No recordaría ninguna muestra de cariño, ningún gesto de complicidad, ni siquiera una simple sonrisa por parte de su padre en ningún momento de su infancia. Sí una presencia distante y despectiva cuando fue presencia —porque faltaba durante días enteros, incluso semanas, y, cuando no faltaba, aparecía solamente por la noche, vociferante y borracho, para enzarzarse en violentas disputas con su mujer.
Aurora le plantaba cara, contraatacaba con feroces insultos, golpes si tenía oportunidad aprovechando la falta de reflejos de su marido, aunque normalmente lo único que conseguía era enfurecerle del todo. Antonio escuchaba los gritos de su madre en su habitación, metido en la cama, con los ojos muy abiertos. Algo crecía, se formaba en su interior.
Una de las noches salió de su habitación desvelado por los gritos y recorrió el largo pasillo que le separaba del resto de la casa. En el comedor, encontró lo que esperaba: su padre azotando a su madre con la hebilla del cinturón. Manchas de sangre en la funda de ganchillo de uno de los sillones desvencijados. Golpes de los vecinos en el suelo y en el techo, en las paredes.
Ninguno de los dos le vio llegar. Agarró la hebilla, tiró del cinturón con todas sus fuerzas y desarmó a su padre con facilidad; su padre se volvió parpadeando furioso, incrédulo.
Él tampoco vio venir el puñetazo de su padre.
Algo siguió creciendo dentro de él, irreversible. Sentía cómo lo devoraba el fuego eterno de la rabia. Se quedó a solas con su madre, porque su agresor había salido de la casa dando un sonoro portazo. A partir de aquella noche comenzó a evitar a Gerardo: casi fue como quedarse a vivir en el desván.
Su rabia fue creciendo por momentos, como su tamaño. El viaje al pueblo resultó ser una especie de tregua que dieron por finiquitada cuando regresaron a Madrid. Se acostumbró a seguir a su padre por la noche, vigilando cómo deambulaba por los alrededores de la plaza de la Cebada en compañía de hombres y mujeres que él no había visto jamás.
Una madrugada se encontraron de cara en la Cava Baja. Al reconocerlo, Gerardo murmuró un insulto con su voz pastosa; Antonio contuvo como pudo la cólera que casi lo cegaba. Su padre se acercó a él sin dejar de insultarlo, tropezando, a punto de caerse. Entonces sacó el cincel de uno de los bolsillos de su abrigo y se lo clavó una y otra vez con todas sus fuerzas. Después se alejó calle de Toledo abajo con grandes zancadas casi como si volase, pletórico. Nunca había sentido nada igual.
—Ángel Calvo Pose



