Las tijeras vivas – Capítulo 28 de «El balón rojo»

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Viernes por la tarde. Fran y Javier llegaron a la hora acordada a aquella tienda de antigüedades del centro de Santander. Fran estuvo a punto de increpar al propietario, que por su culpa, por adquirirlas sabiendo la historia oscura que perseguía a esas aterradoras tijeras, sus dos amigos murieron de la peor forma. Prefirió callarse.

El hombre les enseñó donde las tenía apartadas. Aquellas tijeras estaban en el almacén entre sillas y mesas viejas. Estaban apoyadas en una pared envueltas en una tela negra con cinta aislante marrón. En la pared blanca habían clavados varios crucifijos de madera. El hombre les animó a llevárselas cuanto antes de la tienda.

He llamado a un taxi que os llevará a la empresa fundidora. Ya le he dado indicaciones del destino. Está a una hora de aquí. Cuando lleguéis acordaros de preguntar por Tomás, el encargado. El sabe ya como proceder con ellas. Os entrego el dinero para el taxi. Y ahora por favor salgan ya con ellas dijo sin atreverse a mirarlas, dejando patente su nerviosismo y temor.

Fran se acercó titubeando a ellas. Cinco minutos después estaban en el taxi camino de la empresa fundidora. El taxista era hablador, pero los jóvenes enfrascados en sus pensamientos, no le seguían la conversación. El hombre optó por el mutismo y se centró en el volante. Puso la radio de fondo. Detestaba el silencio. No conseguía coger ninguna emisora.

¿Que leches pasa ahora? Por esta zona siempre hay buena señal dijo ofuscado intentando conseguir una señal de radio y desistiendo al final.

¿Cuánto queda para llegar, señor? preguntó Javier.

No tardaremos mucho más. Unos diez minutos. Habéis venido con interferencias chicos se rió el taxista.

Los jóvenes miraron hacia el maletero inquietos.

Los recibió el encargado de la empresa fundidora. Tomás estaba al corriente de todo. Era un hombre rudo que rondaba los cincuenta. Tenía una niña preciosa de siete años. Su mimada y adorada Lucía. Una rubia niña que era la viva copia de su esposa Julia. Su pequeño tesoro, era espabilada y muy abierta. Todas las tardes esperaba a su padre pegada tras la puerta. Sabía muy bien que siempre le llevaba algún dulce. La vida de Tomás era su familia y el trabajo, aunque pasaba más tiempo en la empresa que en casa. Su pelo era negro con la raya a un lado, cubierto siempre de gomina. Solía dejarse una incipiente barba. Vestía siempre con camisas de cuadros y aunque su aspecto pudiera resultar de un hombre rudo, era un buen hombre. Era de firmes creencias. Todos los domingos asistía a misa con su mujer e hija.

Los jóvenes se las entregaron a Tomás envueltas en esa tela negra.

«Como un cadáver envuelto en un sudario negro», pensó Fran estremeciéndose.

El hombre los ofreció quedarse y observar como se fundían las tijeras. Rechazaron la invitación. Esperarían fuera. No querían estar cerca de ellas. Los dos amigos percibían con espanto, que aquellas temibles tijeras de hierro viejas, tenían vida, identidad propia y de alguna forma, parecía que estaban ordenando su ejecución.

Tomás, se encerró en la oficina con ellas. Necesitaba contemplarlas antes de fundirlas. Sabía de las muertes y tragedias que perseguían a esas tijeras. Las despojó de esa tela negra. Dos almas se contemplaban en ese instante. El alma noble del hombre y el alma corrompida e infestada de las tijeras. Fue lo peor que pudo hacer. Los ojos del mal lo contemplaron. Tomás fue consciente y volvió a cubrirlas receloso. No perdería un minuto más.

Él y varios operarios escucharon estupefactos, aterradores lamentos que provenían de aquel horno, donde se fundían a altísimas temperaturas. Varios empleados se persignaron con la señal de la cruz espantados. Observaron todo el proceso hasta que se convirtieron en líquido. Solo en ese momento los lamentos cesaron.

El encargado tardó en regresar, los jóvenes esperaban fuera de la empresa para confirmar el fin de las tijeras. No obstante evitó comentar el extraño suceso a los muchachos. Ya estaban bastante asustados.

Podéis marchar tranquilos. El horno elevó la temperatura como en el mismo infierno hasta que alcanzó el punto de fusión convirtiéndolas en líquido. Dicen que el fuego purga el mal, y si es así, el horno se encargó de ellas —dijo Tomás serio. No se olvidaría nunca de esos lamentos. Lo pagaría caro.

Se estrecharon las manos mirándose a los ojos con gratitud. Más tarde, dejaron atrás la empresa fundidora de metales. Ahora la radio marchaba bien. Muy bien, y sin interferencias. Cuando regresaron a sus casas, los dos amigos se estrecharon antes en un abrazo fuerte y sincero. Volverían a retomar sus vidas.

Todos los rincones oscuros del infierno se llenaron de gritos aterradores. Piel de Harina se cobraría un alma pura a la que torturaría eternamente.

© Verónica Vázquez – Todos los derechos reservados.

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