La mujer que soñó con pájaros

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MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE

Los presentes mitos y leyendas conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre» (Verbum, 2024), obra del prolífico autor guipuzcoano Iñaki Sainz de Murieta.

Cuando las niñas pasan a convertirse en jóvenes y los bravos comienzan a interesarse por ellas, sus abuelas se preocupan de enseñarles a convertirse en buenas madres y esposas, para lo que acostumbran a contarles este tipo de historias:

Tahneé era una joven amable, pero muy distraída. Tanto era así que, si su marido había salido de caza junto a otros bravos y no lo esperaba de vuelta hasta pasados unos días, podía quedarse mirando el volar de los pájaros desde la mañana hasta el anochecer, desatendiendo sus obligaciones sin mostrar el más mínimo atisbo de arrepentimiento. Cumplía con aquello que necesitaba para pasar el día y nada más, sin que le importase cuidar de su apariencia y la de su hogar. Como no debía estar arreglada para su marido, no se lavaba, ni se peinaba. A su regreso tampoco arreglaba sus vestidos, ni los decoraba con los honores que su esposo ganaba para la familia. Jamás había cosido un solo diente en sus camisas. Jamás limpiaba, ni sacudía las cubiertas de piel cuando el barro se acumulaba, provocando charcos de barro a su alrededor cuando la lluvia hacía acto de presencia, convirtiéndose en terreno abonado para los insectos.

Lo peor de todo era que no le importaba lo más mínimo lo que le dijesen los demás. Ella era feliz a su manera y no tenía por qué permitir que el resto de sus vecinos juzgasen su conducta, por más que la inmundicia acumulada en torno a su tipi fuese una fuente de conflictos a los que solo su esposo parecía saber poner remedio. Más de una vez tuvo que regalar los cachorros de sus perros para poner paz. Nadie, ni su propia familia, quería vivir junto a ellos.

Pasó el tiempo y llegó un momento en que Tahneé se quedó embarazada. Fue una gran alegría para la joven pareja, ya que siempre habían deseado tener muchos hijos. Por este motivo, su esposo intentó disponer de todos los medios y recursos necesarios para su primogénito, por lo que tuvo que ausentarse con relativa frecuencia en busca de buenas pieles y mejor carne. Pasaba lunas enteras fuera del hogar, acompañado de sus perros y de los bravos que, como él, también ansiaban aprovisionarse de cara a las grandes nieves. 

A Tahneé jamás le preocupó su ausencia. Rara era la vez en la que su esposo que volvía con las manos vacías y, quizá por eso, lo daba por supuesto. Su vida era tan tranquila como un charco de barro.

Mientras él se arrastraba y husmeaba en busca de una nueva presa, ella seguía absorta mirando los pajaritos. Estos trinaban alegremente y volaban de aquí para allá, perdiendo sus plumas sin darse cuenta y construyendo nidos que apenas servían de refugio para sus pequeños. Su familia intentó que recapacitase y le insistieron en que el Gran Espíritu no podía estar contento con su forma de hacer las cosas, pero llegó el día en que se dieron por vencidos y terminaron por llamarla Nahtema-Esantihe, que significa «Mujer que sueña con pájaros». Ese apodo le acompañó hasta el día en que murió.

El apodo no habría tenido mayor importancia, si la misma noche en que le cambiaron el nombre no hubiera soñado con el espíritu de uno de estos pájaros. Más concretamente, con el de una codorniz. Fue así como supo que este animal sería el espíritu guardián de su hijo. No le importó. Jamás había deseado que su hijo fuera un gran guerrero. Estaba segura de que ellas también eran felices a su manera.

Cuando Nahtema-Esantihe le trasladó el sueño a su esposo, este acudió rápidamente a un hombre medicina. Este los reprendió y les insistió en que no es bueno que una mujer embarazada observe durante demasiado tiempo a un animal, puesto que el bebé puede crecer bajo su influjo. Incidió en que solo los débiles se muestran y que, si lo hacen, terminan siendo cazados. Esa es la diferencia entre el cazador y su presa. Tras realizar algunos ritos y ceremonias, no pudo hacer otra cosa que confirmarle su visión. Era demasiado tarde. El espíritu de la codorniz había hablado.

Muchos animaron al joven bravo a abandonar a su esposa, pero el amor por su hijo no nacido se lo impidió. Sabía que su hijo difícilmente podría honrarlos, de modo que buscó una nueva mujer y la convirtió en esposa principal, con la que tuvo muchos bravos y doncellas que comprendieron la valiosa lección de vida que afectó a su padre y a su otra madre, a la que jamás lograron respetar.

Dilden-Esantihe nació con los ojos ligeramente separados, confirmando la ascendencia de su espíritu. Murió en el bosque, durante una cacería con sus hermanos pequeños. Un puma acabó con él. Todas sus hermanas se cortaron el cabello en su honor; su padre y sus hermanos lo lloraron y ofrecieron su sangre; su madrastra y otros familiares realizaron diversas ofrendas a los espíritus. Su madre, en cambio, calló y miró hacia el cielo, buscando, un día más, el vuelo de aquellos pájaros que habían nublado su espíritu y achicado su corazón.

© Iñaki Sainz de Murieta.

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