Anaquel de versos para un último viaje

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El abuelo Alberto tiene 81 años, un diagnóstico de Alzheimer avanzado y un deseo que su lengua de trapo se ve incapaz de traducir, pero la familia conoce: el pueblo, volver al pueblo donde nació. ¡Con el tiempo que ha tenido sin encontrar jamás el momento oportuno! En un principio pensaron que esa cantinela la repetía en modo arrepentimiento, más allá de que se hubiera visto expulsado por el fantasma del hambre y un futuro pintado de negro. De hecho, ni siquiera escribió una carta a sus padres para decir que había llegado a Argentina, que estaba vivo: una forma de cortar de raíz su pasado y todo cuanto quedaba en él.

El pueblo cayó en el olvido más absoluto hasta hace unos quince o veinte años, hasta el día que conoció a Pedro Rodríguez, otro emigrante castellano que le calentó la cabeza con los recuerdos, las raíces, la patria chica y demás zarandajas; que tal parecen cuando, como en el caso del abuelo, se reducen a tiempos muertos, lugares borrados. Sin embargo, algún resto debe quedar para que una simple tecla sea capaz de revivir los sentimientos, hacerlos presentes y dotarlos de una fuerza no imaginada.

Ahora, el problema, aparte de la enfermedad, es la distancia. Viven en Adrogué, una de las ciudades del Gran Buenos Aires. Aquí se casó, tuvo tres hijos y trabajó lo que no está escrito hasta levantar su negocio de telas. La buena ventura lo cuidó, si no con todo el esmero, sí con cierto cariño, como demostró en el par de quebrantos que sufrió: si el atraco a la tienda lo saldó con todos los huesos intactos, pero sin un chavo, con el incendio pudo arañar el valor de lo perdido y otro tanto más a las dos compañías de seguros. De hecho, alguno llegó a dudar de la causalidad del accidente. Después, de la tienda y de la venta al por menor no quiso tener más noticias y se decantó por un almacén y una red de distribución que en dos años lo situaron un escalón por encima de lo soñado. Un sueño que acentuó el olvido de un pasado y un lugar escasamente generosos con su juventud. Incluso decía la abuela que había llegado a odiarlo, que ni hablar quería de él. Se enfadaba cuando alguno hacía hincapié en saber cosas del pueblo, dónde estaba o cómo vivía la gente. Ni siquiera la cercanía de Adrogué a otra ciudad vecina llamada Las Lomas de Zamora pudo asentarle el recuerdo.

Uno es de donde lo aceptan, repetía con tozudez.

Vivió todo lo bien que le permitió el mucho trabajo, que los emigrantes llevan grabado a fuego eso del esfuerzo y todas las horas del día parecen pocas. Eso así, guardaba los domingos por la mañana para llevar a su nieto Jaime al campo del Huracán, un club de fútbol que contribuyó a sostener con sus dineros y del que llegó a ser Presidente. Nada extraño, que allá el fútbol, más que pasión, es religión, y no hay modo más cercano de ser y sentirse argentino que pateando la bola. Por eso lo llevaba al campo, a la cancha, que decía. Solo que el pelotón y el nieto nunca fueron de la mano, como si estuvieran enfadados el uno con el otro. Jaime pateaba como marcaba el míster, pero la muy traidora bola siempre salía torcida. Se la pasaban y le rebotaba en la espinilla o en el tobillo y acababa huyendo como perro apaleado. ¡Con lo que hubiera disfrutado el abuelo con otro Lucho Peñalva, por entonces capitán del equipo, y que estuvo a punto de fichar por Boca!

El abuelo Alberto aún trabajaba cuando empezó a olvidar lo que había comido, a no saber dónde había dejado las llaves del carro, a perderse por las calles que van al almacén. Pero el hecho que los sobresaltó de verdad, y que a la postre fue la confirmación definitiva de su enfermedad, vino con el cumpleaños de la abuela: 65 años solo se cumplen una vez y él apareció por casa con las manos en el bolsillo. Ni siquiera traía el socorrido ramo de flores comprado en el último puesto. A partir de ahí, la caída fue en picado, desapareció el ayer, la semana pasada, el almacén de telas. Todos los recuerdos volaron, excepto el sonsonete de la vuelta al pueblo.

Cercano a su vivienda tenía la consulta el Dr. Cecci, un psicólogo con escasa experiencia, pero cuya receta sonaba novedosa:

Salí de acá, carajo, llévenlo al pueblo.

Según él, un golpe de efecto, una impresión fuerte podría provocar una fractura, abrir una grieta en su pasado. De seguro, nada; pero la posibilidad estaba ahí.

Ernesto, su hijo, con quien vivía desde la muerte de la abuela, decidió el viaje sin esperar más razones. Dijo “ándate, Jaime, que para eso fuiste su nieto preferido”, y una semana más tarde los tres estaban en el avión. De vuelta a los años antes de los años, a la tierra que sostuvo sus primeros pasos, la que oyó sus primeras palabras y donde disfrutó los juegos de la infancia. Hay amores sagrados que ni el tiempo ni la distancia matan. Eso dicen.

Han llegado a Zamora, la capital de la provincia española donde se encuentra su pueblo y a la que el abuelo, en su juventud, había viajado más de una vez. Se hospedan en un hotel desde cuyas ventanas, al amanecer, ven cómo arden los cristales del barrio junto al rio y cómo el sol rasga el velo de la niebla para pintar las murallas en dorado. La panorámica deja al abuelo frío, como mañana de febrero. Después pasean por las calles de la ciudad, la catedral, el mirador del Troncoso, Balborraz, la muralla… nada. Ni siquiera el sabor del típico plato de callos le vuelca un recuerdo. Toman un taxi para acercarse al pueblo.

Ernesto se sienta al lado del conductor y baja el parasol para que, sin que el abuelo se sepa observado, pueda ver su cara en el espejo en busca de algún gesto que delate un sentimiento, un recuerdo. Cruzan el llano, los escasos árboles, los campos que comienzan a verdear. El abuelo mira a un lado y a otro, como si quisiera abarcar todo el campo a la vez; pero esa apariencia de curiosidad, esa sensación de que busca algo se queda en nada. Su cara es una página en blanco, ni una línea de emoción asoma a ella.

Mira este teso, papá.

Según el mapa se llama Monruelo, dice Jaime.

Luego le toca con el codo y se lo repite, casi gritando.

El Monruelo, abuelito. Vos andaste por acá, seguro.

No se inmuta. Tendría que hacerlo, que en los tiempos que él pateó esta tierra, todas las horas y todos los paisajes le pertenecían y este montículo era uno de ellos. Como algún otro que cierra el horizonte, gibas que le han nacido a la llanura para matar la monotonía.

Al llegar a las primeras casas, Ernesto manda parar el taxi. Hay un cartel con el nombre del pueblo: Fuentespreadas, dice. Ernesto lo lee en voz alta. Nada. Recorren al azar algunas calles, suben hasta las bodegas, señalan la iglesia, se detienen en la plaza, frente al ayuntamiento. El abuelo mira una casa de piedra que hay al fondo, la casa señorial de algún hacendado. ¿Le dice algo esta fachada? Da la impresión de que no. El jardín que hay en medio de la plaza, menos aún, que entonces no estaría. Poco importa que aquí hiciera su sacrificio, dejara su piel, su sudor, sus fiestas y un reguero de nostalgias. A pesar de la amenaza del hambre.

La mañana es fría y su yo sigue en invierno, al sur del sur donde ha vivido. Entran en el bar, piden unos cafés, se presentan.

El pueblo ya no es ni sombra de lo que fue, dice el camarero, un chico joven.

A punto de dar la media vuelta y el viaje por fracasado, entra un hombre mayor. A pasos lentos, con la ayuda del cayado. Una pose, porque, para sorpresa de todos, se yergue de golpe, cuelga la cachava del antebrazo y camina hasta la barra con cierta desenvoltura. Como si quisiera demostrar a la concurrencia que allí está él, que aún vale. Se le ve bien para su edad. Cualquiera diría que la música del tiempo no suena desentonada en su rostro. Nos mira, parpadea en un gesto de sorpresa y pide un tinto.

Haga memoria, señor Facundo. Lo mismo usted lo conoce, que será de su tiempo, le dice el camarero.

Ernesto le cuenta la historia del abuelo Alberto. Tiene la paciencia de dejarle hablar mientras asegura los propios recuerdos, aunque desde que el momento que oyó su nombre tuvo pocas dudas. Claro que lo conocía, a él y a sus padres, que murieron hace siglos. Alberto el “Cascales”, dice. Luego se coloca delante de él, cara a cara, y comienza a hablarle de Atilio, de Lolo el Viñato, de Pablo el Ratas, amigos suyos en los años mozos, de cuando trabajaban de reveceros o sirvientes durante el verano, los primeros bailes, aquí mismo, en esta plaza. Nada, impasible, una estatua.

Si quieren —le dice a Ernesto, de pronto— les acerco a la viña de La Naya. Era del padre de Rafael, amigo de su familia. Lo mismo se acuerda, pues vivían pared con pared. Él, igual que yo, y hasta Rafael, aunque era un poco más joven que nosotros, íbamos a robar uvas en las noches de verano. En algo teníamos que entretenernos, que no había muchas diversiones entonces. Lo mismo al verla…

¿Nos puede acercar el carro? –pregunta Jaime.

Sí, claro, los caminos están bien.

El taxista no pone pegas, montan todos y se dirigen a la viña nombrada. En la linde brillan cuatro almendros fieramente en flor y algo debe de removerse dentro del abuelo tras la primera mirada, que se le escapa algún gesto. Ni el hijo ni el nieto, sin embargo, alcanzan a interpretarlo a pesar de los esfuerzos del señor Facundo, que le recuerda sus aventuras como sucedidas ayer.

Algo es algo –dice Ernesto.

Al otro lado de ese teso —les indica una loma cercana— había un prado a donde traíamos a pastar las vacas. Lo que pasa es que lo roturaron hace años y ya no está igual, pero…

Vamos, abuelito –dice Jaime sin dejarlo acabar.

—Lo siento, yo ahí no puedo ir –contesta el señor Facundo-. Estas piernas ya no son lo que eran, pero vayan, vayan ustedes. Por este sendero se llega en diez minutos.

Ernesto lo mira con cierta sorpresa. ¿Dónde queda la valentía que mostró desde el primer momento, la cachava colgando de su brazo a modo de adorno y él caminando a su vera? Al señor Facundo no le queda más remedio que justificarse.

Nunca fue mi lugar preferido –dice un tanto azorado-. En el pueblo siempre han contado historias, que si había sido cementerio, que si casa de brujas… A mí estos sitios me dan cosa, no sé, mejor me quedo y hago compañía al taxista, si no les importa. A esa loma la llamamos El Montico.

Allí se quedan los dos, sentados bajo los almendros, mientras los argentinos encaminan sus pasos hacia la cima, en fila india. Quién sabe, piensa Ernesto, la esperanza es lo último que se pierde y ya que han cruzado el charco, este montico –el nombre le viene como de molde- no los va a acobardar. Suben despacio, con lentitud de bueyes. Se encuentran con piedras enormes entre la maleza y los arbustos de la pendiente, desperdigadas. Les resultan extrañas, pues están talladas a escuadra como si fueran restos de muros o dinteles de puertas o ventanas de alguna edificación antigua. Algo grande, un castillo o un monasterio tuvo que haber aquí.

Llegan, al fin. Es poner el abuelo un pie en la cumbre y una vibración lo sacude de improviso, un estremecimiento; un mínimo calambre que pone al hijo y al nieto en alerta. Jaime se detiene, coloca su mano en el brazo del abuelo y ya no necesita ver su cara para que se le vayan las dudas: están en el lugar. Un lugar que solo existe para él, niño navegante en el mar de barbechos, corsario de una llanura sin tesoros. Únicamente aquí, en este altar de magia, las emociones pueden tener la fuerza suficiente para crear la realidad, su realidad.

Un altar, una roca descompuesta y a medio caer que –se creía en el pueblo- siglos atrás había sido la parte superior de un dolmen. Desde esta altura, el paisaje se relaja entre campos ondulados, algún árbol que señala el arroyo y los antiguos prados y, a lo lejos, unas lomas que cierran el horizonte. El abuelo da unos pasos hacia la ladera y deja caer su sombra en ese espacio de tierra sobre la que descansa tiernamente la mirada. Jaime tiene que sujetarlo con fuerza para evitar su caída, que la sacudida, de nuevo y con mayor fuerza aún, convulsiona su cuerpo y lo desequilibra. La grieta que le abre el pasado, recuerda las palabras del doctor Cecci.

El silencio, entonces, cobra todo el sentido. Están situados sobre el aleph, en ese punto del espacio que contiene todos los puntos; al menos, todos los puntos del abuelo. Jaime lo mira y ve el momento exacto en que se descubre caminando por la noche, ve su miedo, su hambre, su fiesta; ve el segundo anterior a la explosión de todos los recuerdos en el estanque mágico de su cerebro y ve cómo se derraman por la mejilla abajo a bordo del barco de una lágrima.

PD.- Mi agradecimiento a los poetas Ramiro Gairín, Raquel Vazquez, Felipe Benitez Reyes, Basilio Sanchez, Aurora Luque, Raquel Lansera, Luis A. Cuenca, Lara Moreno, Eloy Sánchez y Rosa Barbel. A cada uno de ellos les he robado un verso.

Este relato encabeza mi último libro, Respira hondo, estás vivo.

© Antonio Tejedor García – Todos los derechos reservados.

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