Gabriela era inglesa. Nació en Londres pero ya poco quedaba de su acento británico. Con diez años murieron sus padres en un trágico accidente de coche a causa del asfalto resbaladizo por el deshielo. El vehículo patinó chocando contra un muro. El matrimonio murió en el acto dejando a una niña triste y tempranamente huérfana. Se fue a vivir con sus abuelos maternos a España. Era una treintañera con poco currículum sentimental. Tuvo dos relaciones largas que no se consolidaron y terminaron quebrándose por la monotonía. Necesitaba encontrar una persona diferente donde el aburrimiento no hiciera mella. Vivía sola. Sus abuelos hacía poco que fallecieron. A Gabriela no le asustaba la soledad pero tampoco la apreciaba. Deseaba formar una familia. Una gran familia. Tenía el vivo recuerdo de sus padres. El amor que sentían el uno por el otro.
Encontrar el hombre adecuado y tener muchos niños. Eso es lo que deseaba. Pero el corazón no eligió el adecuado. Sabía de sobra que Daniel era un hombre muy peculiar. No quería responsabilidades y mucho menos tener hijos. Pero su imaginación volaba muchas veces y se imaginaba en una casa con muchos retoños y su Daniel con ella. Todo en él le gustaba. Hasta su afición oscura por los cementerios. No le importaría recorrer el país con él visitando bellas necrópolis.
Se fijó en él desde el primer día que entró a trabajar en aquella oficina. Intentó de miles de maneras que él reparara en ella, pero siempre andaba encerrado en su mundo. Si había algo que le gustaba de Daniel era su mirada. Su intensa mirada y voz acariciadora. Quería perderse en esos ojos negros. Albergaba esperanzas que algún día la mirara con amor profundo pero sus compañeros no le daban muchas esperanzas. Era un hombre muy difícil.
Salía todos los fines de semana a bailar con sus dos amigas también solteras y sin hijos. Y oportunidades no les faltaban. Atraían las miradas de los hombres. Eran conocidas como las tres rubias. Tres hembras de grandes ojos claros y abundante melena dorada. Sus dos amigas a diferencia de ella no querían hijos. No querían perder su línea. Todos los vestidos se ajustaban a sus estilizados cuerpos como guantes.
Se conocieron en el anterior trabajo de Gabriela, en un supermercado. Pensaba volver allí al dejar la asesoría. Vanesa, una de sus amigas que trabajaba fija en el súper, le avisó de una baja por maternidad que necesitaban cubrir.
Gabriela abrió la puerta en su bata blanca y con los cabellos sueltos. Una melodía suave sonaba al fondo del pasillo. Tenía los labios húmedos.
Daniel tragó saliva. No pudo quitar los ojos de encima a su compañera hasta que la joven rompió el silencio.
—¿Te vas a quedar toda la vida en la puerta? —preguntó seria.
—No. Yo solo vine..
—Pasa por favor —respondió Gabriela apartándose a un lado mientras acariciaba un mechón de su rubia y lacia melena—. Deseaba que ese hombre fuera suyo. Sabía de sobra que Daniel tenía rollos de una sola noche o como ella los llamaba despectivamente, cargada de celos, cleanex de usar y tirar. Pero ese día no le importaba ser su pañuelo. Casi lo ansiaba. Necesitaba a Daniel como el respirar. Tenerlo en frente la turbaba.
Gabriela cerró la puerta.
© Verónica Vázquez.
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