«Lo creerás, Ariadna —dijo Teseo—, el Minotauro apenas se defendió»
Esa fue la frase mágica de un cuento de Jorge Luis Borges, La casa de Asterión, que sirvió de puerta de entrada al maravilloso mundo de la literatura.
Era verano, tiempo de siesta, el ideal para entretenerse con tebeos. Yo andaría por los ocho, nueve años, y las historietas del botones Sacarino ya se me antojaban insulsas; las del Guerrero del Antifaz, algo más apetecibles. Pero al leer casi como al descuido, un cuento dentro de un volumen antológico de literatura sudamericana, no el más indicado para mi edad, desde luego, se me abrió un horizonte infinito y placentero. Lo tuve que releer varias veces, no porque no hubiese captado desde el principio que la clave de toda la narración residiera precisamente en la última frase, sino porque no acertaba a explicarme cómo aquellas palabras ordenadas me habían provocado tal satisfacción.
Era verano, y yo un mocoso que lo disfrutaba en la Manchuela. Al día siguiente le pedí a mi hermano que me comprara el libro en el que aparecía ese cuento, Ficciones. El horizonte ejerció de horizonte. Cuanto más caminaba hacia él, mayor se hacía y más alegrías prometía.
Le agradezco a Borges no sólo su literatura, sino que me encaminase hacia la de García Márquez y Vargas Llosa, quienes me han proporcionado los momentos más intensos de mis lecturas.
—Miguel Ángel Carcelén—