Primero la dejó helada. Unos segundos eternos sintiendo apenas la conciencia de hallarse en este mundo, el suelo bajo sus pies.
Luego le sorprendió su amabilidad. La suavidad y la contención de sus gestos, su impecable forma de hablar. Su manera de dar las gracias cuando ella le entregó la hogaza que había pedido.
No era, no podía ser el peligroso indeseable al que se refería su hermano masticando el odio heredado de su padre. O sí: porque ellos no le conocían como le conocía ella, no le habían visto respirar el aroma del pan aquella primera vez casi cerrando los ojos, casi sonriendo.
La segunda mañana la taberna estaba más concurrida. Pero casi todos los clientes desaparecieron cuando hizo acto de presencia. También entró Pedro, con otra hornada de panes y su buen humor habitual. “Buenos días, señor”, saludó; él respondió inclinando ligeramente la cabeza. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, Soledad contuvo la respiración.
A partir de entonces Antonio se acostumbró a visitar la tahona por las tardes. (Aún no sabía que se llamaba Antonio: aún no se habían presentado formalmente.) Dos, tres veces por semana. Cada vez que aparecía, por alguna razón que ya alcanzaba a intuir y prácticamente comprender, a Soledad le daba un vuelco el corazón.
Una tarde, a última hora, cuando ya era de noche, una noche estrellada y plácida, salió a dar un paseo sin rumbo fijo, como era su costumbre si el clima lo permitía. Entonces escuchó su voz pronunciando su nombre, “Soledad”, y volvió a sentir la emoción, el vuelco de su corazón. No supo qué decir, no supo cómo reaccionar. “Yo me llamo Antonio”, dijo él, “¿puedo acompañarte?”
Caminaron juntos bajo las estrellas. “Siempre eché de menos este cielo. Vine solamente una vez, hace mucho, con mis padres. Pero siempre supe que volvería. Y volví. No fue una entrada triunfal: llegué casi escondido en la carreta de un paisano, temiendo salir despedido a cada curva. Las entradas triunfales se las quedaron otros.”
Tiempo después Soledad se preguntaría por qué no se interesó entonces por sus padres, si eran del pueblo, por sus nombres. Tampoco le importó que alguien pudiera verlos juntos. Escuchaba todo lo que decía casi hipnotizada por la sonoridad de sus palabras.
—¿De dónde venías? Si puedo preguntarlo, perdona. Yo no he salido nunca de este pueblo, ni siquiera sé cómo es el mundo más allá de estas montañas.
—Claro que puedes preguntarlo, no te preocupes. Pasé los últimos años en Francia. Pero las cosas no fueron fáciles allí tampoco. Las cosas no son fáciles en ninguna parte, claro. Y estaba este cielo, estas estrellas. Tenía una buena razón para volver.
© Ángel Calvo Pose



