Un juego para los vivos, de Patricia Highsmith |05

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El crimen como espejo turbio del alma


Publicada en 1958, Un juego para los vivos (A Game for the Living) constituye una rareza dentro del conjunto de la obra de Patricia Highsmith. Ambientada en Ciudad de México, esta novela marca un giro tanto geográfico como estilístico en su trayectoria, y por ello ha generado durante décadas opiniones encontradas, incluida la de la propia autora, que llegó a desdeñarla como una de sus obras menos logradas. Sin embargo, leída hoy con la perspectiva que otorga el tiempo, la novela se revela como una pieza clave para entender los márgenes de su literatura: allí donde el relato criminal cede espacio al estudio psicológico, donde la tensión de la trama se convierte en pretexto para explorar las zonas más sombrías del deseo, la culpa y la identidad.

Highsmith sitúa la acción de la novela en un contexto muy alejado de sus habituales escenarios europeos o estadounidenses. La Ciudad de México de los años 50 aparece retratada desde una mirada dual: la del extranjero fascinado por su exotismo y, a la vez, incómodo ante su inestabilidad. Esta ambivalencia impregna toda la narración, especialmente a través de los dos protagonistas masculinos: Theodore, un estadounidense racionalista, ordenado, de una religiosidad luterana; y Ramón, un joven mexicano católico, emocional, atormentado. Ambos comparten a Lelia, una joven pintora de espíritu libre, que aparece asesinada en las primeras páginas. Su violación y posterior mutilación —un crimen particularmente atroz que la narración no escatima en detalles— sacude la aparente armonía del grupo bohemio en el que los tres se movían. Pero lo que podría haber sido el punto de partida para una clásica investigación policial se convierte, en manos de Highsmith, en una indagación moral y existencial.

En Un juego para los vivos no hay detective, ni giros detectivescos al uso, ni siquiera una verdadera resolución del crimen en el sentido convencional. La autora parece interesada, más que en el “quién lo hizo”, en el “por qué se actúa como se actúa” tras el crimen. En este sentido, la novela desarma las expectativas del lector habituado al suspense tradicional y se instala en un terreno más difuso, donde lo importante no es descubrir al asesino sino asistir al progresivo desmoronamiento de los personajes ante la culpa, la sospecha y el deseo no confesado.

Theodore, racional y metódico, se convierte casi sin querer en colaborador de la policía. Pero lejos de aportar claridad, sus acciones contribuyen a tensar el ambiente. Ramón, en cambio, se presenta como una figura ambigua: afirma recordar cosas que luego niega, se culpa de hechos que no ha cometido, y asume un papel de víctima que no acaba de ser creíble. Su ambigüedad moral, su religiosidad marcada por el temor y la penitencia, y su relación cada vez más íntima con Theodore, remiten a los dúos masculinos complejos que tanto obsesionaban a Highsmith. Como Ripley y Greenleaf en El talento de Mr. Ripley, o Bruno y Guy en Extraños en un tren, aquí también asistimos a una relación de fascinación, dependencia y latente atracción que desborda cualquier lectura convencional.

Uno de los mayores logros de la novela radica en la construcción de esa tensión moral y emocional entre los dos protagonistas. Theodore, pese a su fachada de hombre razonable, empieza a exhibir comportamientos que lo sitúan más cerca del psicópata controlado que del inocente testigo. Su obsesiva necesidad de entender —o, más bien, de controlar— lo que ha sucedido, se transforma en una suerte de experimento psicológico con Ramón como sujeto pasivo. La culpa, el deseo y la necesidad de expiación impregnan cada diálogo entre ambos, cada gesto que se describe con una minuciosidad casi enfermiza. El asesinato de Lelia deja de ser, así, el centro del relato para convertirse en catalizador de una relación enfermiza, ambigua, que se desarrolla en un clima opresivo donde la amistad, la manipulación y el erotismo velado se entrecruzan sin llegar nunca a concretarse. Highsmith, maestra en cultivar la duda moral, no ofrece certezas, sino interrogantes: ¿quién es más culpable, el que mata o el que manipula al otro con la ilusión de redimirlo?

El estilo de Un juego para los vivos es seco, contenido, carente de adornos. Highsmith evita la floritura descriptiva y opta por una prosa más desnuda, más funcional, acorde con el clima asfixiante que construye. Esta sobriedad formal refuerza la ambigüedad del relato: las emociones no se explican, se insinúan; las motivaciones no se justifican, se muestran en actos contradictorios. La narración avanza sin grandes clímax, sin giros espectaculares, lo cual puede desconcertar a quienes esperen una novela de intriga convencional. En cambio, los pequeños gestos, las miradas, los silencios entre Theodore y Ramón, adquieren un peso simbólico que va creciendo hasta el inesperado desenlace, que no cierra el misterio sino que lo abre en otra dirección.

El título original, A Game for the Living, puede leerse como una ironía: lo que aquí se juega no es un juego de vida, sino uno de poder, de manipulación, de falsa redención. El “juego” es, en realidad, una lucha sorda entre dos hombres que no terminan de aceptarse ni de rechazar el papel que han adoptado en la tragedia. Lelia, la muerta, se convierte en excusa, en símbolo de un deseo imposible, en detonante de una espiral moral descendente. En este sentido, la novela subvierte el género negro: no hay detective brillante, ni asesino con móvil, ni cierre moral. Hay, en cambio, un campo de batalla emocional y psicológico, en el que los vivos son peones de un juego que ni siquiera comprenden del todo. Highsmith, fiel a su visión del mundo, niega la posibilidad de una verdad objetiva, y nos recuerda que la culpa, el deseo y el miedo son las verdaderas fuerzas que mueven a sus personajes.

Pese a las reservas de la propia autora —que la calificó como su novela “menos conseguida” y criticó haber escrito sobre un país que no conocía lo suficiente—, Un juego para los vivos merece una relectura. Si bien es cierto que algunos pasajes adolecen de cierta rigidez, y que el retrato de la cultura mexicana puede pecar de superficial o estereotipado, la novela ofrece una exploración singular del mal y de la psicología masculina que encaja plenamente en el universo highsmithiano. En comparación con otras obras más celebradas, como El talento de Mr. Ripley (1955) o El cuchillo (1954), esta novela parece más experimental, más introspectiva. No busca tanto atrapar al lector como incomodarlo, plantearle preguntas éticas sin respuestas fáciles. Es, por tanto, una pieza menor sólo si se la juzga desde parámetros de éxito comercial o de pericia argumental. En cambio, si se valora como laboratorio de temas y formas —como antesala de otras relaciones obsesivas que Highsmith desarrollará más tarde—, el libro adquiere una importancia renovada.

Un juego para los vivos” es, como sugiere su propio subtítulo invisible, una novela de frontera: frontera geográfica, al situarse fuera del ámbito habitual de Highsmith; frontera genérica, al diluir el suspense en una novela psicológica; frontera moral, al desafiar al lector con personajes turbios, ni buenos ni malos, simplemente humanos. En su interior no hay redención, ni justicia, ni consuelo: sólo el reflejo distorsionado de quienes, ante la muerte, juegan con la vida de los otros.

Leída desde la distancia, Un juego para los vivos se convierte en una clave de lectura para todo el universo de Patricia Highsmith: una autora que supo hacer de la ambigüedad una forma de arte, y del crimen, una metáfora del alma humana. Esta novela, con sus imperfecciones, no es una excepción, sino un capítulo necesario en ese inquietante repertorio de existencias al límite.

Redacción. Equipo Punto y Seguido

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