Una mañana de verano, aprovechando la frescura del amanecer, Eva vagaba con aires de soñadora por los jardines cercanos a la iglesia parroquial de su pueblo, donde había pasado los mejores años de su juventud.
Observaba con expectación a los gorriones que volaban entre los altos árboles y chillaban cuando se acercaban a las lilas, atacando a los escarabajos que se defendían de sus picotazos con corazas verdes.
Contemplaba los rosales de los más variados colores, sobre todo blancos y amarillos, cuyos perfumes dulces llegaban hasta ella en ondas penetrantes.
Más allá, apreciaba las violetas agrupadas en grandes manojos; su color apacible y su aroma virginal le transmitían serenidad.
¡Y qué álamos tan enormes! Parecían gigantes que quisieran alcanzar el cielo azul con sus largas ramas cubiertas de hojas.
En lo más remoto del extenso jardín, Eva descubrió, en la penumbra de un frondoso árbol, una casita de madera pintada de blanco y protegida por un cristal transparente, que descansaba sobre la base de un alto pilar cilíndrico. Era el Sagrario bendito. En su interior moraba la Virgen María, con el Niño Jesús en brazos, policromados en plata y oro, deslumbrantes a simple vista.
Con un impulso repentino, Evita se arrodilló en el suelo embaldosado y permaneció unos instantes en recogimiento y paz, rezando a la Madre Santísima.
Poco después, reconfortada, se incorporó para seguir con su paseo.
Deambulaba por el laberinto de tales encantos cuando escuchó un ruido inesperado que no acertó a distinguir de dónde procedía. Pensó que podría venir de lo oscuro de los árboles.
Al alzar la vista para comprobarlo, barajó la posibilidad de que aquel sonido atronador fuera el piar de los pájaros. Pero no. Le llamó la atención un rumor lejano. Agudizando el oído, pudo escuchar claramente el jolgorio de personas que conversaban y reían a carcajadas.
Desconcertada, Eva se alejó aprisa para no encontrarse con los desconocidos y evitar habladurías desagradables sobre ella.
Merodeó por otras partes de los jardines y descubrió nuevas fragancias agradables.
Se sentó en un banco próximo a unas clavellinas y unos claveles, cerró los ojos y se relajó, respirando el suave aroma de las flores.
© Anika



