«No escribas para entender el mundo; escribe porque el mundo es demasiado vasto para esperar a entenderlo» —María Zambrano—
I
Cada vez que alguien se sienta frente a una hoja en blanco, una sombra silenciosa suele posarse en el borde de la mesa: la idea de que antes de trazar una palabra debería tener «algo digno» que decir. Que la espera, paciente o ansiosa, de una «idea perfecta» es requisito previo para empezar a escribir. Como si las palabras fuesen únicamente consecuencia de una iluminación, y no también la sustancia con la que se exploran, se tantean y se construyen los propios caminos.
Esperar la idea perfecta es, en muchos casos, una forma elegante de no escribir.
No es que la idea no importe. No es que cualquier palabra sirva. Pero la paradoja es que la escritura, precisamente, es una de las maneras más humanas de buscar la idea. Una idea incipiente, informe, que se va depurando al ritmo de la pluma o del teclado. Y que tal vez no se revele nítida al primer intento, sino al cuarto, o al décimo, o jamás de forma definitiva.
Aceptar este movimiento es una manera de empezar a escribir sin rendir pleitesía al fantasma de la perfección.
II
Hay en la escritura un componente de fe callada. No de fe ciega, sino de fe artesanal: la convicción de que el trabajo, la prueba, el error y la revisión son parte inseparable del acto creador. Tal como el carpintero mide, corta, ajusta y corrige, el escritor escribe, tacha, reescribe, y así, poco a poco, perfila algo que no existía antes.
Pensar que todo debe resolverse antes de la primera palabra equivale a olvidar que la escritura misma es un modo de pensar.
Hay libros que se han escrito desde una intuición borrosa, desde una imagen inconexa, desde un eco. Pensar que uno debe tener una sinfonía perfecta en la cabeza antes de escribir la primera nota es condenarse a un silencio inmerecido. Y sin embargo, ese temor a la imperfección es fácil de entender. Vivimos entre discursos que exaltan el genio instantáneo, la inspiración como relámpago. Poco se dice de los borradores torpes, de las versiones fallidas, de los días estériles. Poco se recuerda que incluso Cervantes, incluso Virginia Woolf, incluso Cortázar, escribieron mucho más de lo que publicaron, y que buena parte de su obra se fraguó en la duda, en la imperfección asumida.
III
¿Cómo se empieza, entonces, sin esa garantía ilusoria de la «idea perfecta»?
Se empieza por escribir.
Escribir desde lo que hay, aunque sea poco. Desde una sensación, una palabra, una imagen. Desde el ritmo de una frase que acude sin saber adónde lleva. Desde una pregunta, desde un recorte de memoria. El primer paso no es encontrar la idea definitiva. Es aprender a soportar el desconcierto inicial, la torpeza de las primeras líneas, la sensación de que tal vez se esté caminando en la dirección equivocada. Empezar a escribir es aceptar la posibilidad del error como condición del hallazgo.
Quizás no haya escritura verdadera sin la disposición a perderse un poco.
Dejar que el texto respire. Que se desplace hacia zonas no previstas. Que la idea inicial, si la había, se vea discutida o ampliada. Que otras ideas acudan, otras imágenes se ofrezcan. Que el propio acto de escribir sea también una forma de escucha. El «empezar» no es un acto único. Es una actitud continua: estar dispuesto, cada vez, a dar un primer paso sin saber exactamente a dónde lleva.
IV
En la tradición oral de algunos pueblos, existe la figura del «relato caminante»: una narración que se va hilando mientras se avanza, que no tiene un guion previo cerrado, sino que se construye en la marcha, atento a los accidentes del camino, a las preguntas de los oyentes, a las señales del entorno. Así puede entenderse también la escritura: como un relato caminante. No como un edificio ya diseñado en la mente, sino como un sendero que se abre bajo los pies.
Empezar a escribir no es sellar una declaración de perfección. Es iniciar una tentativa.
En el mejor de los casos, es confiar en que escribirás mejor escribiendo. Que las primeras páginas —torpes, repetitivas, vacilantes— son necesarias. Son el humus del que brotará, acaso, un texto más fuerte, más verdadero. No existe «la idea perfecta». Existe, en todo caso, la escritura que se hace cargo de su propio devenir. Que no espera a tener todas las respuestas para formular sus preguntas.
V
Una hoja en blanco es una promesa, no una amenaza.
No hay que llenar la página de inmediato con ideas acabadas. Hay que poblarla poco a poco, como quien cultiva un jardín: plantar semillas, algunas al viento, algunas con cuidado, algunas a tientas.
La escritura es, entre otras cosas, una paciencia. Una confianza: que algo crecerá.
El impulso de escribir no necesita justificarse por la perfección de una idea. Basta el deseo de explorar, de entender, de crear. A veces, las mejores ideas no llegan en la vigilia orgullosa de la mente que planea, sino en el ejercicio humilde de las manos que escriben.
Por eso, para quien quiera escribir, la pregunta no es «¿es esta la idea perfecta?», sino «¿puedo, hoy, dejar que la escritura empiece a hablar?» Escribir sin la pretensión de la perfección: he aquí una de las formas más honestas de empezar.
VI
También puede ser útil recordar que las ideas cambian al ser escritas. Que a menudo no sabemos realmente qué pensamos hasta que tratamos de ponerlo en palabras. Que la escritura revela tanto como inventa. La ilusión de esperar la idea perfecta para comenzar supone que las ideas son estáticas, completas, inmóviles. La experiencia enseña lo contrario: son maleables, se afinan, se desplazan, se enriquecen o se desvanecen.
Dejar de esperar la perfección inicial es aceptar que la escritura es también un proceso de conocimiento.
VII
En un diario, en un cuento, en un ensayo, el impulso primero rara vez coincide exactamente con el resultado final. Y eso no es una derrota. Es la prueba de que el acto de escribir transforma la materia que toca. Quizás uno de los gestos más profundos de la escritura consista precisamente en confiar: que cada palabra escrita, aunque imperfecta, es un avance; que cada línea errónea es un indicio; que cada párrafo que no convence es una lección silenciosa.
No hay fracaso en el ensayo honesto. Hay camino.
VIII
Escribir sin esperar la idea perfecta no significa renunciar a la exigencia. Significa comprender que la exigencia debe aplicarse sobre lo escrito, no sobre lo que aún no existe. Que la severidad útil no es la que impide comenzar, sino la que ayuda a revisar, a corregir, a mejorar.
Primero escribir. Luego juzgar.
No al revés.
Dejarse escribir, también, es un arte.
IX
Quien se enfrenta al acto de escribir sin la pretensión de alcanzar inmediatamente la perfección está, en el fondo, haciendo un acto de fe en el movimiento mismo de la palabra. En la posibilidad de que el sentido se construya, no de que aparezca de golpe como una epifanía.
Escribir así es cultivar la confianza en que el oficio, la mirada, la intuición y el lenguaje irán trazando un mapa propio. Que cada línea tentativa, cada tacha, cada reformulación son parte del trabajo invisible que sostiene lo visible.
Que las grandes obras no se gestaron en una idea perfecta, sino en el riesgo, en la insistencia, en la pasión por seguir escribiendo incluso cuando la certeza estaba lejos.
X
¿Cómo empezar a escribir?
Confiando en que no es necesario esperar.
Confiando en que el propio acto de escribir es, en sí mismo, una forma de buscar, de entender y de crear.
Confiando en que, como dijo Juan Rulfo, «no hay más que tiempo para escribir y escribir hasta que algo se logre».
Escribir sin esperar la idea perfecta es, tal vez, el primer paso para llegar a ella.
Esperamos os sirva para aclarar dudas y, o temores.
Equipo de Redacción de H.S.