Recuerdo un mes de febrero, hace ya muchos años, observar a las cigüeñas anidando en lo más alto del campanario de la iglesia del pueblo donde vivía por entonces. Me resultaba fascinante observarlas, y me sentía alguien diminuta ante aquellos pájaros tan majestuosos, de plumaje blanco y negro, y cómo elegían un sitio tan particular y no otro. Por eso, cada año, por esas fechas, ansiaba la llegada de las cigüeñas al campanario para mirarlas pasmada. Anhelo su regreso, anhelo la presencia de aquellas aves tan impresionantes, tan inofensivas, cada año emigraban de un lado a otro, se las consideraban migratorias. ¿Volverán algún día?
Recuerdo que una vez, alguien me preguntó si los pájaros que viajan a lo largo de la misma ruta cada año, se sienten nostálgicos por los lugares que visitan. La pregunta resonó en mi mente, no porque tuviera la certeza de que los pájaros experimentan la nostalgia de la misma manera que los humanos, sino porque me hizo reflexionar sobre el propio concepto de nostalgia y el significado que le damos a los lugares.
A lo largo de nuestras vidas, todos tenemos nuestras rutas migratorias, destinos a los que volvemos una y otra vez, ya sea físicamente o en nuestros recuerdos. Esos lugares, cargados de memorias y emociones, se convierten en hitos en nuestra existencia, puntos de referencia en el vasto mapa de nuestra vida.
Pienso en cómo los pájaros, con sus pequeños corazones latiendo al ritmo de las estaciones, deben sentir de alguna manera la familiaridad de los árboles que reconocen, los ríos que cruzan, y los cielos que los cobijan. Tal vez no es nostalgia lo que sienten, pero sí una forma de reconocimiento, una conexión con el ciclo perpetuo de la naturaleza.
Nosotros, al igual que ellos, volvemos a ciertos momentos y lugares buscando algo familiar, algo que nos haga sentir en casa, aunque solo sea por un instante. Y en ese acto de recordar, encontramos una pieza de nosotros mismos que quedó atrás, un eco de lo que fuimos y de lo que aún somos.
— ANA CACHINERO —