Libro Segundo: Capítulo V: De su huida, y los sucesos en ella hasta la Corte.
Partía aquella mañana del mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento; alquilómele, y salíme a aguardarle a la puerta fuera del lugar. Salió, espetéme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre mí diciendo: «Allá quedarás, bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates». Consideraba yo que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero volvamos a las cosas que el dicho de mi tío hacía, ofendido con la carta que decía en esta forma:
«Señor Alonso Ramplón: tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde, por lo menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md. lo que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible, si no vengo a sus manos, y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al Rey y a Dios».
No hay que encarecer las blasfemias y oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí, emparejando le saludé.
Miróme y dijo:
-Irá V. Md., señor licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi aparato.
Yo, que entendí que lo decía por coche y criados que dejaba atrás, dije:
-En verdad, señor, que lo tengo por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da inquietan.
-¿Cuál coche detrás? -dijo él muy alborotado.
Y al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije:
-Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también atacado únicamente.
-Si hace V. Md. burla -dijo él, con las cachondas de la mano-, vaya, porque no entiendo eso de los criados.
Y aclaróseme tanto en materia de ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y movido a compasión, me apeé, y como él no podía soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto, se previno diciendo:
-Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cuello abierto y mi presencia, que era un conde de Irlos. Como de estas hojaldres cubren en el mundo lo que V. Md. ha tentado.
Yo le dije que le aseguraba de que me había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía.
-Pues aún no ha visto nada V. Md. -replicó-, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que si como sustento la nobleza me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura, por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres tenía) se perdió en una fianza. Sólo el don me ha quedado por vender y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así.
Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntéle cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don, como son de badajo. Tras esto dijo que iba a la Corte, porque un mayorazgo roído como él en un pueblo corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar, y que por eso se iba a la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas francas para estómagos aventureros.
-Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca.
Yo vi el cielo abierto, y en son de entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían, como él, porque me parecía dificultoso en este tiempo, que no solo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan las ajenas.
-Muchos hay de esos -dijo-, y muchos de estos otros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis trazas, y se asegurará de esa duda.
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Libro Segundo: Capítulo VI: En que prosigue el camino y lo prometido de su vida y costumbres.
«-Lo primero ha de saber que en la Corte hay siempre el más necio y el más sabio, más rico y más pobre, y los extremos de todas las cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay unos géneros de gentes como yo, que no se les conoce raíz ni mueble, ni otra cepa de la que descienden los tales. Entre nosotros nos diferenciamos con diferentes nombres; unos nos llamamos caballeros hebenes; otros, hueros, chanflones, chirles, traspillados y caninos. Es nuestra abogada la industria; pagamos las más veces los estómagos de vacío, que es gran trabajo traer la comida en manos ajenas. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Sustentámonos así del aire, y andamos contentos. Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón. Entrará uno a visitarnos en nuestras casas, y hallará nuestros aposentos llenos de huesos de carnero y aves, mondaduras de frutas, la puerta embarazada con plumas y pellejos de gazapos; todo lo cual cogemos de parte de noche por el pueblo para honrarnos con ello de día. Reñimos en entrando el huésped: «¿Es posible que no he de ser yo poderoso para que barra esa moza? Perdone V. Md., que han comido aquí unos amigos, y estos criados…», etc. Quien no nos conoce cree que es así y pasa por convite.
Pues ¿qué diré del modo de comer en casas ajenas? En hablando a uno media vez, sabemos su casa, vámosle a ver, y siempre a la hora de mascar, que se sepa que está en la mesa. Decimos que nos llevan sus amores, porque tal entendimiento, etc. Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado decimos que no; si nos convidan no aguardamos a segundo envite, porque de estas aguardadas nos han sucedido grandes vigilias. Si han empezado, decimos que sí; y aunque parta muy bien el ave, pan o carne el que fuere, para tomar ocasión de engullir un bocado, decimos:
-Ahora deje V. Md., que le quiero servir de maestresala, que solía, Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), gustar más de verme partir que de comer.
Diciendo esto, tomamos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos:
-¡Oh, qué bien huele! Cierto que haría agravio a la guisandera en no probarlo. ¡Qué buena mano tiene!
Y diciendo y haciendo, va en pruebas el medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino, y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada; no la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad.
Es de ver uno de nosotros en una casa de juego con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato.
Tenemos de memoria, para lo que toca a vestirnos, toda la ropería vieja. Y como en otras partes hay hora señalada para oración, la tenemos nosotros para remendarnos. Son de ver, a las mañanas, las diversidades de cosas que sanamos; que, como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos, nos ponemos, abiertas las piernas, a la mañana, a su rayo, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos y hilachas de las entrepiernas. Es de ver cómo quitamos cuchilladas de atrás para poblar lo de adelante; y solemos traer la trasera tan pacífica, por falta de cuchilladas, que se queda en las puras bayetas. Sábelo sola la capa, y guardámonos de días de aire y de subir por escaleras claras o a caballo. Estudiamos posturas contra la luz, pues, en día claro, andamos las piernas muy juntas, y hacemos las reverencias con solos los tobillos, porque, si se abren las rodillas, se verá el ventanaje.
No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve V. Md. -dijo- esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos.
Pues ¿qué diré del modo con que de noche nos apartamos de las luces porque no se vean los herreruelos calvos y las ropillas lampiñas?, que no hay más pelo en ellas que en un guijarro, que es Dios servido de dárnosle en la barba y quitárnosle en la capa. Pero por no gastar con barberos, prevenimos siempre de aguardar a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, conforme lo del Evangelio: «Ayudaos como buenos hermanos».
Traemos gran cuenta en no andar los unos por las casas de los otros, si sabemos que alguno trata la misma gente que otro. Es de ver cómo andan los estómagos en celo.
Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes, aunque sea en pollino por las calles públicas; y obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la arquilla o trasera. Pero si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo de fuera, haciendo cortesías porque nos vean todos y hablando a los amigos y conocidos aunque miren a otra parte.
Si nos come delante de algunas damas, tenemos traza para rascarnos en público sin que se vea; si es en el muslo, contamos que vimos un soldado atravesado desde tal parte a tal parte, y señalamos con las manos aquellas que nos comen, rascándonos en vez de enseñarlas. Si es en la iglesia, y come en el pecho, nos damos sanctus aunque sea al introibo. Levantámonos, y arrimándonos a una esquina en son de empinarnos para ver algo, nos rascamos.
¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por deudos, y advertimos que los tales señores, o están muertos o muy lejos.
Y lo que más es de notar es que nunca nos enamoramos sino de pane lucrando, que veda la orden damas melindrosas, por lindas que sean, y así, siempre andamos en recuesta con una bodegonera por la comida, con la huéspeda por la posada, con la que abre los cuellos por los que trae el hombre. Y aunque, comiendo tan poco y bebiendo tan mal no se puede cumplir con tantas, por su tanda todas están contentas.
Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media, ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no. Lo uno, porque así es gran ornato de la persona; y después de haberle vuelto de una parte a otra, es de sustento, porque se cena el hombre en el almidón con sus fondos en mugre, chupándole con destreza.
Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas que una preñada de nueve meses, y con esto vive en la Corte; y ya se ve en prosperidad y con dineros, y ya en el espital. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey, con poco que tenga.»
Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo, y tanto me embebecí, que divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería. Declaréle mis deseos antes que nos acostásemos; abrazóme mil veces, diciendo que siempre esperó que habían de hacer impresión sus razones en hombre de tan buen entendimiento. Ofrecióme favor para introducirme en la Corte con los demás cofrades del estafón, y posada en compañía de todos. Aceptéla, no declarándole que tenía los escudos que llevaba, sino hasta cien reales solos, los cuales bastaron, con la buena obra que le había hecho y hacía, a obligarle a mi amistad.
Compréle del huésped tres agujetas, atacóse, dormimos aquella noche, madrugamos, y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.