La vida del Buscón – Capítulos III y IV

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Libro Primero: Capítulo III: De cómo fue a un pupilaje por criado de don Diego Coronel.

Determinó, pues, don Alonso de poner a su hijo en pupilaje, lo uno por apartarle de su regalo, y lo otro por ahorrar de cuidado. Supo que había en Segovia un licenciado Cabra que tenía por oficio el criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo y a mí para que le acompañase y sirviese.

Entramos, primero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.

A poder de éste, pues, vine, y en su poder estuve con don Diego, y la noche que llegamos nos señaló nuestro aposento y nos hizo una plática corta, que aun por no gastar tiempo no duró más. Díjonos lo que habíamos de hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos allá; comían los amos primero y servíamos los criados.

El refectorio era un aposento como medio celemín. Sentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo:

—¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. ¿Qué tiene esto de refectorio de Jerónimos para que se críen aquí?

Yo, con esto, me comencé a afligir, y más me susté cuando advertí que todos los que vivían en el pupilaje de antes estaban como leznas, con unas caras que parecía se afeitaban con diaquilón. Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo:

—Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.

Y, sacando la lengua, la paseaba por los bigotes, lamiéndoselos, con que dejaba la barba pavonada de caldo. Acabando de decirlo, echóse su escudilla a pechos, diciendo:

—Todo esto es salud, y otro tanto ingenio.

—¡Mal ingenio te acabe!, decía yo entre mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos que parecía que la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero a vueltas de la carne (apenas), y dijo el maestro en viéndole:

—¿Nabo hay? No hay perdiz para mí que se le iguale. Coman, que me huelgo de verlos comer.

Y tomando el cuchillo por el cuerno, picóle con la punta y asomándole a las narices, trayéndole en procesión por la portada de la cara, meciendo la cabeza dos veces, dijo:

—Conforta realmente, y son cordiales.

Que era grande adulador de las legumbres. Repartió a cada uno tan poco carnero que entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de participantes. Cabra los miraba y decía:

—Coman, que mozos son y me huelgo de ver sus buenas ganas.

¡Mire V. Md. qué aliño para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la mesa, y en el plato dos pellejos y unos huesos, y dijo el pupilero:

—Quede esto para los criados, que también han de comer; no lo queramos todo.

—¡Mal te haga Dios y lo que has comido, lacerado -decía yo-, que tal amenaza has hecho a mis tripas!

Echó la bendición, y dijo:

—Ea, demos lugar a la gentecilla que se repapile, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no les haga mal lo que han comido.

Entonces yo no pude tener la risa, abriendo toda la boca. Enojóse mucho y díjome que aprendiese modestia y tres o cuatro sentencias viejas y fuese.

Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negocio malparado y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboquéme de tres medrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra, diciendo:

—Coman como hermanos, pues Dios les da con qué. No riñan, que para todos hay.

Volvióse al sol y dejónos solos. Certifico a V. Md. que vi al uno de ellos, que se llamaba Jurre, vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla que le cupo la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no le acertaban a encaminar las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo hacían, y diéronme un vaso con agua, y no le hube bien llegado a la boca, cuando, como si fuera lavatorio de comunión, me le quitó el mozo espiritado que dije. Levantéme con grande dolor de mi alma, viendo que estaba en casa donde se brindaba a las tripas y no hacían la razón. Diome gana de descomer, aunque no había comido, digo, de proveerme, y pregunté por las necesarias a un antiguo, y díjome:

—Como no lo son en esta casa, no las hay. Para una vez que os proveeréis mientras aquí estuviéredes, dondequiera podréis; que aquí estoy dos meses ha y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como ahora vos, de lo que cené en mi casa la noche antes.

¿Cómo encareceré yo mi tristeza y pena? Fue tanta, que considerando lo poco que había de entrar en mi cuerpo, no osé, aunque tenía gana, echar nada de él. Entretuvímonos hasta la noche. Decíame don Diego que qué haría él para persuadir a las tripas que habían comido, porque no lo querían creer. Andaban vahídos en aquella casa como en otras ahítos.

Llegó la hora de cenar; pasóse la merienda en blanco, y la cena ya que no se pasó en blanco, se pasó en moreno: pasas y almendras y candil y dos bendiciones, porque se dijese que cenábamos con bendición. «Es cosa saludable (decía) cenar poco, para tener el estómago desocupado», y citaba una retahíla de médicos infernales. Decía alabanzas de la dieta y que se ahorraba un hombre de sueños pesados, sabiendo que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que comían. Cenaron y cenamos todos y no cenó ninguno.

Fuímonos a acostar y en toda la noche pudimos yo ni don Diego dormir, él trazando de quejarse a su padre y pedir que le sacase de allí y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque últimamente le dije:

—Señor, ¿sabéis de cierto si estamos vivos? Porque yo imagino que en la pendencia de las berceras nos mataron, y que somos ánimas que estamos en el Purgatorio. Y así, es por demás decir que nos saque vuestro padre, si alguno no nos reza en alguna cuenta de perdones y nos saca de penas con alguna misa en altar previlegiado.

Entre estas pláticas y un poco que dormimos, se llegó la hora de levantar. Dieron las seis y llamó Cabra a lición; fuimos y oímosla todos. Mandáronme leer el primer nominativo a los otros, y era de manera mi hambre que me desayuné con la mitad de las razones, comiéndomelas. Y todo esto creerá quien supiere lo que me contó el mozo de Cabra, diciendo que una Cuaresma topó muchos hombres, unos metiendo los pies, otros las manos y otros todo el cuerpo en el portal de su casa, y esto por muy gran rato, y mucha gente que venía a sólo aquello de fuera; y preguntando a uno un día que qué sería (porque Cabra se enojó de que se lo preguntase) respondió que los unos tenían sarna y los otros sabañones y que en metiéndolos en aquella casa morían de hambre, de manera que no comían desde allí adelante. Certificóme que era verdad, y yo, que conocí la casa, lo creo. Dígolo porque no parezca encarecimiento lo que dije. Y volviendo a la lición, diola y decorámosla. Y prosiguió siempre en aquel modo de vivir que he contado. Sólo añadió a la comida tocino en la olla, por no sé qué que le dijeron un día de hidalguía allá fuera. Y así, tenía una caja de hierro, toda agujerada como salvadera, abríala y metía un pedazo de tocino en ella que la llenase y tornábala a cerrar y metíala colgando de un cordel en la olla, para que la diese algún zumo por los agujeros y quedase para otro día el tocino. Parecióle después que en esto se gastaba mucho, y dio en sólo asomar el tocino a la olla. Dábase la olla por entendida del tocino y nosotros comíamos algunas sospechas de pernil. Pasábamoslo con estas cosas como se puede imaginar.

Don Diego y yo nos vimos tan al cabo que, ya que para comer al cabo de un mes no hallábamos remedio, le buscamos para no levantarnos de mañana; y así, trazamos de decir que teníamos algún mal. No osamos decir calentura, porque no la teniendo era fácil de conocer el enredo. Dolor de cabeza u muelas era poco estorbo. Dijimos al fin que nos dolían las tripas y que estábamos muy malos de achaque de no haber hecho de nuestras personas en tres días, fiados en que a trueque de no gastar dos cuartos en una melecina, no buscaría el remedio. Mas ordenólo el diablo de otra suerte, porque tenía una que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal, y tomóla y aderezó una melecina, y haciendo llamar una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera, dijo que nos echase sendas gaitas. Empezaron por don Diego; el desventurado atajóse, y la vieja, en vez de echársela dentro, disparósela por entre la camisa y el espinazo y diole con ella en el cogote, y vino a servir por defuera de guarnición la que dentro había de ser aforro. Quedó el mozo dando gritos; vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí la otra, que luego tornarían a don Diego. Yo me resistía, pero no me valió, porque, teniéndome Cabra y otros, me la echó la vieja, a la cual de retorno di con ella en toda la cara. Enojóse Cabra conmigo y dijo que él me echaría de su casa, que bien se echaba de ver que era bellaquería todo. Yo rogaba a Dios que se enojase tanto que me despidiese, mas no lo quiso mi ventura.


 

Libro Primero: Capítulo IV: De la convalecencia y ida a estudiar a Alcalá de Henares.

Entramos en casa de don Alonso y echáronnos en dos camas con mucho tiento, porque no se nos desparramasen los huesos de puro roídos de la hambre. Trujeron exploradores que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, como había sido mi trabajo mayor y la hambre imperial, que al fin me trataban como a criado, en buen rato no me los hallaron. Trujeron médicos y mandaron que nos limpiasen con zorras el polvo de las bocas, como a retablos, y bien lo éramos de duelos. Ordenaron que nos diesen sustancias y pistos. ¡Quién podrá contar, a la primera almendrada y a la primera ave, las luminarias que pusieron las tripas de contento? Todo les hacía novedad. Mandaron los dotores que por nueve días no hablase nadie recio en nuestro aposento, porque como estaban huecos los estómagos sonaba en ellos el eco de cualquiera palabra.

Con estas y otras prevenciones comenzamos a volver y cobrar algún aliento, pero nunca podían las quijadas desdoblarse, que estaban magras y alforzadas, y así se dio orden que cada día nos las ahormasen con la mano del almirez. Levantábamonos a hacer pinicos dentro de cuarenta días, y aún parecíamos sombras de otros hombres, y en lo amarillo y flaco simiente de los Padres del yermo. Todo el día gastábamos en dar gracias a Dios por habernos rescatado de la captividad del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si acaso, comiendo, alguna vez nos acordábamos de las mesas del mal pupilero, se nos aumentaba la hambre tanto que acrecentábamos la costa aquel día. Solíamos contar a don Alonso cómo al sentarse en la mesa nos decía males de la gula (no habiéndola él conocido en su vida), y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de No matarás, metía perdices y capones, gallinas y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado el matarla, y aun el herirla, según regateaba el comer.

Pasáronsenos tres meses en esto, y, al cabo, trató don Alonso de enviar a su hijo a Alcalá a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Díjome a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de tierra donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, ofrecí de servir a su hijo como vería. Y con esto diole un criado para ayo que le gobernase la casa y tuviese cuenta del dinero del gasto, que nos daba remitido en cédulas para un hombre que se llamaba Julián Merluza. Pusimos el hato en el carro de un Diego Monje; era una media camita y otra de cordeles con ruedas para meterla debajo de la otra mía y del mayordomo, que se llamaba Baranda, cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca, y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecica, una hora antes de anochecer, y llegamos a la media noche, poco más, a la siempre maldita venta de Viveros.

El ventero era morisco y ladrón, que en mi vida vi perro y gato juntos con la paz que aquel día. Hízonos gran fiesta, y como él y los ministros del carretero iban horros (que ya había llegado también con el hato antes, porque nosotros veníamos de espacio), pegóse al coche, diome a mí la mano para salir del estribo, y díjome si iba a estudiar. Yo le respondí que sí; metióme adentro, y estaban dos rufianes con unas mujercillas; un cura rezando al olor; un viejo mercader y avariento procurando olvidarse de cenar andaba esforzando sus ojos que se durmiesen en ayunas; arremedaba los bostezos, diciendo: -«Más me engorda un poco de sueño que cuantos faisanes tiene el mundo». Dos estudiantes fregones, de los de mantellina, panzas al trote, andaban aparecidos por la venta para engullir. Mi amo, pues, como más nuevo en la venta y muchacho, dijo:

—Señor huésped, déme lo que hubiere para mí y mis criados.

—Todos los somos de V. Md. -dijeron al punto los rufianes-, y le hemos de servir. Hola, güésped, mirad que este caballero os agradecerá lo que hiciéredes. Vaciad la dispensa.

Y, diciendo esto, llegóse el uno y quitóle la capa, y dijo:

—Descanse V. Md., mi señor.

Y púsola en un poyo. Estaba yo con esto desvanecido y hecho dueño de la venta. Dijo una de las mujeres:

—¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es V. Md. su criado?

Yo respondí, creyendo que era así como lo decían, que yo y el otro lo éramos. Preguntáronme su nombre, y no bien lo dije, cuando el uno de los estudiantes se llegó a él medio llorando y dándole un abrazo apretadísimo, dijo:

—Oh, mi señor don Diego, ¿quién me dijera a mí, agora diez años, que había de ver yo a V. Md. de esta manera? ¡Desdichado de mí, que estoy tal que no me conocerá V. Md.!

Él se quedó admirado, y yo también, que juráramos entrambos no haberle visto en nuestra vida. El otro compañero andaba mirando a don Diego a la cara, y dijo a su amigo:

—¿Es este señor de cuyo padre me dijistes vos tantas cosas? ¡Gran dicha ha sido nuestra conocelle según está de grande! ¡Dios le guarde!

Y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se le ofreció mucho, y preguntándole su nombre, salió el ventero y puso los manteles, y oliendo la estafa, dijo:

—Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría.

Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don
Diego, y el otro trujo un plato. Los estudiantes dijeron:

—Cene V. Md., que, entre tanto que a nosotros nos aderezan lo que hubiere, le serviremos a la mesa.

—¡Jesús! -dijo don Diego-; V. Mds. se sienten, si son servidos.

Y a esto respondieron los rufianes, no hablando con ellos:

—Luego, mi señor, que aún no está todo a punto.

Yo, cuando vi a los unos convidados y a los otros que se convidaban, afligíme y temí lo que sucedió. Porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y mirando a mi amo, dijeron:

—No es razón que donde está un caballero tan principal se queden estas damas sin comer. Mande V. Md. que alcancen un bocado.

Él, haciendo del galán, convidólas. Sentáronse, y entre los dos estudiantes y ellas no dejaron sino un cogollo, en cuatro bocados, el cual se comió don Diego. Y al dársele, aquel maldito estudiante le dijo:

—Un abuelo tuvo V. Md., tío de mi padre, que jamás comió lechugas, y son malas para la memoria, y más de noche, y éstas no son tan buenas.

Y diciendo esto sepultó un panecillo, y el otro, otro. Pues ¿las mujeres? Ya daban cuenta de un pan, y el que más comía era el cura, con el mirar sólo. Sentáronse los rufianes con medio cabrito asado y dos lonjas de tocino y un par de palomas cocidas, y dijeron:

—Pues padre, ¿ahí se está? Llegue y alcance, que mi señor don
Diego nos hace merced a todos.

Pesia diez, la Iglesia ha de ser la primera.

No bien se lo dijeron, cuando se sentó. Ya, cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzóse a afligir. Repartiéronlo todo y a don Diego dieron no sé qué huesos y alones diciendo que «del cabrito el huesecito y del ave el aloncito» y que el refrán lo decía. Con lo cual nosotros comimos refranes y ellos aves. Lo demás se engulleron el cura y los otros.

Decían los rufianes:

—No cene mucho, señor, que le hará mal.

Y replicaba el maldito estudiante:

—Y más que es menester hacerse a comer poco para la vida de Alcalá.

Yo y el otro criado estábamos rogando a Dios que les pusiese en corazón que dejasen algo. Y ya que lo hubieron comido todo y que el cura repasaba los huesos de los otros, volvió el un rufián y dijo:

—Oh, pecador de mí, no habemos dejado nada a los criados. Vengan aquí V. Mds. Ah, señor güésped, déles todo lo que hubiere; vea aquí un doblón.

Tan presto saltó el descomulgado pariente de mi amo (digo el estudiantón) y dijo:

—Aunque V. Md. me perdone, señor hidalgo, debe de saber poco de cortesía. ¿Conoce, por dicha, a mi señor primo? Él dará a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos ha dado a nosotros.

Y volviéndose a don Diego, que estaba pasmado, dijo:

—No se enoje V. Md., que no le conocían.

Maldiciones le eché cuando vi tan gran disimulación que no pensé acabar.

Levantaron las mesas y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena y replicáronle que no lo hiciese, que a la mañana habría lugar. Estuviéronse un rato parlando; preguntóle su nombre al estudiante, y él dijo que se llamaba tal Coronel. (En los infiernos descanse, dondequiera que está.) Vio al avariento que dormía, y dijo:

—¿V. Md. quiere reír? Pues hagamos alguna burla a este mal viejo, que no ha comido sino un pero en todo el camino, y es riquísimo.

Los rufianes dijeron:

—Bien haya el licenciado; hágalo, que es razón.

Con esto, se llegó y sacó al pobre viejo, que dormía, de debajo de los pies unas alforjas, y desenvolviéndolas halló una caja, y como si fuera de guerra hizo gente. Llegáronse todos, y abriéndola, vio ser de alcorzas. Sacó todas cuantas había y en su lugar puso piedras, palos y lo que halló, y encima dos o tres yesones y un tarazón de teja. Cerró la caja y púsola donde estaba, y dijo:

—Pues aún no basta, que bota tiene el viejo.

Sacóla el vino y desenfundando una almohada de nuestro coche, después de haber echado un poco de vino debajo, se la llenó de lana y estopa, y la cerró. Con esto, se fueron todos a acostar para una hora que quedaba o media, y el estudiante lo puso todo en las alforjas, y en la capilla del gabán le echó una gran piedra, y fuese a dormir.

Llegó la hora de caminar; despertaron todos, y el viejo todavía dormía. Llamáronle, y al levantarse, no podía levantar la capilla del gabán. Miró lo que era, y el mesonero adrede le riñó, diciendo:

—Cuerpo de Dios, ¿no halló otra cosa que llevarse, padre, sino esa piedra? ¿Qué les parece a V. Mds., si yo no lo hubiera visto? Cosa es que estimo en más de cien ducados, porque es contra el dolor de estómago.

Juraba y perjuraba diciendo que no había metido él tal en la capilla.

Los rufianes hicieron la cuenta, y vino a montar de cena sólo treinta reales, que no entendiera Juan de Leganés la suma. Decían los estudiantes:

—No pide más un ochavo.

Y respondió un rufián:

—No, sino burlárase con este caballero delante de nosotros; aunque ventero, sabe lo que ha de hacer. Déjese V. Md. gobernar, que en mano está…

Y tosiendo, cogió el dinero, contólo y, sobrando del que sacó mi amo cuatro reales, los asió, diciendo:

—Éstos le daré de posada, que a estos pícaros con cuatro reales se les tapa la boca.

Quedamos asustados con el gasto. Almorzamos un bocado, y el viejo tomó sus alforjas y, porque no viésemos lo que sacaba y no partir con nadie, desatólas a oscuras debajo del gabán, y agarrando un yesón echósele en la boca y fuele a hincar una muela y medio diente que tenía, y por poco los perdiera. Comenzó a escupir y hacer gestos de asco y de dolor; llegamos todos a él, y el cura el primero, diciéndole que qué tenía. Empezóse a ofrecer a Satanás; dejó caer las alforjas; llegóse a él el estudiante, y dijo:

—¡Arriedro vayas, cata la cruz!

Otro abrió un breviario; hiciéronle creer que estaba endemoniado, hasta que él mismo dijo lo que era, y pidió que le dejasen enjaguar la boca con un poco de vino, que él traía bota. Dejáronle y, sacándola, abrióla; y echando en un vaso un poco de vino, salió con la lana y estopa un vino salvaje, tan barbado y velloso que no se podía beber ni colar. Entonces acabó de perder la paciencia el viejo, pero viendo las descompuestas carcajadas de risa, tuvo por bien el callar y subir en el carro con los rufianes y las mujeres. Los estudiantes y el cura se ensartaron en dos borricos, y nosotros nos subimos en el coche; y no bien comenzó a caminar cuando unos y otros nos comenzaron a dar vaya, declarando la burla. El ventero decía:

—Señor nuevo, a pocas estrenas como ésta, envejecerá.

El cura decía:

—Sacerdote soy; allá se lo diré de misas.

Y el estudiante maldito voceaba:

—Señor primo, otra vez rásquese cuando le coman y no después.

El otro decía:

—Sarna de V. Md., señor don Diego.

Nosotros dimos en no hacer caso; Dios sabe cuán corridos íbamos. Con estas y otras cosas, llegamos a la villa; apeámonos en un mesón, y en todo el día, que llegamos a las nueve, acabamos de contar la cena pasada, y nunca pudimos en limpio sacar el gasto. Quejábamonos nosotros a don Alonso, y el Cabra le hacía creer que lo hacíamos por no asistir al estudio. Con esto no nos valían plegarias.

Metió en casa la vieja por ama, para que guisase de comer y sirviese a los pupilos y despidió al criado porque le halló un viernes a la mañana con unas migajas de pan en la ropilla. Lo que pasamos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda que no oía nada; entendía por señas; ciega, y tan gran rezadora que un día se le desensartó el rosario sobre la olla y nos la trujo con el caldo más devoto que he comido. Unos decían: -«¡Garbanzos negros! Sin duda son de Etiopía». Otro decía: -«¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?» Mi amo fue el primero que se encajó una cuenta, y al mascarla se quebró un diente. Los viernes solía inviar unos güevos, con tantas barbas fuerza de pelos y canas suyas que pudieran pretender corregimiento u abogacía Pues meter el badil por el cucharón y inviar una escudilla de caldo empedrada era ordinario. Mil veces topé yo sabandijas, palos y estopa de la que hilaba en la olla. Y todo lo metía para que hiciese presencia en las tripas y abultase.

Pasamos en este trabajo hasta la Cuaresma; vino, y a la entrada de ella estuvo malo un compañero. Cabra, por no gastar, detuvo el llamar médico hasta que ya él pedía confesión más que otra cosa. Llamó entonces un platicante, el cual le tomó el pulso y dijo que la hambre le había ganado por la mano en matar aquel hombre. Diéronle el Sacramento, y el pobre, cuando le vio (que había un día que no hablaba), dijo:

—Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para persuadirme que no es el infierno.

Imprimiéronseme estas razones en el corazón. Murió el pobre mozo, enterrámosle muy pobremente por ser forastero, y quedamos todos asombrados. Divulgóse por el pueblo el caso atroz, llegó a oídos de don Alonso Coronel y como no tenía otro hijo, desengañóse de los embustes de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, que ya estábamos reducidos a tan miserable estado. Vino a sacarnos del pupilaje y teniéndonos delante nos preguntaba por nosotros. Y tales nos vio que sin aguardar a más, tratando muy mal de palabra al licenciado Vigilia, nos mandó llevar en dos sillas a casa. Despedímonos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos, haciendo las lástimas que hace el que queda en Argel viendo venir rescatados por la Trinidad sus compañeros.

REDACCIÓN

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