«El bebedor de coñac» La nueva entrega de Ricardo Blanco explora una muerte siniestra, desapariciones inquietantes y el alma costumbrista de Las Palmas bajo el lirismo ácido de José Luis Correa
Nunca es buen momento ni lugar para morir, pero morir la víspera de Reyes en un solar abandonado parece más una maldición que un destino. Eso es lo que le ocurre a Amado Martel, un hombre amante del coñac y las vidrieras, que reparte su tiempo entre los amigos de bar y su familia, y que aparece con la cabeza abierta entre los escombros de una parcela sin edificar en su barrio de siempre. Ante las sombras que arroja esa muerte siniestra, el hijo de la víctima decide apostar su beca y su palabra a un caballo testarudo y socarrón: un detective privado de Las Palmas.
Quería saber quién había matado a su padre. Cuando llegué al despacho, aquel jueves no parecía diferente a cualquier otro. La mañana se había desperezado como un gato remolón, el cielo andaba de un melancólico gris ceniza y por fin se habían acabado las navidades.
Así comienza El bebedor de coñac, el decimoquinto título de la saga protagonizada por Ricardo Blanco, el alter ego de José Luis Correa, que se inició allá por 2002 con Quince días de noviembre y tanto nos ha regalado. En esta entrega a la investigación sobre la muerte de Martel, se le une la de la desaparición de los dueños de una gestoría que comparte edificio en la calle Triana con la agencia de detectives Blanco y Moyano. Con su estilo inconfundible, su humor ácido y su lirismo militante, la frase corta y el gusto por el refrán, Correa nos presenta una novela negra ma non troppo. Y también una historia de amor y celos. Y un retrato costumbrista, en el mejor sentido de la palabra, de la ciudad de Las Palmas.
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