura revelan una brecha persistente entre quienes leen habitualmente y quienes no lo hacen nunca, acercar los libros a espacios informales supone tender un puente. Muchos usuarios se topan con un libro por curiosidad, sin buscarlo. Y ese primer contacto puede desencadenar nuevos hábitos: continuar la lectura en casa, visitar la biblioteca del barrio, compartir recomendaciones.
Además, estas iniciativas tienen un componente de equidad. Para muchas familias, especialmente aquellas que veranean cerca de casa o que no disponen de recursos para grandes viajes, la biblioplaya es una forma gratuita de ocio cultural. Un gesto modesto, pero cargado de significado.
Mantener vivas estas bibliotecas estacionales no siempre es fácil. La climatología, el vandalismo ocasional o la falta de presupuesto ponen a prueba cada año su continuidad. Algunos ayuntamientos las ven como un gasto prescindible, mientras que para otros forman parte de una estrategia más amplia de dinamización cultural.
Quienes las defienden insisten en que su valor no se mide solo en préstamos, sino en la imagen de ciudad que proyectan: una ciudad que cuida la cultura, que la pone al alcance de todos y que no renuncia a ella ni siquiera con los pies llenos de arena.
Para muchos usuarios, las bibliotecas de playa son un descubrimiento feliz: ese momento en que el sonido de las olas se mezcla con el pasar de páginas, cuando la sombra improvisada se convierte en un pequeño refugio de palabras. Una utopía portátil, sí, pero posible. Un recordatorio de que la cultura no siempre necesita paredes ni techos para florecer, solo un lector dispuesto y un libro que aguarde paciente su turno bajo el sol.
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