Ojalá mi corazón fuese de piedra – Capítulo 8

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Jamás cedió a la tentación de buscar en sus padres algún motivo mínimamente sentimental relacionado con su persona para aquel primer, lejano y único viaje al pueblo: mostrarle sus orígenes, presentarle a la familia, algo así. Por el contrario, siempre pensó (pensaba ahora, mientras sujetaba su vaso y escudriñaba el semblante hosco de aquel anciano malhumorado, que roía huesos de pollo frente a él) que la idea fue refrescar las razones que les habían llevado a abandonar aquel lugar para olvidar definitivamente cualquier tentación futura de volver a establecerse allí.

Esa forma de comer con las manos que le repugna, obligándole a desviar la mirada. Esos rizos plateados que recuerda negros como el carbón: o no, puede que haya inventado ese recuerdo. Porque el pelo era muy corto aunque, eso sí, oscuro, el día en que su tío no se dignó a mirarle a la cara durante el intercambio de gestos enérgicos y frases entrecortadas que mantuvo con su madre. Aquello no le importó lo más mínimo, y tampoco le extrañó: a esas alturas tenía bastante claro que así estaban las cosas y no habría voluntad de nadie ni manera de cambiarlas.

Quiere decirle algo y no se atreve o no encuentra las palabras. Él sabe que se encontraba en la casa las tres veces que ha llevado a esa mujer y por supuesto la ha reconocido; por eso está nervioso como un animal enjaulado. Sus propios nervios se van crispando, no por el silencio, sino por el movimiento obsesivo de esos dedos grasientos que no puede dejar de mirar.

—No es asunto mío -dice finalmente, después de soltar un exagerado suspiro y de limpiarse las manos con una servilleta, al fin-. No es asunto mío, y no soy quien para decirte lo que tienes que hacer. Líbreme Dios.

Conoce lo suficiente al viejo como para saber que no es alguien que pierda el sueño por reparos de moral: su religión rinde culto a su exclusivo interés. Le inquieta verse salpicado por una situación imprevista, eso es todo. No le parece mala filosofía, no se lo reprocha. Y el conocimiento es mutuo: su tío no espera recibir explicaciones.

—En cuanto a ella… Es buena muchacha, y no la quiero mal. También es una mujer hecha y derecha. Ya tiene edad para saber dónde se mete. Pero…

Levanta la jarra de vino y llena los dos vasos. Bebe del suyo, buscando la inspiración y la elocuencia.

—Si quieres un consejo, ándate con cuidado. Su padre no es trigo limpio. La otra noche apareció por aquí, buscándote.

Vacía el vaso prácticamente de un trago y sigue hablando, definitivamente envalentonado por el vino.

—Lo último fue lo que le hizo al pobre Serafín. Cómo se pavoneaba, el muy cabrón. Alguien se fue de la lengua en la taberna y llegó a sus oídos que el muchacho había bajado de la montaña y se escondía en la casa de sus padres. Le faltó tiempo para ir con el cuento al cuartelillo. Lo sacaron de allí, le hicieron mil perrerías. ¿Cómo no iba a acabar delatando a sus compañeros? Los mataron y los dejaron un día entero en la plaza, a la vista de todo el mundo. Y a Serafín le fusilaron en Madrid.

Antonio vacía también su vaso y sirve más vino. Enciende otro cigarrillo, esperando la continuación del discurso.

—Anda mucho con el alcalde, otro malnacido de los que han ganado la guerra. Campan a sus anchas, hacen lo que quieren, la madre que me parió. Por eso te digo que tengas cuidado. Solo eso.

— Ángel Calvo Pose —

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Madrid 1969. Publicó su primer poema en 1993, un alegato en contra del servicio militar obligatorio para celebrar su condición de insumiso. A partir de entonces colaboró y publicó relatos y poemas en diversas revistas literarias. Estudió Filología inglesa y Psicología en la Universidad Complutense de Madrid. Residió en Madrid, La Habana y Alicante, se dedicó a escribir guiones cinematográficos. Actualmente reside en Galicia, en una aldea al norte de Lugo, con vistas (si no hay niebla) al Cantábrico.

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