Ojalá mi corazón fuese de piedra – Capítulo 14

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Hasta cuándo va a nevar este año, había dicho Soledad mirando los tejados de las otras casas del pueblo más allá de los cristales empañados.

Calentaba sus manos con una taza llena de café con leche. Su madre atendía la cocina; su hermano interpretaba el papel de cabeza de familia bebiendo vasos de aguardiente que se le subían a la cabeza a toda velocidad.

Uno de los balbuceos furiosos de su hermano había logrado estremecerla por dentro y por fuera. Hasta ese momento ignoraba sus bravuconadas con más temple que paciencia. Pero, de pronto:

—Ese espantajo con sombrero va a tener que vérselas conmigo.

Supo que se refería a Antonio: tuvo la repentina, absoluta seguridad.

—¿Quién? ¿De qué hablas?

—¿No lo sabías? Padre dijo que era su primo y que iba a echárselo a la cara porque había estado en la finca sin avisar. El que va a echárselo a la cara soy yo para que me diga qué ha pasado. Va a decírmelo, por las buenas o por las malas.

—Anda, calla —le había cortado su madre—. Y deja de beber.

Había recorrido las calles del pueblo de norte a sur, de sur a este y de este a oeste, embozada, como si tratase de despistar a un perseguidor imaginario. Las palabras de su hermano retumbaban en el interior de su cabeza sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Las palabras de Antonio, una tarde; lo poco que conocía de él: sus padres, que habían muerto, eran del pueblo, y él venía de Francia. Una historia de lucha, supervivencia y derrota durante la guerra, como la de tantos otros.

Casi no nevaba. Había bajado la cuesta de piedra muy despacio, mirando temerosa a su alrededor. Había golpeado la puerta con los nudillos amoratados por el frío temiendo que apareciese el señor Teodoro y ella no supiera qué decir. Pero la estaba esperando: había aparecido él, una vez más.

—Estás helada. Pasa, mujer. No te quedes ahí.

Solo después de entrar en calor hasta abrasarse, ardiendo gozosamente en el fuego del infierno, vuelve a recordar. Se está vistiendo sin prisa y sin ganas de vestirse mientras habla, insegura de las palabras que salen de su boca.

—Quería decirte… Creo que somos parientes. Me he enterado esta tarde.

Antonio no se inmuta. Sigue tendido en la cama, fumando un cigarrillo.

—¿Sí? ¿Cómo es eso?

—Me lo ha dicho mi hermano. Bueno, solamente lo creo. Me parece.

—No sería tan extraño. En los pueblos todos somos familia, de algún modo.

Cuando vuelve a la tahona, empujada por las prisas y lo que empieza a ser la fuerza de la costumbre, olvida sus precauciones. Tanto es así que no repara en la presencia de Tomé acechando tras los muros de la casa calcinada.

© Ángel Calvo Pose

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