Diario de un hombre humillado, de Félix de Arzúa

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El mapa quebrado de la conciencia: rescate de una novela fundacional de la narrativa experimental española

Publicado en 1987 por la editorial Anagrama, Diario de un hombre humillado se sitúa en un lugar incómodo y fascinante de la narrativa española contemporánea. Obra esquiva, de difícil adscripción y recepción intermitente, la novela de Félix de Azúa constituye uno de los artefactos literarios más densos, lúcidos y radicales de la segunda mitad del siglo XX. Su rescate hoy no obedece a una simple recuperación arqueológica, sino a la necesidad de reactivar críticamente una genealogía literaria que —como esta novela— desafía las convenciones del relato tradicional, al tiempo que propone una indagación profunda sobre el sujeto contemporáneo, la memoria, la percepción estética y la disolución del yo en el lenguaje.

Situada entre el posmodernismo europeo y una tradición literaria española que tiende a ocultar sus vanguardias, Diario de un hombre humillado se presenta como un texto seminal de la narrativa experimental española. Su influencia, aunque más reconocible en círculos académicos o literarios de culto, ha sido determinante para una generación de escritores que, desde finales de los ochenta, buscaron en la forma y en la conciencia del estilo una vía alternativa a los relatos de filiación realista o historicista que dominaron el panorama editorial del periodo de la transición. A casi cuarenta años de su aparición, la novela de Azúa sigue siendo una anomalía. Y como toda anomalía persistente, reclama una relectura que la inscriba no solo en su contexto de producción, sino también en el mapa más amplio de las transformaciones de la literatura española contemporánea.

Una novela sin argumento: el artificio de la forma

La primera dificultad —y también el primer logro— de Diario de un hombre humillado es su resistencia a la sinopsis. Formalmente, se presenta como un diario íntimo, un cuaderno de notas escrito por el protagonista —Antón — en el que se recogen impresiones, pensamientos, fragmentos ensayísticos, evocaciones de arte, textos intercalados, sueños, reflexiones filosóficas y descripciones minuciosas de la vida cotidiana. La estructura, sin embargo, no responde a un orden temporal ni argumental lineal, sino a una acumulación de materiales dispersos que, como un collage, configuran una especie de topografía mental de la conciencia del narrador. El argumento, si se puede hablar de tal cosa, es mínimo: el protagonista, un hombre culto, irónico y desencantado, atraviesa un periodo de crisis existencial tras la pérdida —ambigua, deliberadamente borrosa— de una mujer que ha marcado su vida. Desde esa experiencia de vacío y pérdida, el diario se convierte en un instrumento de autoconocimiento y también de descomposición: el yo que escribe no busca reconstruirse, sino explorar las fisuras, los pliegues, las zonas muertas de la conciencia.

La escritura de Azúa, heredera del nouveau roman, de la literatura centroeuropea de entreguerras y de la filosofía continental, asume sin reservas la tarea de minar las bases tradicionales del relato. Hay en estas páginas una voluntad deliberada de estilo, un culto a la frase como unidad estética y una renuncia a la narración como forma de orden del mundo. El diario es, en este sentido, más un campo de batalla lingüístico que un refugio confesional: no hay catarsis, no hay redención, no hay aprendizaje. Lo que hay es una escritura que interroga sin cesar sus propias condiciones de posibilidad.

Una de las claves más fértiles de Diario de un hombre humillado es la construcción del narrador: Antón no es un personaje al uso, sino más bien una conciencia en disolución. Su mundo es el de la hipercultura: referencias al arte, la música, la literatura, la filosofía, la arquitectura… Todo lo que escribe está atravesado por un saber enciclopédico que, lejos de convertirse en un repertorio ornamental, se presenta como síntoma de la alienación. El protagonista sabe demasiado, pero ese saber no le salva: al contrario, lo encierra en un laberinto de referencias que imposibilitan la experiencia directa. Esta figura del narrador cultivado, escéptico, solipsista y decadente —tan frecuente en cierta literatura europea del siglo XX— encuentra en Azúa un tratamiento singularmente español: Antón no es un simple émulo de Musil o de Broch, sino un sujeto cuya melancolía está ligada a una historia cultural concreta, a una tradición literaria que va de Larra a Azorín, pasando por los ensayistas de la Institución Libre de Enseñanza. Hay en su voz un tono civil apenas disimulado, una crítica soterrada a la banalización de la cultura, al consumismo estético y al eclipse de la interioridad en el mundo contemporáneo.

En este sentido, el «hombre humillado» del título no es solo un sujeto herido por una historia sentimental fallida, sino alguien que encarna una experiencia más amplia de derrota: la del intelectual en una sociedad que ha dejado de escucharle, la del individuo ante un lenguaje que ya no puede nombrar con claridad, la del artista en un mundo que ya no distingue entre simulacro y autenticidad.

Erotismo, abyección y mirada

Uno de los hilos más perturbadores —y también más poderosos— del libro es el tratamiento del erotismo. A lo largo del diario, el cuerpo femenino aparece descrito con una mezcla de fascinación estética y pulsión destructiva que desestabiliza cualquier lectura unívoca. No se trata de erotismo celebratorio, sino de una forma oscura de posesión, de deseo estético llevado al límite de la crueldad. La mujer amada, a la que el narrador se refiere con distintos nombres o en tercera persona, no es un personaje, sino una figura, casi una alegoría, en torno a la cual se organiza un imaginario de la humillación, el deseo y la pérdida. La mirada del narrador, intensamente visual, convierte cada escena en un cuadro: Azúa, que es también historiador del arte, describe cuerpos, gestos y espacios con una precisión pictórica que remite a una tradición de la representación que va de Caravaggio a Francis Bacon. Pero en estas descripciones hay también una violencia sutil, una tensión entre el impulso de poseer y la certeza de que toda posesión es ilusoria. Esta dimensión del texto —incómoda, fronteriza, deliberadamente ambigua— ha sido objeto de interpretaciones contradictorias: algunos han visto en ella una forma de misoginia sublimada; otros, una reflexión sobre los límites del deseo y la representación. Sea cual sea la lectura, lo cierto es que en esta novela el cuerpo no es nunca neutro: es campo de batalla, superficie de proyección, texto que se escribe con la mirada y con la pérdida.

Entre la novela y el ensayo

En la forma fragmentaria de Diario de un hombre humillado resuena una larga tradición que incluye el aforismo romántico alemán, las meditaciones de Pascal, los Carnets de Valéry, pero también la prosa de los moralistas franceses o las notas de Kafka. Azúa se inserta en esta genealogía con una prosa depurada, a menudo irónica, siempre exigente, que convierte cada página en una pequeña unidad autónoma, pero que, en su conjunto, configura una imagen caleidoscópica de una conciencia fracturada. La hibridación de géneros es una de las claves del libro: no es novela en sentido estricto, pero tampoco diario íntimo ni ensayo filosófico. Es todo eso a la vez. Esta oscilación constante entre géneros no es un capricho estilístico, sino una forma de cuestionar las categorías heredadas y de explorar nuevas formas de experiencia literaria. En este sentido, Diario de un hombre humillado anticipa muchas de las formas híbridas que hoy proliferan en la literatura española más audaz: desde el ensayo narrativo al diario autoficcional, desde la crónica introspectiva a la meditación estética.

La razón de rescatar hoy Diario de un hombre humillado no es solo su valor intrínseco, que lo tiene y en abundancia, sino también su función como texto fundacional dentro de la narrativa experimental española. A pesar de haber recibido en su momento el Premio Herralde de Novela, y de gozar de un prestigio sostenido entre ciertos sectores críticos, la novela de Azúa ha permanecido en una suerte de limbo editorial: citada, pero poco leída; admirada, pero rara vez imitada. Sin embargo, su influencia es perceptible —aunque no siempre reconocida— en autores que, desde los años noventa, han reivindicado la disolución de las fronteras genéricas, la densidad estilística y la reflexividad metaliteraria como elementos centrales de su escritura. Escritores como Vicente Luis Mora, Mercedes Cebrián o Javier Moreno, entre otros, han retomado, desde diferentes ángulos, esa apuesta por una literatura que no renuncie a la complejidad, que no se someta a las lógicas del mercado ni al sentimentalismo fácil.

En un tiempo como el actual, en el que la escritura literaria parece debatirse entre la superficialidad del testimonio o la rentabilidad del entretenimiento, releer a Félix de Azúa es un acto de resistencia. Diario de un hombre humillado nos recuerda que la literatura puede —y debe— seguir siendo un espacio de pensamiento, de incomodidad, de riesgo formal. Un espacio donde el lenguaje, lejos de servir solo para contar historias, se convierte en una forma de conocimiento.

El rescate de Diario de un hombre humillado es, en última instancia, un gesto crítico: se trata de devolver al presente un texto que, desde su publicación, desafió las convenciones y abrió una vía para una literatura exigente, fragmentaria, introspectiva y radicalmente estética. En su apuesta por el fragmento, por la conciencia y por la ambigüedad, esta novela de Félix de Azúa sigue interpelando al lector contemporáneo con la misma fuerza y la misma incomodidad que hace casi cuatro décadas.

Releerla hoy es, en cierto modo, reconocer que la humillación del sujeto moderno no ha hecho más que profundizarse, pero también que, en la escritura, todavía puede encontrarse una forma de dignidad.

REDACCIÓN por Equipo Punto y Seguido

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