El coyote, la serpiente y la tortuga

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MITOS Y LEYENDAS DE LOS IK’HUE

Los presentes mitos y leyendas conforman el imaginario colectivo de la tribu de los Ik’hue, una nación norteamericana de carácter ficticio en la que se desarrolla la novela «Ik’hue – Lazos de sangre» (Verbum, 2024), obra del prolífico autor guipuzcoano Iñaki Sainz de Murieta.

Cuando los niños son pequeños y lleva mucho tiempo sin llover, los mayores suelen contarles esta historia:

Tiempo atrás, cuando los animales hablaban, el coyote terminó en mitad de un gran desierto. No había ríos, ni pozos. Debido a la falta de agua, la tierra estaba seca y cuarteada como una vieja piel de bisonte. Tampoco había sombra y las montañas parecían alejarse a cada día que pasaba. 

Estaba a punto de desfallecer cuando descubrió una gran roca con forma de cola. Bajo ella se cobijaban una tortuga de tierra y una serpiente de cascabel. La serpiente estaba enroscada sobre la tortuga para no tocar el suelo y, a cambio, abanicaba suavemente a su compañera, haciendo música con su cascabel.

Al coyote no le costó mucho entablar conversación. Hacía demasiado tiempo que los dos reptiles guardaban silencio, pues no tenían nada nuevo que contarse y, en esas situaciones, siempre es bienvenida la presencia de alguien más. Lo invitaron a sentarse con ellos y le ofrecieron su tabaco. Él aceptó.

Lo primero que hicieron fue preguntarle de dónde venía y qué hacía allí. Estaban muy intrigados, pues hacía muchas lunas que nadie se asomaba por allí. Este les contó que venía siguiendo al sol para ver dónde tenía su guarida, pero que aún no lo había descubierto. Al ver el desierto, pensó que no estaría muy lejos y por ese motivo se había propuesto atravesarlo, pero no esperaba que hiciese tantísimo calor. «¿Sabéis si duerme por aquí cerca?», les preguntó. A lo que la tortuga le respondió: «Lo vemos todos los días, pero siempre nos despedimos cuando llega la noche. Incluso para él, es muy fatigoso cuidar del fuego sin tener el más mínimo descanso. Termina agotado y por eso no queremos molestarlo más de lo debido, así que lo dejamos descansar». La serpiente siseó y confirmó lo que decía su buena amiga. Sin embargo, el coyote no estaba contento con la respuesta. Insistió un par de veces más, pero lo más que pudieron decirle era que creían que dormía tras las montañas. Le pareció razonable.

Tan cansado como estaba, el coyote optó por echarse una siesta a la fresca y así recuperar fuerzas. Cuando despertó, les preguntó a sus compañeros si había agua cerca, pero estos le respondieron: «no, ya no queda. Pero es posible que hoy llueva». La serpiente siseaba y se reía. El coyote empezó a pensar que aquella era una extraña pareja, pero estaba demasiado cansado y sediento como para seguir su camino. A la noche, la humedad se pegaba a la roca y los tres amigos bajaban a lamer el rocío para no deshidratarse.

Así pasaron varios días. El coyote cada vez tenía más hambre y más sed. «Lloverá dentro de poco», le decía la tortuga cada vez que se quejaba. «No tengas prisa. Disfruta de lo que tienes. Pronto se inundará la tierra y tendremos que subirnos a esta roca para tener un sitio donde poder tomar el sol». La serpiente, una vez más, siseó dándole la razón.

El coyote no entendía cómo podían vivir en esas condiciones y ser tan pacientes. Pensó que debían de ser unos animales realmente extraordinarios y comprendió que él no era como ellas. Jamás lo sería. Sin poder aguantarlo más, el coyote se fue esa misma noche, tras lamer la humedad de la roca de arriba a abajo sin preocuparse de nada más que él mismo.

En cuanto ambas amigas se aseguraron de que el coyote ya no las molestaría más, la tortuga salió de su caparazón y la serpiente restregó y golpeó su cascabel contra la caja de su compañera. Lo hizo con tanta fuerza e intensidad que el ruido generado semejaba un poderoso tronar. Aquella era su medicina secreta. Las nubes escucharon la llamada de los truenos y pronto comenzó a llover intensamente, inundándose el desierto tal y como le habían avisado al coyote, que tuvo que nadar hasta las montañas para no morir ahogado, mientras ellas se alimentaban de los peces que habían llegado con las lluvias y reían tranquilamente desde su atalaya, donde descansarían tranquilamente mientras el sol les calentaba la barriga.

© Iñaki Sainz de Murieta.

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