Pocas fechas resuenan con tanta fuerza en el imaginario español como la de 1898. Aquel año, España no solo perdió sus últimas grandes colonias de ultramar —Cuba, Filipinas y Puerto Rico—, sino que también vio colapsar definitivamente el relato imperial que durante siglos había sostenido parte de su identidad nacional. Más allá de la derrota militar frente a una potencia emergente como Estados Unidos, lo que se desplomó fue un modo de entender el mundo, una forma de proyectarse cultural y simbólicamente en el exterior. En ese derrumbe, y en las respuestas que suscitó, se encuentra una clave profunda para interpretar la evolución de la conciencia nacional española a lo largo del siglo XX.
A finales del siglo XIX, España era ya una potencia agotada. Desde la pérdida de las colonias americanas en las guerras de independencia del siglo anterior, el país había iniciado una lenta pero inexorable decadencia como actor internacional. La Restauración borbónica, instaurada en 1874 con Alfonso XII, aspiraba a una cierta estabilidad política interna, pero se sostenía sobre una estructura social profundamente desigual, un sistema político clientelar —el llamado turno pacífico entre conservadores y liberales— y una economía dependiente de potencias extranjeras. En este contexto, las últimas colonias —particularmente Cuba— no solo representaban un valor económico estratégico, sino también un símbolo de continuidad imperial. La guerra de independencia cubana (1895-1898), que enfrentó a las tropas españolas con los insurgentes independentistas, fue brutal y desgastante. Estados Unidos, interesado en la región, intervino finalmente tras el misterioso hundimiento del acorazado USS Maine en el puerto de La Habana, en febrero de 1898. La guerra hispano-estadounidense fue breve y desastrosa para España: en apenas tres meses, el país perdió sus últimos grandes territorios de ultramar.
La derrota de 1898 no fue simplemente una cuestión geopolítica. Lo que se tambaleó fue una estructura mental y cultural que había sustentado la idea de España como nación desde los Reyes Católicos y la conquista de América. Hasta ese momento, el relato nacional seguía vinculado al pasado imperial, a la lengua, la religión y la cultura como elementos civilizadores que justificaban la presencia española en otros territorios. El hundimiento de este mito provocó una profunda crisis de identidad colectiva, tanto en el ámbito intelectual como en el político. A nivel popular, la sensación era de vergüenza, de humillación nacional. España ya no era un imperio, pero tampoco tenía un nuevo relato sobre el que reconstruirse. El discurso regeneracionista, que había comenzado tímidamente antes del 98, adquirió entonces una dimensión urgente. Intelectuales, escritores, historiadores y políticos empezaron a preguntarse no solo qué había fallado, sino qué significaba ser español en un mundo moderno en el que las potencias se definían por su industrialización, su capacidad científica y su proyección internacional.
En este clima de desazón surgió la llamada Generación del 98, un conjunto de escritores y pensadores que trataron de reconstruir, desde la literatura y el ensayo, una imagen posible de España. Unamuno, Azorín, Baroja, Machado, Valle-Inclán… compartían la inquietud por una España que parecía detenida en el tiempo, incapaz de modernizarse, de conectar con los grandes movimientos culturales y sociales europeos. Pero también compartían la voluntad de pensar la nación desde dentro, desde su paisaje, su historia profunda, sus contradicciones. En obras como Del sentimiento trágico de la vida (Unamuno) o El árbol de la ciencia (Baroja), se vislumbra esa mezcla de escepticismo y búsqueda. Frente al ideal imperial, proponen un acercamiento más íntimo, casi existencial, a la identidad española. Ya no se trata de la España imperial y católica, sino de la España interior, marcada por su historia rural, sus quiebras políticas y su profunda heterogeneidad cultural. El 98, de este modo, se convierte en una ruptura simbólica, en un momento fundacional de una nueva forma de pensar España. No es casual que, desde entonces, los debates sobre la identidad nacional pasaran a centrarse en otros ejes: la educación, la lengua, el territorio, el papel del Estado, el atraso económico o la memoria histórica.
Paralelamente, el 98 impulsó un movimiento regeneracionista en el terreno político, encabezado por figuras como Joaquín Costa, que reclamaban una transformación estructural del país: “Escuela y despensa”, resumía Costa como fórmula para sacar a España de su atraso secular. Denunciaba la oligarquía, el caciquismo y la falta de una verdadera democracia representativa. Sin embargo, las propuestas regeneracionistas apenas tuvieron impacto real en la política efectiva. La Restauración siguió su curso, con leves reformas pero sin alterar el fondo del sistema. Este fracaso del regeneracionismo político tuvo consecuencias duraderas. Generó un sentimiento de impotencia colectiva que alimentó tanto el pesimismo cultural como las posturas más radicales. En cierta forma, el 98 marca también el inicio de una inestabilidad crónica que culminará en la crisis de los años 30 y, finalmente, en la Guerra Civil.
El desastre del 98 ha sido objeto de múltiples reinterpretaciones a lo largo del siglo XX. Durante la dictadura franquista, se integró en el relato nacionalista como un punto de inflexión trágico, del que el régimen se presentaba como redentor. En democracia, el 98 ha vuelto a ser explorado como símbolo de las dificultades estructurales de España para modernizarse, pero también como un momento de lucidez crítica. En el ámbito cultural, el legado del 98 es especialmente rico. No solo por la obra de los escritores vinculados a esa generación, sino por haber abierto una vía de análisis y reflexión sobre España que ha marcado buena parte del pensamiento posterior. Desde Ortega y Gasset hasta los ensayos de Julián Marías o los análisis más recientes de historiadores como Santos Juliá o José Álvarez Junco, la cuestión de la identidad nacional española sigue atravesada por aquella derrota.
Paradójicamente, la pérdida del imperio en 1898 no significó una desaparición de España del escenario internacional, sino el inicio de un proceso largo, conflictivo y aún inacabado de redefinición. Lo que se perdió fue un relato, un imaginario, una posición simbólica. Lo que se ganó —aunque a través del dolor y la frustración— fue una posibilidad de reconstrucción crítica, de revisión del pasado y de búsqueda de nuevos horizontes culturales y políticos. El 98 nos sigue interpelando no tanto por lo que se perdió, sino por lo que obligó a replantearse. En tiempos de nuevos desafíos identitarios, de tensiones territoriales y debates sobre el papel de España en el mundo, aquella fecha sigue arrojando preguntas incómodas y necesarias.
Fuentes bibliográficas:
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Álvarez Junco, José: Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX.
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Juliá, Santos: Historias de las dos Españas.
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Unamuno, Miguel de: En torno al casticismo.
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Costa, Joaquín: Oligarquía y caciquismo.
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Balfour, Sebastian: El fin del imperio español (1898–1923).
© Valentín Castro



