Tomás se sentía inquieto esa mañana. No debió tocar esas tijeras el día anterior, sabiendo la aterradora fama de muertes y mala suerte que las rodeaban. No debió tocarlas ni mirarlas sin esa tela. Percibió que lo observaban cuando las descubrió. Era extraño pero una voz interior le advertía que estaban vivas y que pagaría muy caro el haberlas destruido.
—¡Ey Tomás! ¡Tu mujer! —le llamó alterado un joven empleado desde las oficinas.
Tomás se acercó corriendo con el corazón encogido. Algo temía. Y no estaba equivocado. Era extraño que su mujer lo llamara a esas horas.
—¡Tomás! ¡No respiraba! ¡Lucí no respiraba! ¡Tomáaaaaaassssss! ¡Ha muerto nuestra pequeña! ¡Ha muerto! —Julia profería gritos y lloros.
El hombre se quedó en shock. Dejó caer el teléfono al suelo. ¡Esas putas tijeras corrompidas, infestadas de infortunio y maldad!
—¡Lucíaa! —gritó Tomás desencajado y perdido. Atormentado.
Abandonó la empresa a toda velocidad poseído por la locura.
El entierro de la pequeña Lucía fue esa misma semana-
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