El hombre que se parecía a Orestes – Álvaro Cunqueiro

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FRONTERAS Y DESPLAZAMIENTOS

La biblioteca secreta

España siglo XX: Un hombre que se parecía a Orestes – Álvaro Cunqueiro (1969). Mitos y exilios en una España sin tiempo.

Hay libros que no obedecen a una época, ni a un género, ni siquiera a una forma de entender la literatura tal y como esta se codifica en los manuales. Un hombre que se parecía a Orestes, publicada por Álvaro Cunqueiro en 1969, pertenece a esa estirpe de obras inclasificables que parecen habitar su propio territorio, con leyes estéticas propias, un tiempo interior suspendido y una geografía ajena al mapa oficial. Es precisamente esta condición periférica —a medio camino entre la tragedia griega, la novela policiaca, la fábula simbólica y la mitología rural— lo que convierte a esta obra en candidata ideal para formar parte de la biblioteca secreta de nuestro atlas literario. Porque si algo propone Cunqueiro en esta novela es una experiencia de lectura que descoloca: un viaje narrativo que subvierte las fronteras entre lo clásico y lo contemporáneo, entre lo histórico y lo mítico, entre lo español y lo universal.

Álvaro Cunqueiro y el exilio interior

La figura de Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911 – Vigo, 1981) ocupa un lugar peculiar en la literatura española del siglo XX. Aunque fue un autor reconocido —Premio Nacional de la Crítica en 1959, miembro de la Real Academia Gallega— su obra ha oscilado entre la admiración crítica y el relativo desconocimiento del gran público. Cunqueiro escribió tanto en gallego como en castellano, y cultivó todos los géneros: novela, poesía, ensayo, periodismo, teatro. Su estilo, profundamente barroco, juguetón y erudito, bebe de la tradición medieval, de la literatura de viajes, de los repertorios mitológicos y de la cultura popular.

En los años sesenta, Cunqueiro comenzó a desarrollar en castellano una serie de novelas que exploran la relectura de mitos clásicos en contextos ibéricos anacrónicos. Es el caso de Merlín y familia (1955), Las crónicas del sochantre (1956) y, especialmente, Un hombre que se parecía a Orestes, que cierra este ciclo con una propuesta más sombría y simbólica.

Si bien no fue un autor políticamente militante, la obra de Cunqueiro puede leerse como una forma de exilio interior: una retirada literaria hacia mundos simbólicos, una creación de espacios alternativos desde donde mirar críticamente una realidad que, durante el franquismo, había quedado empobrecida culturalmente, cuando no directamente mutilada. En este sentido, su literatura constituye un modo de resistencia sutil, indirecta, profundamente irónica y subversiva en sus capas más profundas.

Un hombre que se parecía a Orestes parte de una premisa sencilla y, al mismo tiempo, desconcertante: Orestes, el personaje de la mitología griega que regresa para vengar la muerte de su padre Agamenón, reaparece en una Galicia imprecisa, suspendida en el tiempo, para cumplir de nuevo su destino trágico. El narrador nos presenta a este Orestes moderno, que llega a una ciudad del norte con la intención de cometer un asesinato, reencontrarse con su madre y resolver un misterio que, como en toda tragedia, no tiene solución feliz.

Desde las primeras páginas, el lector comprende que está entrando en un mundo regido por otras leyes. La ciudad donde transcurre la historia no está nombrada, pero evoca ese paisaje atlántico de niebla, piedra y superstición que Cunqueiro recrea una y otra vez. Aquí, el tiempo parece detenido, y los personajes hablan con una mezcla de sentencias oraculares, refranes populares y ecos de tragedia. Hay cafés oscuros, pensiones de paso, médicos retirados, señoras que leen el destino en las cartas, actores de teatro itinerantes, inspectores de policía que filosofan, una Cloe resucitada desde la mitología y, sobre todo, una atmósfera irreal que tiñe cada diálogo de ambigüedad.

El gran hallazgo de la novela es precisamente esa fusión entre el relato mitológico y lo cotidiano, entre el destino trágico y la rutina provinciana. Orestes es aquí un personaje dividido entre la voluntad de comprender su pasado y la imposibilidad de escapar de él. Su parecido con el Orestes original no es solo físico o nominal: es un eco del mito que se materializa en otro contexto para recordarnos que, en el fondo, los grandes relatos de la humanidad siguen repitiéndose con distintos disfraces.

Desde el punto de vista de nuestra sección Fronteras y desplazamientos, la novela opera sobre varios ejes que justifican plenamente su inclusión. El primero y más evidente es el desplazamiento mitológico: traer a un personaje clásico a un contexto moderno obliga a cuestionar las fronteras del tiempo narrativo y de la coherencia cultural. ¿Qué hace Orestes en Galicia? ¿A qué tipo de fatalidad se enfrenta? ¿Es su crimen una necesidad, una locura, una metáfora?

Pero hay otras fronteras más sutiles que atraviesan el texto. La identidad de Orestes, por ejemplo, nunca está del todo clara: ¿es realmente quien dice ser, o solo alguien que se cree serlo? Este juego de máscaras, muy propio del teatro griego y del simbolismo moderno, convierte la novela en una meditación sobre el yo, el papel que desempeñamos en la sociedad y la fragilidad de nuestras certezas.

Asimismo, hay un desplazamiento geográfico en sentido amplio: la ciudad en la que transcurre la acción es, al mismo tiempo, reconocible y fantasmal. No es la Galicia real, pero tampoco es un espacio completamente inventado: es una geografía literaria, construida a partir de fragmentos de la memoria, de lo mítico y de lo cultural. En este sentido, la novela dialoga con otras obras de la literatura gallega y española que exploran la identidad desde el territorio, como La saga/fuga de J.B. de Torrente Ballester o los relatos de Rafael Dieste.

Finalmente, existe un desplazamiento lingüístico y cultural que merece atención: Cunqueiro, gallego bilingüe, elige escribir esta novela en castellano, pero impregna el texto de cadencias, giros y símbolos propios de su tradición gallega. Este bilingüismo tácito, esta hibridez cultural, constituye también una forma de frontera, un lugar de tránsito entre lenguas, imaginarios y herencias.

Aunque Un hombre que se parecía a Orestes no es una obra abiertamente política, su carga crítica no debe subestimarse. En el contexto de la España de finales de los años 60 —una dictadura que ya mostraba signos de agotamiento pero seguía imponiendo censura y represión—, escribir una novela que mezcla mitología clásica con simbolismo literario, y que plantea preguntas sobre la identidad, la culpa y el destino, es una forma de resistencia estética.

Cunqueiro no denuncia directamente, pero incomoda desde la ambigüedad. Su novela no ofrece certezas, ni modelos heroicos, ni una visión clara del bien y del mal. En su lugar, propone un espacio de incertidumbre donde el lector debe reconstruir el sentido desde fragmentos, signos y silencios. Esta forma de narrar se sitúa en las antípodas del realismo social dominante en algunos sectores de la literatura española de la época, pero también se aleja de la evasión banal: es un juego literario con reglas propias, profundamente sofisticado.

En este sentido, la novela dialoga con corrientes europeas como el nouveau roman o el simbolismo centroeuropeo, pero sin perder nunca su anclaje en lo ibérico. La figura de Orestes, en esta relectura, no es solo un eco trágico: es también una metáfora del español contemporáneo, dividido entre la necesidad de recordar y el deseo de olvidar.

Redescubrir a Cunqueiro hoy

Más de medio siglo después de su publicación, Un hombre que se parecía a Orestes sigue siendo una obra de lectura exigente, pero necesaria. En un momento en que la literatura tiende a lo inmediato, a lo explícito y a lo autorreferencial, la propuesta de Cunqueiro recupera una forma de narrar que confía en la inteligencia del lector, en su capacidad para descifrar símbolos y reconocer mitos.

Incluir esta obra en La biblioteca secreta es, por tanto, un acto de reivindicación: no solo de un autor fundamental, sino también de una manera de entender la literatura como territorio de exploración, como espacio de desplazamiento y como frontera entre el pasado y el presente. Porque si algo nos recuerda esta novela es que, a veces, los personajes más antiguos son los que mejor hablan de nosotros. Orestes, el trágico, el que vuelve para ajustar cuentas, no ha dejado de caminar entre nosotros. Solo hay que saber reconocerlo.

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REDACCIÓN

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