«La brevedad es hermana del talento».
— Antón Chéjov
I. Umbral
Todo cuento es una estructura que respira. Es un artefacto que, como una catedral en miniatura, ha de sostenerse en su propia lógica interna: equilibrio, foco y tensión son las vigas invisibles que lo mantienen en pie. Si falta una de ellas, el conjunto se tambalea, se desvanece, se cae. A diferencia de la novela, que puede permitirse digresiones, el cuento exige una mirada afilada y una construcción minuciosa: nada sobra, todo pesa.
II. Equilibrio: la forma como promesa
Un cuento bien armado no es simplemente un texto breve: es una forma cerrada, autorregulada, que en su brevedad cumple una promesa de sentido. Aunque su final pueda ser abierto o ambiguo, el texto no queda descompensado; hay una proporción secreta entre sus partes que le confiere equilibrio. Escribir un cuento exige una economía rigurosa y, al mismo tiempo, una armonía entre lo dicho y lo insinuado.
En esta arquitectura, cada frase tiene una función, cada detalle es un ladrillo que sostiene el conjunto. Los grandes cuentistas —Chéjov, Katherine Mansfield, Borges, Alice Munro— construyen relatos que se inclinan, que a veces parecen torcerse, pero que nunca se rompen: incluso en su asimetría, hay proporción.
Ese equilibrio también se percibe en el ritmo: una introducción que no se extiende más de lo necesario, un nudo que avanza sin detenerse en decoraciones inútiles, un desenlace que no sobreexplica. El lector puede no saber exactamente por qué el cuento “funciona”, pero lo siente: no hay ruido, no hay sombra mal colocada. Como en ciertas piezas musicales o poemas breves, hay una justa duración, una cadencia que acompaña y sostiene el sentido.
III. Foco: decir lo esencial, callar lo demás
Uno de los errores más frecuentes al escribir cuentos es querer decir demasiado: abordar varios temas, insertar varias tramas, describir más de lo necesario. Pero el cuento no lo tolera. No porque le falte capacidad, sino porque su naturaleza es otra: el cuento trabaja por condensación, por intensificación, no por acumulación.
El foco narrativo, en este sentido, no se refiere solo a la perspectiva desde la que se cuenta (primera, tercera, voz distante o cercana), sino al objeto de la mirada. ¿De qué trata verdaderamente el cuento? ¿Dónde está el núcleo? ¿Qué imagen, qué situación, qué gesto lo origina? El cuentista debe ser capaz de detectarlo y sujetarlo con firmeza. Lo demás —la información secundaria, los caminos tentadores que llevan a otras historias posibles— deberá quedar fuera.
Decidir qué no contar forma parte del arte de contar bien. Flannery O’Connor decía que el escritor necesita tener claro todo lo que pasa, incluso lo que no va a mencionar: esa conciencia silenciosa estructura el cuento desde dentro. Hay relatos que se sostienen por lo que dejan fuera, como si el espacio en blanco entre las líneas fuera tan expresivo como las palabras escritas.
El foco también implica una atención extrema al detalle significativo. En el cuento, un objeto puede ser toda una biografía; un diálogo breve, un conflicto entero. La mirada del autor debe estar afinada para captar lo que importa, sin necesidad de subrayarlo. Si el lector lo encuentra, el cuento ha hecho su trabajo.
IV. Tensión: ese hilo invisible
Quizá lo más difícil de sostener en un cuento es la tensión. No nos referimos necesariamente a la tensión dramática del relato de misterio o del suspense clásico, sino a esa energía contenida que impulsa el texto y lo hace avanzar. Un buen cuento tiene una pregunta latente, una inquietud, un desequilibrio inicial que, aunque no llegue a resolverse, empuja cada línea hacia adelante.
Esa tensión puede tomar muchas formas: una conversación ambigua, un secreto apenas insinuado, una atmósfera opresiva, una espera, una amenaza. A veces no hay conflicto explícito, pero sí una intensidad subterránea que arrastra al lector. En los cuentos de Raymond Carver, por ejemplo, la tensión suele ser muda, casi invisible, pero no por ello menos potente.
La tensión bien manejada no grita, no se exhibe: trabaja en la respiración del texto, en los cortes, en los silencios. Es un equilibrio entre lo que el lector sabe y lo que intuye, entre lo que el narrador revela y lo que calla. De ahí que la estructura del cuento —su arquitectura— no pueda desligarse de su tono ni de su ritmo: un quiebro en la tensión es un fallo en la forma.
Y, como en toda buena arquitectura, lo que parece simple en realidad ha sido cuidadosamente calculado. La tensión debe crecer, o al menos sostenerse, hasta el final. Ese final, que no siempre debe ser sorpresa, sí tiene que ser inevitable: no tanto por lo que ocurre, sino por la manera en que se enlaza con todo lo anterior. El lector no tiene por qué preverlo, pero, cuando llega, debe sentir que no podía haber otro.
V. Una forma que no se improvisa
Escribir cuentos requiere paciencia, precisión y una cierta renuncia al desborde. No basta con tener una buena idea: hay que saber darle forma. Y esa forma no se improvisa. Se aprende —o se afina— leyendo muchos cuentos, escribiendo otros tantos, descartando muchos más. Es una tarea más de oído que de técnica, aunque también haya técnica. Saber cuándo cortar, cuándo callar, cuándo insistir. Saber que una palabra puede pesar demasiado y hundir un párrafo, o que un adjetivo puede salvar un silencio.
El cuento es una forma exigente, pero generosa con quien la respeta. No pide grandeza, pide precisión. Y no siempre recompensa con aplausos: a veces solo deja una sombra, una imagen que persiste, un eco. Pero ese eco es todo.
VI. Final sin cierre
Los cuentos bien construidos no siempre cierran con llave: a menudo dejan una ventana entreabierta, una grieta por la que el lector pueda asomarse. Pero para que eso ocurra, la arquitectura debe estar bien armada. Solo entonces la historia vibra, respira, se sostiene. Solo entonces esa pequeña construcción de palabras es capaz de tocar algo verdadero.
«Un cuento debe ser una flecha lanzada con fuerza hacia un blanco preciso. Pero también debe dejar en el aire la sospecha de que algo más ha sido alcanzado».
— Cristina Fernández Cubas
Punto y seguido



