22.
Soledad no recordaba nunca sus sueños. Ni siquiera soñaba, en realidad: conservaba la conciencia de escapar de angustiosos laberintos, sobre todo durante la guerra, cuando ni siquiera dormía, o dormía poco y mal, cuando no se permitía treguas ni descansos.
Por eso le sorprendió tanto aquel sueño que interpretó inmediatamente como una especie de señal infalible, de providencial augurio. La minuciosa nitidez de los detalles que quiso retener para recrearse en ellos todo lo posible: aquel lugar desconocido, soleado, sin montañas; el verde de aquellos prados con sus flores; el mar. Y ellos dos caminando cogidos de la mano durante un tiempo indefinido, minutos, horas, días, tal vez meses, incluso años: una idílica y desconocida eternidad.
Decidió que escaparían juntos en busca de aquel sueño. Que dejarían atrás el pueblo y todo lo que simbolizaba, nombres, caras, situaciones: el pasado. Decidió que se lo comunicaría aquella tarde, aquella noche, y que a él le parecería perfecto, que compartiría su determinación de construir juntos el futuro.
Se detuvo durante unos instantes hasta escuchar los ronquidos de Pedro al otro lado de la puerta de su dormitorio. Después se cubrió con su manta negra y salió a la calle, sigilosa, sintiendo los latidos de su acelerado corazón. Se persignó al pasar junto a la iglesia, se encomendó a sus santos, a su virgen, a su dios. Aceleró el paso, impaciente. Bajó la guardia como nunca lo había hecho. De repente, algo o alguien la detuvo, la agarró con fuerza y la empujó contra un muro de piedra. Se sintió irremediablemente vulnerable cuando Francisco Tomé la despojó de su manta descubriendo su cara y su cuerpo. Sintió pánico, dolor.
—Hay que ver qué prisa llevas, a estas horas.
—Tengo que irme -balbuceó-, voy a…
—Hoy no. Cambio de planes. Hoy te vienes conmigo, a mi casa. No notarás mucha diferencia. Es más, creo que me lo terminarás agradeciendo.
Intentó soltarse, revolverse, pero Tomé ya la arrastraba calle abajo. Las calles del pueblo se transformaron en el laberinto de todas pesadillas que recordó haber tenido, que (lo supo) existíeron. El dolor se transformó en angustia, el terror la paralizó completamente cuando llegaron a la casa. El sonido de su voz, la náusea. No fue capaz de llorar.
—Te calmarás pronto, no temas. Disfrutarás más si colaboras y no lo pones difícil. Pero tanto me da si colaboras o no. Vamos dentro.
Entonces algo o alguien, nuevamente, otra mano, infinitamente más fuerte y poderosa, agarró a Francisco Tomé del cuello y apretó hasta provocarle un gemino afónico. Y una voz, otra voz que Soledad reconoció inmediatamente con un vuelco en el corazón, atravesó las tinieblas, implacable.
—Suéltala. Suéltala, maldito hijo de puta.
Sin soltar el cuello de Tomé, Antonio le tendió la manta perdida y acarició su cara suavemente.
—¿Estás bien?
—Sí… Ahora sí.
—Vamonos. Este se viene con nosotros.
© Ángel Calvo Pose. Todos los derechos reservados



