Sebastiana observaba el folio inmaculado con desánimo. Las palabras revoloteaban en su mente como mariposas esquivas, incapaces de posarse sobre el papel. A su alrededor, el taller de escritura bullía con el frenético teclear de los demás participantes. Todos parecían tan seguros, tan llenos de ideas. Ella, en cambio, se sentía como una impostora en ese mundo de letras.
«Todo el mundo sabe escribir», se repetía, recordando la frase que leyó en un libro.
Pero, ¿era eso cierto? ¿Acaso escribir no era más que plasmar palabras en un papel? ¿No se trataba de algo más profundo, de una conexión con la propia alma, de una necesidad imperiosa de expresar lo que uno lleva dentro?
Sebastiana suspiró y tomó la pluma. La miró un instante, como implorándole ayuda. De pronto, una imagen cruzó por su mente: una niña pequeña, sentada en la terraza de su casa, escribiendo con un lápiz en un cuaderno. La niña sonreía, sus ojos brillaban con entusiasmo, como si la hoja en blanco fuera un lienzo infinito lleno de posibilidades.
La imagen de la niña actuó como un detonante. Sebastiana cerró los ojos y se transportó a ese momento de su infancia. Recordó la textura del lápiz desgastado en su mano, el aroma a jazmín del jardín que invadía la terraza, el crujido del papel al recibir la escritura. En ese instante, las palabras brotaron como un torrente, fluyendo con una facilidad inesperada.
La historia de la niña cobró vida en el papel, llena de aventuras y sueños, de alegrías y tristezas. Sebastiana escribía sobre sus travesuras por el vecindario, sobre sus primeros amores platónicos, sobre sus anhelos y frustraciones. No importaba si no era una escritora profesional, si sus palabras no eran perfectas. Lo importante era que estaba plasmando en el papel una parte de sí misma, de su mundo interior. Y eso era lo que realmente importaba, lo que la convertía en una verdadera escritora.
A medida que escribía, Sebastiana se daba cuenta de que la niña de la terraza y la mujer adulta que era ahora no eran tan diferentes. Ambas compartían la misma pasión por las historias, la misma necesidad de expresarse a través de las palabras. La niña fue la semilla que germinó en su interior, la que le inculcó el amor por la escritura.
Al terminar el relato, Sebastiana levantó la vista, con los ojos húmedos de emoción. Logró romper el bloqueo, vencer sus miedos y dejar que su voz interior se escuchara. En ese momento, comprendió que la escritura no solo era un oficio, sino también un viaje de autodescubrimiento, una forma de conectar con lo más profundo de su ser.
© Anika



