Entonces Tomé comprende que ha dejado demasiadas decisiones en manos de Faustino.
Cuenta con la complicidad del cabo de la Guardia Civil Segundo Romero y la manga ancha del alcalde. Pero Faustino conocía las rutas de la montaña y a todos los que malvivían en ella, los pastores, los arrieros. La idea de que el joven Maxi estuviera al tanto de los tratos de su padre y fuese capaz de tomar su testigo dura poco en su cabeza. Demasiado joven e inexperto, demasiado tierno, demasiado verde. Sabrá tener en cuenta las ansias de venganza provocadas por la dudosa seguridad de sus intuiciones y el arrojo innato producto de su ímpetu juvenil y su genética, llegado el momento.
Hace memoria hasta recordar que Faustino le habló una vez de un resinero que conocía la sierra como él, incluso mejor; cree recordar también, o inventa, la imagen de un tipo huidizo retirando del tronco de un pino un pote de resina. De momento prefiere no descartar que Maxi conozca la identidad del resinero. Prefiere no descartar tampoco la posibilidad de que Faustino termine apareciendo, aunque no ha sido nunca amigo de fantasías delirantes.
Respira profundamente, llena sus pulmones con el aire helado de la sierra mientras camina.
Maldice entre dientes a todos los miembros de la familia Robles. Sobre todo, principal, únicamente a uno: la obsesión que no desaparecerá de su pensamiento hasta que no la corte de raíz de un tajo limpio, o sucio, no importa: el objeto de ese temor desconocido e irritante.
Se detiene delante de una puerta. La empuja muy despacio y comprueba que está abierta. Abre; atraviesa una estancia dominada por un mostrador de madera. Llega hasta otra puerta que tampoco está cerrada. La abre sin hacer ruido: un individuo grande, gordo y sudoroso introduce en un horno de bóveda hogazas de pan crudas con una gran pala de madera.
Ángel Calvo Pose



