Sentado frente a la mesa de trabajo, miro la pantalla con una mezcla de satisfacción e incredulidad. El diario Hojas Sueltas ha solicitado un relato mío. No es que me haya convertido de repente en un autor celebrado, ni mucho menos, pero alguien, en alguna redacción, se ha acordado de que existo y, lo que es más importante, de que escribo.
No puedo evitar una sonrisa irónica. He pasado años escribiendo en la sombra, permitiendo que otros se lleven el mérito mientras yo me conformaba con un pago escueto y la vana esperanza de que algún día mi nombre figurara en una portada. Y ahora, por fin, alguien me pide una historia con mi firma.
Me dispongo a escribir. La historia ya está clara en mi mente: Darlingtonia. Un relato sobre Gerardo Ruiz Mercado, un hombre que, tras toda una vida de esfuerzo, es relegado al olvido por el sistema que un día apoyó con fervor. Su retiro no es más que el comienzo de un descenso hacia la irrelevancia, marcado por la burocracia asfixiante y un país donde la crisis es siempre excusa para exprimir a los de siempre.
Mientras tecleo, no puedo evitar preguntarme si este relato logrará algo más que ser publicado. ¿Incomodará a alguien? ¿Hará reflexionar? ¿O simplemente pasará desapercibido, como tantas otras cosas que he escrito bajo mi propio nombre?
Pero eso no importa ahora. Lo único que importa es que alguien me ha pedido escribir. Y eso, en este preciso instante, es suficiente para seguir adelante.
Este es el relato.
Darlingtonia
Cuando Gerardo Ruiz Mercado cumplió la edad, no tuvo más remedio que jubilarse. Tanto su esposa como sus hijos, demás parientes, amigos y compañeros de trabajo, le convencieron para que lo hiciera. Él solicitó proseguir un par de años más, aún tenía capacidad física. Además, su trabajo no desgastaba su, hasta entonces, buena salud. Sin embargo escuchó algo que jamás imaginó. Lo sentimos Gerardo, pero las reformas introducidas por el gobierno, no nos permiten continuar disfrutando de su presencia y esfuerzo personal.
Se sintió mal, disgustado. Anduvo malhumorado durante días. A partir de ese momento comenzó a sentirse aún peor. Se convenció que las promesas lanzadas por antiguos compañeros del partido político al que pertenecía, ahora en el poder, se habían convertido en inútiles por incumplidas. Se prometió darse de baja como afiliado, si comprobaba otros incumplimientos.
Vivió durante meses con intranquilidad. Su salud comenzó a deteriorarse, tal vez por la falta de incentivos. Pocos o ningún entretenimiento tenía, salvo la lectura y algún que otro viaje corto, ahora quebrados por las cataratas nacidas en sus ojos. Se acercó al médico de familia y tras observarle con detenimiento, le extendió un documento por el que debía presentarse a un especialista ocular. Baje a la primera planta y pida cita en una de las ventanillas —le dijo el doctor—.Lo hizo y recibió una cita para seis meses más tarde.
Al regresar a casa, Adela, su mujer, le preguntó la causa de su mal humor. Gerardo respondió que como consecuencia de la impotencia producida al conocer que hasta seis meses mas tarde, no podrían verle sus ojos. Paciencia —le dijo su esposa—. Pasaron esos meses y escuchó que debía operarse con cierta urgencia, ya que de lo contrario dejaría de ver con claridad. Tenga éste volante y vaya a la planta baja para donde le darán cita —señaló el doctor—. Allí le dieron día y hora una vez transcurrieran ocho meses. Su esposa volvió a pedirle paciencia y añadió, el país lo está pasando mal, la prima está muy alta y se deben tomar medidas para evitarlo. —Calla Adela por favor, no digas esas cosas ¿qué tiene que ver la prima con mis cataratas?
Aquel hecho provocó que sus anotaciones por incumplimientos aumentaran, sobre todo por lo que significaban los pagos continuos a la farmacia al retirar fármacos para Adela y el mismo, ahora incorporado a la triste y callada diabetes.
Aquel año recibió una carta donde le explicaban que debido a la situación económica del país, y para evitar que tuvieran que congelarse los aumentos de las pensiones, el gobierno había considerado aumentar su pensión en un porcentaje irrisorio, que apenas llegaba a un punto.
A la hora del almuerzo su rostro era un verdadero poema. Su mujer le preguntó la razón. Se la explicó y volvió a recriminarle que aquello obedecía a tener que bajar la prima que ahogaba al país. Gerardo no acabó de comer pero si pidió a Adela le escuchara con atención.
—Verás Adela, no he parado en toda mi vida de trabajar. Primero yendo al colegio, instituto, universidad. Luego en empresas. Jamás he robado a nadie, ni me he quedado con algo que no fuera mío, ni de amigos, empresa o administración, he sido todo lo honesto que puede ser un hombre, suficiente como para poder decirlo sin mentir. He contribuido con mis impuestos a que el país mejorara. También escuché que viviría bien y tranquilo cuando me jubilara, y precisamente ahora, cuando más necesito de aquellos a quienes apoyé, administradores de mis aportaciones durante más de cuarenta años y las de muchos millones más, por mor a no se qué prima, hoy me dan la espalda, como a millones de ciudadanos, y me convierto en algo inútil e innecesario para la sociedad. Me piden como al resto de gente, ahora que estamos en la edad más difícil, hagamos un esfuerzo para contribuir a la salida de una situación creada por ellos, dirigentes y malos administradores. Abusan de nosotros para convertirnos en algo imposible de creer hace casi cuatro años, ser meros contribuyentes, sin derechos, por la pérdida acumulada de poder adquisitivo a la que nos someten. Prefiero no seguir hablando pues posiblemente me aumente el azúcar en sangre.
Guardó silencio, se retiró al salón, tomó un libro en sus manos y una serie de decisiones.
Cuando se levantó al día siguiente lo primero que hizo fue ir a la sede del partido político donde militaba para darse de baja. Cuando le preguntaron la razón, el respondió: con el dinero de la cuota puedo pagar al menos la mitad de un medicamento. No hubo replica y sí una justificación: el país lo está pasando mal, la prima está muy alta, se deben tomar medidas para evitarla avanzar, y abandonar la situación en que nos dejaron el país. La misma frase que escuchara a su mujer. No replicó. Más tarde se acercó a una floristería y tras hablar con el dueño, solicitó varias plantas.
Cuando supo que estaban a su disposición, recogió la primera y junto a una carta, la envió a través de una empresa de paquetería. Parte del texto de la misiva era: y supongo habrá gente que no se atreva a exponer con la crudeza necesaria, cuanto nos está haciendo pasar. Sin embargo puedo prometerlo, y yo sí cumpliré, no como usted hizo, que durante al menos quince días más, seguirá recibiendo otra planta idéntica, como prueba de mi absoluto desprecio. Con el mismo respeto que usted nos profesa, Gerardo Ruiz Mercado, con D.N.I. num…
El receptor no supo a que obedecía aquella planta y que podría significar. Pidió ponerla en el jardín. Sin embargo cuando recibió el tercer envío, pidió que la investigarán y le dieran un informe. Escuchó: Esta planta, es muy peculiar. Habrá comprobado que su forma recuerda a una serpiente cobra, como sabrá una especie con una mordedura muy peligrosa, venenosa y mortal. La Darlingtonia, como así se llama, es un planta carnívora. Se nutre de insectos voladores, a quienes atrae por el néctar que produce la planta en el orificio y en la lengua y acaban por adentrarse en el orificio, ya que las ventanas, que iluminan el interior, les transmiten seguridad. Al intentar salir se chocan y se caen hasta el fondo del jarro. De ahí no pueden escapar, ya que las paredes son muy lisas y además hay unos pelos dirigidos hacia abajo que les impiden subir. Cuando los insectos caen en el agua del fondo y mueren ahogados, ciertas bacterias y microorganismos se encargan de descomponerlos y luego la planta los absorbe. Parece ser que la Darlingtonia califórnica es capaz de producir algunas enzimas para ayudar a las bacterias en la descomposición, pero esto no está muy claro; de ahí que se hable de digestión pasiva o semiactiva.
El receptor escuchó con atención. Al acabar, el hombre que leyó el informe preguntó ¿Desea algo más, Don Mariano?
Daniel S. Lardon
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