Un pequeño despiste – Anxo do Rego

0
239

Aunque me falte el aliento y las fuerzas
me abandonen, siempre quedará
un hilo de esperanza de volver a verte.
—H.K. Velvet

Cuando un hombre vive solo, únicamente se ha ocupado de trabajar, y su vida ha transcurrido casi siempre al lado de una mujer que le acompañó en la mayoría de sus actividades cotidianas, las respuestas a muchas preguntas que se formula suelen no tener razón de ser. En ocasiones ese ser imperfecto, se ve indefectiblemente arrastrado a una toma de decisiones a las que no está acostumbrado, sencillamente porque en su momento las realizó su compañera. Cosas tan cotidianas como comprar pan, leche, lotería, o recoger un traje del tinte, ahora debe hacerlas él, pues a nadie tiene que se lo recuerde o las haga por él.

Rafael tuvo una vida intensa y descontrolada. Un detestable grupo de amigos le arroparon mientras tuvo dinero. Las mujeres se acercaban a él como moscas a un panal de miel. Sin embargo, cuando sus bolsillos aparecieron repletos de nada y su cuenta corriente se asemejaba a una explosión de fuegos artificiales de color rojo, los amigos y las mujeres, desaparecieron como ratas en un barco a punto de naufragar.

Su vida se agostó a partir de entonces, su carácter se endureció y con ellos deambuló por un mundo reacio a aceptarlo. Tuvo que aprender a caminar, él que siempre condujo un coche. A cocinar, cuando almorzaba en restaurantes. Fue duro y costoso, no solo mental, acostumbrado a una forma de vida sin restricciones, también físico. De trabajar sin necesidad, por mero divertimento, tuvo que hacerlo para ganar una miseria y poder comer. Del mismo modo, aprendió a buscar los productos más económicos si quería llegar a fin de mes. Se acostumbró a viajar en medios públicos al no disponer de vehiculo propio. Durante años fue una verdadera odisea superarse. Por fin, un buen día, volvió a ver la luz de cohetes azules en su cuenta corriente.

Alquiló un apartamento, compró un coche abollado de segunda mano y encontró a una mujer, con quien en apariencia se ofreció a compartir con él el resto de su vida. Algo así como sacar el manido billete para el último tren que pasaba por la estación de su desgraciada vida.

De nuevo la sociedad cesaba de mortificarlo, aunque a esas alturas poco o nada podría dañarle ya. El coche dejó de funcionar a los cuatro días. Se lo vendió un amigo, aunque lo tachara poco después de desalmado y canalla. Parecía curtido, y por qué no, acostumbrado a que cuando mejor le iban las cosas, algo o alguien irrumpía sin llamar en su vida, dificultando seguir en ella con esa placidez deseada.

Sin familia a quien acudir en caso de necesidad, se olvidaron de él, sin amigos y sin compañera, Rafael acabó por convertirse en un hombre taciturno, solitario y en ocasiones grosero. En noches de insomnio solía preguntar al mirar al infinito cielo, ¿cual de vosotras es mi mala estrella? Ninguna llegó a responder, posiblemente por temor a una represalia que la borrara del mapa celeste o la convirtiera en una enana a punto de explotar. Cuanto tuvo y pudo tener, se desvaneció, y no solo eso, mantenerse también le ocasionaba sinsabores, por llamarlo de una manera blanda.

La ultima pareja femenina, con quien compartía hogar y cama, un buen día se levantó extraña y negativa, hasta tal punto, que, al siguiente, Rafael se marchó con lo puesto por no soportar el ingente volumen de frases estúpidas e incomprensibles, llenas de agresividad, que comenzó a soltar atropelladamente. Solo preguntó, ¿Qué te hecho yo para comportarte así conmigo? No obtuvo respuesta entendible, digerible por su cerebro y menos aún, que justificara tamaña actitud. Continuó lanzándole dardos verbales envueltos con palabras malintencionadas, que le obligaron a abandonar, y, evitar con ello, poner las manos en su cuello para salvarla de seguir respirando aire contaminado. También de ser acusado de homicidio premeditado. Fue la primera vez que tuvo ganas de matar a alguien, ante la impotencia respirada con el constante ataque sufrido. Por esa razón se marchó. De haberla hecho callar, hoy tacharían su acción de terrorismo machista. Claro que, quienes sin conocimiento exacto de los hechos valoran esas actitudes, se convierten en meros especuladores y absurdos seres sin apoyo razonable con su arbitrio y conciencia mediatizada. No es cierto todo lo que se ve o escucha sin tamizarlo por un proceso que lo advere.

Tiempo después, comprendió la razón por la que una persona se rellena de odio. A partir de ese momento comenzó a rechazarla de manera casi sistemática. Se alejó de aquella casa y comenzó una nueva vida, otra vez solo. Ya empezaba a acostumbrarse. Como a faltarle dinero para acabar el mes, o a comer cada día menos.

Las cosas no cambiaban, tras varios viajes fuera de su ciudad en busca de un trabajo más remunerativo, sin resultado positivo alguno, volvió de nuevo a Madrid, no por su propio gusto, sino por las circunstancias que la providencia maneja, a una vivienda muy cercana a la de su odiada excompañera.

Se convenció que el odio profesado a esa mujer solo era fruto de su soledad, y transigió para no alimentarlo más. Claro que a veces la providencia se entretiene en liar las situaciones. En más de una ocasión la vio caminar frente a él, por calles o plazas del barrio. Para evitar enfrentamientos absurdos, decidía cambiarse de acera o dirección, evitando cruzarse con ella. Las horas y lugares por donde se movía y paseaba, fue alterándolos con el fin de no volver a verla ni tan siquiera de lejos. Así se mantuvo durante mucho tiempo. El odio fue remitiendo y Rafael comenzó a respirar con cierta tranquilidad.

Rescató una afición olvidada durante mucho tiempo, dibujar. A partir de ese momento, se entretuvo en recorrer cuanto le rodeaba cotidianamente y reflejarlo en su cuaderno de dibujo. Por las mañanas salía temprano, iba a trabajar a una absurda y antigua empresa aseguradora, al terminar su jornada a las tres de la tarde, regresaba a casa para almorzar y enfrascarse después con sus lápices y cuaderno de dibujo.

No salía a pasear sin ellos, seguía practicando como en la cocina. De cuando en cuando lograba hacer una comida con resultado regular después de muchos y horrendos intentos incomibles. Pero sobre todo consiguió que su autoestima aumentara.

Una tarde, de las muchas que iba a un centro comercial para comprar alimentos, vió la apertura de un establecimiento donde ofrecían pinturas, oleos, acuarelas y dibujos, como los suyos. Unos enmarcados, otros en láminas a la espera de ser adornados por los compradores. Se atrevió a entrar y ofrecer los suyos. Quien le atendió pareció ser experto y dedujo que podría obtener beneficios con la venta de algunos.

La tarde siguiente se acercó con una voluminosa carpeta, llena de láminas. Todas y cada una de ellas firmadas, rubricadas y datadas en la esquina inferior derecha.

—Voy a comprarle seis dibujos. Los otros si quiere puede dejármelos en depósito y a medida que los vaya vendiendo se los iré pagando —señaló el propietario.

—Me parece bien —respondió Rafael.

No tuvo la precaución de numerarlos en el dorso, como tampoco relacionarlos en una hoja y hacérsela firmar al propietario del establecimiento. Tampoco tenía razones para sospechar. Al cumplirse el primer mes, le dio el valor en efectivo de la venta de alguno de ellos.

Ahora tenía una ayuda económica, aunque no era lo más importante. Lo realmente trascendente resultaba ser su esfuerzo, su creatividad, que le proyectaba a un futuro sin carencias. Aquella noche y otras más, soñó con alcanzar la fama y ver sus obras expuestas en numerosas galerías.

Transcurrieron tres meses sin recibir el producto de la posible venta de sus dibujos. Así, decidió acercarse por enésima vez para pedir respuesta al propietario del establecimiento.

—¿Es que ya no se venden mis dibujos?

—En efecto, no se venden como antes.

—Pues si no le importa me gustaría retirarlos.

—Los tengo en otra de mis tiendas.

—¿Y cuándo puede traerlos?

—Espero que la semana que viene.

—¿Tanto tarda en ir a su otra tienda?

—Si, lo siento. Pero si no le importa, anóteme su número de teléfono y en cuanto los traiga, le aviso.

—De acuerdo, pero no se retrase mucho. Tengo oportunidad de ofrecer mis dibujos a otro tratante.

—No se preocupe.

Rafael buscó en sus bolsillos hasta encontrar un papel cuadrado. Sin mas escribió unos dígitos sobre el y se lo entregó al propietario, un hombre alto, mayor, con el pelo cano. Se despidieron con un apretón de manos, él con cierta desconfianza.

Hasta entonces su vida transcurría tranquila. Esos meses los ocupó en adecentar su armario de ropa. Se compró camisas, corbatas, calcetines, ropa interior y un par de zapatos. También pantalones y dos chaquetas. Todo con bastante esfuerzo económico.

Dada su estructura física, tanto los pantalones como las chaquetas, no tuvo más remedio que llevarlas a un establecimiento de reparación de ropa, con el fin de ajustarlos. Los tramites eran sencillos, entraba en un vestidor se ponía la prenda y una mujer acotaba con alfileres, cuanto debía cortar y arreglar.

Dado que su presupuesto le exigía prudencia, por exiguo, optó por calibrar las composturas. De ese modo un mes llevaría un pantalón y una chaqueta y al siguiente otro conjunto. Estas últimas prendas con cierto cariño y exigencia.

—Tenga mucho cuidado con ellos. Me han costado mucho, pese a comprarlos en rebajas, son especiales para mi. Sin duda los necesitaré para asistir a eventos importantes. Debo ir bien vestido.

—No se preocupe, le pondré toda mi atención y esfuerzo. Le quedarán como si se los hubiera confeccionado a medida.

—No hay prisa, de momento estoy pendiente de un trabajo.

—Si le parece bien, déjeme su número de teléfono y cuando las composturas estén hechas, le llamaré, así no tendrá que molestarse en venir.

—Se lo agradezco, últimamente estoy ocupado con la creación de nuevos dibujos.

—¿Es usted pintor?

—No, no señora, realizo dibujos artísticos a lápiz, únicamente.

—Serán preciosos.

Rafael revolvió sus bolsillos en busca de un papel donde anotar su número de teléfono. Encontró uno cuadrado y en su dorso lo anotó.

Una tarde tropezó con su odiosa y antigua compañera. Fue al doblar una esquina cuando iba al supermercado. De frente, sin esperarlo, allí estaba. Hizo ademán de marcharse, pero ya era tarde, su voz desagradable e inaguantable, esta vez suavizada, dijo.

—No huyas. No voy a hacerte nada.

—No tengo porque huir, ni temo acción alguna de tu parte, solo que no soporto verte. Así de claro.

—Tampoco yo. Solo quiero aprovechar que te veo para pedir tu número de teléfono, creo tener algunas cosas de tu propiedad en el trastero. Se que vives en el barrio, pero desconozco donde. Si eres tan amable de anotarme el número llamaré para decirte si encuentro algo y ver la forma de entregártelas.

Rafael anotó el número en un papel, se lo dio y sin más explicación, soltó un adiós, restringido, sin cordialidad, se apartó de ella y acudió al supermercado, razón de su paseo.

Entró y se acercó a la carnicería. Después de mucho mirar y al no encontrar lo que buscaba, optó por preguntar al dependiente.

—Busco jarretes de cordero —dijo convencido que el dependiente sabría atenderle.

—Ni siquiera sé qué es eso —respondió.

—Exactamente es la parte inferior de las piernas del cordero. Un trozo similar al osobuco de ternera.

—Mire déjelo. Si le parece bien, lo comentaré con el gerente y cuando me explique debidamente como es la pieza que usted necesita, le llamaré por teléfono. ¿Le parece bien?

—Estupendo, no tengo prisa por guisarlos.

Rafael se ofreció a escribir su número de teléfono en un papel. Como en ocasiones anteriores, se prometió encargar unas tarjetas personales. Como hiciera en ocasiones anteriores, lo anotó en el primer papel que encontró y se lo entregó al dependiente.

Debía dosificar las tareas a realizar. No todos los días podía ocupar su tiempo en el supermercado, la compostura de ropa, la venta de pinturas y dibujos, y la tintorería. Aquella tarde no tuvo mas remedio que llevar una chaqueta oscura, recientemente utilizada con resultado nefasto, pues le vertieron el contenido de un cocktail sobre la solapa, y ni siquiera el aerosol que le brindó un camarero de servicio en la sala de exposiciones Dunay, pudo salvar la mancha.

A medida que avanzaba camino de la tintorería, los recuerdos se hacían hueco en su cerebro, rememorando los hechos. A primeros de Septiembre y después del envío masivo de solicitudes para exponer, la Sala Dunay aceptó su presencia para ver sus dibujos y analizar la posibilidad de exponerlos. Le pidió acercarse una tarde aprovechando la explosión de un pintor de ascendencia francesa recién llegado de Paris.

Conversaron animadamente y gracias a una mujer, que se fijó en los dibujos de Rafael, Matías Sandoval, aceptó montar tan pronto acabara con el pintor francés, la de sus dibujos.

—No deseches esos dibujos, son extraordinarios —dijo tras permanecer unos minutos observándolos a espaldas de Matías.

—¿Los valoras tanto, Andrea?

—Naturalmente, son frescos, naturales, llenos de ansias, rompedores, desgajan las líneas y estructuras actuales. Sin duda son un ejercicio de futuro y caben perfectamente en la línea marcada para nuestras galerías.

—De acuerdo. Ya has visto, Rafael, Andrea se convierte en tu valedora. Expondré tus dibujos, cuando finalice la exposición de Mitre.

—Gracias Sandoval.

Andrea se colgó materialmente del brazo de Rafael y con una elegancia que ya no recordaba, le invitó a tomar una copa. Se acercaron sonriendo hasta el mostrador donde dos camareros solícitos, respondían las peticiones. Andrea, se limitó a pedir un zumo de naranja natural con vodka, y Rafael, por acompañarla, la copió. Cuando tuvieron ambos vasos en sus manos se separaron del mostrador temporal para continuar charlando tanto de sus dibujos como de la posibilidad de volver a verse.

—Puedes acercarte una tarde por la galería, si quieres.

—Claro, ¿donde ésta?

—En un centro comercial a las afueras de Madrid.

—No se si podré, carezco de coche.

—Es una pena, allí te podría enseñar tantas cosas —acompañó la frase con una sonrisa.

—Lo lamento.

—No importa, tal vez podamos vernos en Madrid, cuando acabe mi jornada. Puedo llamarte. Dame una tarjeta tuya y lo haré.

—Me gustaría pero acabo de pedirlas a la imprenta y aún no me las ha entregado. Te lo anotaré en un papel.

—Vale. No obstante, puedes hacerlo tú. Toma —dijo ella entregándole una suya.

—Te llamaré.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Estupendo, quiero presentarte a gente importante. Ve preparándote.

—Gracias, Andrea.

—Ya me lo agradecerás —dijo volviendo a sonreír.

Al despedirse se besaron. Algo parecía haberse iniciado aquella tarde. Antes de entrar en su casa, paso por una cafetería, se acercó al mostrador y pidió otro zumo de naranja natural con vodka, o eso creyó, pues no hacía más que recordar el momento.

—Señor, ¡oiga!, dígame en que puedo atenderle.

—Perdón, señorita. Quiero una limpieza para esta chaqueta.

—¿Qué le ha pasado?

—Me echaron un coctel encima.

—¿Sabe de que era?

—No. Solo que llevaba frutas.

—¿Tal vez granadina?

—Yo que se.

—Verá, se lo digo porque las manchas de eso, no se suelen quitar bien.

—No lo se, pero de cualquier forma inténtenlo.

—Claro, señor.

—¿Lo paga ahora o cuando la recoja?

—Mejor al recogerla.

—Bien, déjeme su número de teléfono y dirección.

—Claro, anótelo.

Su recién iniciada relación con Andrea, causó un movimiento sísmico en la vida de Rafael, removió su estructura interna, dejando en la superficie, algo tan simple como alegría de vivir, un tumultuoso y renovado entusiasmo. La llamó a los tres días y ella le recogió en su coche, a la altura de la Plaza de Castilla, después le llevó a una reunión en el Hotel Palace. La segunda vez estuvieron en una Galería en el barrio de Salamanca. A todas acudió con el mismo traje, aunque con diferente camisa y adornado con una corbata distinta. El advirtió que Andrea se había fijado, sin embargo,, nada le dijo. A veces, cuando le recogía en el mismo lugar, ella se cambiaba de butaca para dejarlo conducir a él.

Durante el primer mes se sintió satisfecho, pero al iniciarse el segundo, los fantasmas aparecieron sin llamarlos. Tenía miedo a perderla, a que se sintiera mal por no tener coche, por no ir a recogerla, o no invitarla a cenar en algún restaurante de moda. Su comportamiento fue elegante, directo, sin restricciones.

Una tarde se negó a sentarse en el lugar del conductor, incluso no fue vestido para la ocasión que Andrea le brindaba, como la mayoría de las veces anteriores.

—¿Qué te ocurre hoy, Rafael?

—No puedo seguir con este ritmo de vida.

—¿No te gusta?

—Si, pero no puedo. No dispongo de ropa adecuada, ni coche, ni dinero suficiente para invitarte a cenar una noche, o acompañarte como otras veces a terminarla tomando una copa.

—Pero eso no debe preocuparte, yo si puedo y no me molesta hacerlo.

—Lo se, pero mi orgullo se siente herido. No por tu culpa, sino por la mía. Este mundo al que me invitas cada tarde, lo conocí hace años, pero desgraciadamente caí en un pozo sin fondo. Ahora vivo en un proceso de recuperación.

—Y lo conseguirás muy pronto. Las ventas de tus dibujos van estupendamente. Matías me ha dicho que se han interesado en Suiza. Quieren exponer tus dibujos durante el mes de noviembre. Buenas fechas para vender.

—Pero Andrea, no podré ir, tengo mi trabajo en Madrid, no puedo dejarlo.

—¿Ni siquiera por un mes? Podrás pedir ese tiempo ¿no?

—Es posible, aunque también me arriesgo a que me den todo el tiempo del mundo.

—No entiendo.

—Si, que me despidan.

—Ahí no puedo hacer nada, es un riesgo que debes correr y decidir si lo asumes o no.

—Te responderé. Antes debo analizarlo debidamente.

—Temes algo más ¿verdad?

—Perderte.

—A mi no, yo estaré a tu lado. Sin embargo no el mundo que te espera. A veces yo misma tendré que adentrarme en el, y si no me acompañas, lo lamentaré. Es mi vida.

—Lo sé.

—Bueno, veo que esta noche no tienes ganas de reuniones.

—No, lo siento, solo quería decirte lo que has escuchado.

—De acuerdo, entonces yo tampoco iré. Ven, cenaremos en mi casa. Tal vez incluso desayunemos juntos.

—Eres maravillosa.

Aquel mundo se introdujo en Rafael como el virus del constipado. Noche tras noche y día tras día, no hacía otra cosa que analizar la situación. Debía hacer algo, pero, ¿qué?

Durante una semana dejó de llamar a Andrea, recuperar su vida normal, la de antes de presentar los dibujos. Recordó que aún no había recogido los entregados al galerista de barrio, en el Centro Comercial, con el trajín que le mantuvo ocupado hasta ese momento lo olvidó por completo. Lo dejaré para otra tarde, hoy iré a echar un boleto de lotería.

Entró en el despacho de loterías para echar el boleto, y al enfrentarse a la ventanilla, vio un cartel anunciando que un boleto sellado en esa administración había resultado premiado con un elevado premio.

—¿Cuánto le ha tocado al beneficiario? —preguntó a Leocadio, dueño de la administración y conocido de Rafael.

—Cerca de veintinueve millones de euros.

—¡Caramba! Vaya pellizco.

—No sabrás quien ha sido el agraciado, claro.

—No lo se, ni lo ha cobrado todavía. Según parece, quien lo tenga no lo sabe, o no lo ha mirado.

—¿Qué números salieron? Los miraré por si acaso soy yo.

—Claro. Míralos no sea que se te pase el tiempo de cobrarlo.

Se rieron un buen rato y al ver la lista con los números premiados, su corazón dio un salto. Recordaba haber rellenado una columna con números similares. Se puso nervioso. Después saludó a Leocadio, y salió corriendo hacia su casa.

Esto es incomprensible. Después de tanto esfuerzo, logro algo importante que comienza a abrirse, sin embargo la falta de dinero me cierra las puertas, incluso la relación con Andrea, y ahora, precisamente ahora que estoy convencido de seguir mi vida sin éxito ni esa mujer, parece que puedo tener una importante cifra, debido a esa lotería y no se siquiera si es mi boleto.

Abrió la puerta de la casa después de cinco intentos, no atinaba a introducir la llave en la cerradura. Estaba muy nervioso, sabía que los números de la combinación ganadora podían ser los suyos. Ahora solo faltaba encontrar el boleto. Abrió el monedero donde solía guardarlos, sacó cuantos papeles, tickets del supermercado y recibos acumulados sin querer y solo descubrió el que acababa de validar.

De repente, al tenerlo en su mano recordó inmediatamente que pudo hacer con el boleto. Había anotado en su dorso, el número de teléfono para dárselo al propietario de la Galería en el Centro Comercial. Miró su reloj y aun faltaba media hora para cerrar el establecimiento. Abandonó su casa y con paso decidido y rápido se acercó para ver casualmente como el dueño, giraba la llave para cerrar el local.

—Espere, espere un momento, debo hablar con usted —dijo Rafael casi gritando.

—No tengo tiempo, debo marcharme ya.

—Le repito que espere, es urgente —dijo con voz de enfado.

—Como quiere que se lo diga, tengo prisa.

—Y yo.

—Está bien, pase —dijo izando de nuevo el cierre metálico a medio caer, y abrir de nuevo la puerta.

—Recuerda que hace unos días le di un papel con mi numero de teléfono ¿verdad?

—Si.

—Quiero que me lo devuelva.

—No se donde lo he puesto.

—Pues búsquelo, es importante.

—Veré que puedo hacer. Donde suelo dejar esas cosas, hay muchos papeles. Además, ya tengo sus dibujos, espere, se los devolveré.

—Ahora no me importan los dibujos, sino el papel donde le anoté mi número de teléfono.

—Insisto en que no se si lo tengo aquí, o en una carpeta, junto a facturas y notas, tal vez en la caja registradora.

—Pues mírelo, es urgente e importante.

—No tengo tiempo, alguien me espera.

—A mi también. De lo contrario.

—¿Qué?

Rafael se acercó a la puerta, terminó de echar el cierre, y regresó para enfrentarse al propietario.

—No suelo comportarme así, —dijo seguidamente— pero, si no mira ahora mismo y encuentra ese papel, tendré que hacerlo yo.

—No se lo permitiré.

—Entonces…

Rafael se abalanzó sobre el hombre más alto que el, le agarró de la garganta con ambas manos y comenzó a apretar con fuerza. Apenas podía separarlas de su garganta, solo soltó una frase pidiendo clemencia, para después añadir

—Mírelo usted mismo, la carpeta es esa, y si no, en el cajón de la registradora.

—No se mueva hasta que acabe.

—Vale, vale —respondió echándose mano a la dolorida garganta, tosiendo con dificultad.

Rafael abrió la carpeta y revisó uno a uno los papeles que fueron apareciendo. De manera grosera fue dejándolos caer en el suelo. Luego arremetió con fuerza al cajón de la registradora, e igualmente retiró papeles, recibos y facturas. No tocó el dinero y solo al encontrar un boleto similar al ofrecido con su número de teléfono, se volvió para decir

—Era un papel similar a esté. ¿Recuerda habérselo llevado a su casa?

—No. Le repito que, o está en esa carpeta o lo habré extraviado.

—Claro por eso no me llamaba.

—¿Qué? ¿Tiene el boleto premiado? A lo mejor lo he cobrado yo, —y comenzó a reírse tímidamente hasta lograr unas carcajadas groseras.

Rafael se sintió molesto, dolido y humillado, se acercó a la mesa de trabajo donde aguardaban algunos utensilios para confeccionar marcos de madera, tomó uno con sus manos y le amenazó con estrellarlo contra su cabeza. El ademán obligó a caer a aquel hombre sobre el suelo. Se asustó, pero cuando fue a tomarle el pulso comprobó que seguía teniéndolo. Cogió seguidamente su pañuelo y recordando donde había puesto sus manos, carpeta, caja registradora, cierre y puerta, lo pasó meticulosamente restregándolo y con él en su mano derecha, sacó los billetes dejándolos caer sobre la mesa y suelo. Respiró profundamente y cogió la carpeta con sus dibujos, la abrió y comprobó que aquel desgraciado, solo le devolvía cinco de los cerca de ochenta que le entregó y de los que solo le había vendido veinticinco. Se había apropiado de cerca de cincuenta.

Abrió la puerta, levantó el cierre, giró la llave que le obligaba a bajar, y mientras salía, dijo en voz alta para que alguien lo escuchara.

—Si encuentra el resto de mis dibujos llámeme. ¿Me ha oído?

El cierre bajó y el establecimiento quedó herméticamente cerrado. El, sin embargo, se alejó con la carpeta y los cinco dibujos, pero sin el resguardo del boleto.

Al llegar a casa, recordó que había hecho lo mismo con la mujer que le arreglaba los pantalones y chaquetas, por lo que decidió faltar la mañana siguiente al trabajo, y acudir a ella, por si tenía el boleto premiado y en el dorso su número de teléfono.

—¿Está mi ropa arreglada? —preguntó

—Si señor.

—¿Y como no me ha llamado?

—No se donde puse el papel que me dio con el número.

—¿Cómo?

—No se donde pude ponerlo.

—Pues haga memoria. Era un boleto de lotería.

—¡Ah! Si, ayer mismo tuve uno en mis manos. Ni siquiera me detuve a mirarlo, era de hace dos semanas, por lo que lo tiré a la papelera.

—¿Qué dice?

—Lo tiré.

—¿Sin mirar siquiera los números? Pero estaba mi número de teléfono, yo se lo di, el boleto es mío.

—Lo siento, le repito que lo tiré.

—¿Y también ha tirado el contenido de la papelera?

—No lo se, iré a la trastienda y lo comprobaré. Espere aquí un momento.

—No señora. Déme mi ropa primero, y luego lo miraremos juntos, tengo algo de prisa.

—Está bien. Tenga, estas son sus prendas.

Rafael sacó dinero de su monedero, pagó el precio de las composturas y luego dijo.

—Ahora si quiere comprobaremos la papelera.

—Está bien.

Media hora les llevó buscar en dos papeleras. Nada encontraron en ellas, salvo Rafael, al aparecer un inesperado y agresivo malhumor que arreció tan pronto escuchó de labios de la señora.

—A lo mejor es que lo encontré y lo he cobrado.

Rafael la miró con desprecio y no pudo por menos que levantar su brazo derecho amenazante. Sin embargo no lo estrelló contra el rostro de la mujer como hubiera deseado. Al verlo, la mujer se desplazó de espaldas hasta caer sobre una mesa llena de utensilios de corte que se clavaron en su cuerpo.

—Es usted una estúpida integral —dijo al verla caer.

Abandonó la trastienda dejando a la mujer caída sobre la mesa. Regresó a casa y sin darse cuenta, comenzó a rememorar las pasadas semanas, para intentar reponer en su sitio, los movimientos, así como la posibilidad de localizar el posible boleto premiado.

Recordó la chaqueta manchada, y acudió de inmediato a localizarla en la tintorería. La dependienta le dijo que de estar en algún bolsillo, era posible que cayera al introducirla en la maquinaria de limpieza.

—Pues haga el favor de abrirla y buscar el boleto.

—¿Está seguro de que iba en uno de sus bolsillos?

—Naturalmente.

—Tendrá que esperar a que acabe el ciclo que empezó hace unos minutos.

—Está bien.

—Si no quiere esperar le llamaré, tendremos su teléfono en la ficha.

—De acuerdo. Mientras tanto iré al supermercado.

Recordó que también al carnicero, le dio anotado su teléfono. Le preguntó con el primer resultado positivo. El dependiente sacó de una caja el papel donde anotó el teléfono días atrás y una vez comprobado que aquel boleto no tenia los números premiados. Se olvidó del encargo y regresó a la tintorería.

En el camino recordó también el limitado encuentro con su odiada compañera. Extrajo su teléfono, buscó en la agenda y allí estaba, aún no lo había borrado.

—Escucha, soy Rafael. El otro día te di mi teléfono anotado en un papel. Me gustaría rescatarlo. Llevaba escrito algo importante. Te lo recojo y cambio por una tarjeta, así también sabrás mi dirección.

—Lo miraré. ¿Qué llevabas anotados, números de lotería?

—También.

—Entonces si me prometes la entrega de la mitad del posible premio, te devolveré el papel.

Rafael comenzó a sentir como el odio se abalanzaba sobre sus ojos, tornándolos al color rojo, debido a la sangre. En un segundo recapacitó y dijo.

—Está bien, dame el boleto y luego veremos en que puedo ayudarte.

—Sigues tan miserable como siempre. De acuerdo dentro de diez minutos en la esquina con la cafetería Mercedes.

—Bien.

Le entregó el boleto después de mucho discutir, incluso le hizo firmar un documento manuscrito, en el que se comprometía caso de estar premiado, a entregarla el treinta por ciento del mismo.

Muy a pesar suyo y con tal de recibirlo, firmó el documento. Eran más las ganas de estar con Andrea, y disfrutar del posible dinero obtenido con el boleto premiado, que cualquier otra opción presentada. Con él en su mano, se acercó a casa, mientras el teléfono sonó repetidamente para advertirle de la tintorería, que nada habían encontrado.

Se sentó frente a la mesa del salón, comprobó los números y eran los premiados, aunque no observó la fecha del sorteo. Decidió en un instante hacer caso omiso de lo que había concertado con aquella pécora. Ella por su cuenta aprovechó el mutuo odio que sentían para arremeter contra Rafael. Le llamó por teléfono.

—¿Cuándo piensas cobrar el boleto?, porque supongo que está premiado. Me gustaría ir contigo al banco, sabes que tengo parte y quiero controlarlo.

—Iré mañana por la mañana a entregarlo en el banco. Cuando me lo abonen daré orden de transferencia de tu parte.

—¡No!

—¿Cómo?

—Que no. Iré al banco contigo, de esa forma ahorraré una cifra importante de impuestos. Tendrás que decir que nos ha tocado a los dos. Ya sabes que el primer año los premios están exentos.

—No lo sabía. Gracias por la información.

—¿Entonces mañana vamos?

—Si, pero como vamos a ser socios, me gustaría celebrarlo contigo —dijo malintencionadamente Rafael.

—¿Me propones una conciliación?

—Más o menos.

—Bien, trae algo de bebida y un buen aperitivo, del resto me encargo yo en mi casa —señaló la odiada.

—De acuerdo, ¿a que hora?

—Sobre las ocho de la tarde.

A las nueve y media de la noche empezaron a cenar. Ambos bebieron y comieron sujetando el mutuo odio, ahora abandonado momentáneamente en un rincón del ¿cerebro? Ambos rieron, incluso dieron muestras de un absurdo y pretendido futuro juntos de nuevo. Rafael sabia que aquello no era posible, le esperaba Andrea, y no iba a permitirlo.

A las doce y media, el alcohol hizo presa en ella. Sabia que no aguantaba mucho bebiendo desde que la diagnosticaron que su cuerpo lo detestaba. Hizo café y la reunión prosperaba en tanto y cuanto no se le ocurriera algo que él temía, encontrarse ante la tesitura de volver e meterse en la cama con ella. Como así comenzó a insinuar.

No supo como soslayar primero y eludir después, la constante petición que recibía. Descorchó una botella de cava y añadió:

—En cuanto acabemos con el cava, romperemos de nuevo las paredes que encarcelaron el olvidado sexo.

—Estupendo, pues acabemos rápido.

Ella entró primero en la habitación que mantenía la balconada abierta, sin cortinas, dejando entrar el murmullo de la avenida cercana. Luces y resplandores alumbraban la penumbra del cuarto. Ella comenzó a desprenderse de la ropa, con constantes y dispares movimientos pendulares, fruto de la bebida. Él, más acostumbrado, permanecía en silencio, esperando.

Cuando acabó se presentó ante sus ojos, como tantas veces hiciera al comienzo de su relación, deseada, señalando las curvas insinuantes de un cuerpo completamente desnudo. Sin embargo su reacción no fue como entonces. Faltaba cariño, aquel que brindara los primeros días y posteriores, y fue aumentando hasta que sin saber como ni porqué, estalló como una granada en sus ojos. El cariño se rompió en miles de trozos que al reunirlos como un puzzle, dieron un resultado absurdo e inesperado. Odio mutuo.

Cedió a la llamada y comenzó a desvestirse mientras ella comenzó a acariciarle extendiendo sus manos. Su respiración comenzó a ser diferente, y sus ojos, pese a la oscuridad, comenzaban a cerrarse cada vez con más frecuencia. Minutos después de situarse a su lado eludiendo besarla, oyó un respetuoso ronquido anunciando que se había quedado dormida. De inmediato Rafael se levantó y recorrió el salón buscando el documento firmado cediendo parte del premio.

Media hora después y cuando a punto estaba de meterlo en uno de los bolsillos del pantalón, apareció desnuda detrás de él.

—¿A eso has venido? ¿A quitarme algo que me pertenece?

—¿Qué te pertenece? ¿Mi premio? —dijo enfatizando.

—Tu premio es el mío por aguantarte, por soportar la inútil forma de amar que tienes. Por responder de manera pueril a los problemas planteados. Por aguantarte día tras día, antes, cuando yo tenia dinero, y tu ni un duro donde caer muerto.

—Por eso me echaste ¿verdad?

—Por eso y por muchas otras cosas. Soportarte encima de mi, cada noche.

—Y sin embargo querías que hoy lo hiciera, cuando yo tampoco te soportaba. Vete al diablo.

—No, Ve tu —dijo mientras alzaba su mano con un gran cuchillo de cocina.

Rafael le vio resbalar sobre su hombro. Trató de eludir el segundo envite que preparaba. Levantó el brazo izquierdo en oblicuo sobre parte del pecho y la cara. Con el derecho trataba de agarrar la mano amenazante, sin suerte, pues el cuchillo atravesó el silencio de la noche y rasgó su antebrazo izquierdo. Gritó de dolor, aunque con suficientes fuerzas para agarrar la mano derecha, girarla con fuerza obligándola a soltar el cuchillo.

Como pudo agarró una servilleta de la mesa, rodeó la herida e hizo un nudo sobre ella, para volver a arremeter contra ella, que escapaba hacia el dormitorio. Cuando llegó Rafael trataba de cerrar la puerta, que no logró al interponer el pie derecho. Entró y vio como retrocedía asustada.

—Perdona. Rafael, no quería…

—No querías herirme, pero si matarme.

—No, no perdona. Solo trataba de…

Siguió retrocediendo de espaldas. La habitación oscura ocultó una banqueta descalzadora cercana a la ventana. La odiada, presa de un miedo razonable ante la acción realizada, tropezó y comenzó a caer hacia atrás, superando la ventana e iniciando un descenso al vacío. Rafael lanzó sus brazos en su ayuda, pero fue inútil y tarde. El cuerpo desnudo de aquella mujer cayó al jardín desde un sexto piso. Solo un razonable grito se envolvió con los provocados por algunos coches que en ese momento circulaban por la avenida cercana.

Ni siquiera se asomó a la galería, sabia que estaba muerta dada la altura. Recogió el documento firmado, acabo de vestirse y se marchó cerrando las luces y dejando resbalar muy suavemente la puerta, para no hacer ruido.

Bajó por las escaleras y salió del portal despacio, cruzando los soportales con las luces apagadas. Su sombra no se mostraba. Se escondió en la oscuridad de la noche hasta llegar a su casa.

Revisó el documento, lo hizo añicos, y los echó al water tirando repetidamente de la cisterna. Luego se limpio la herida producida por la odiada, la cubrió con una tira amplia de esparadrapo y tras comprobar que no salía sangre, se metió en la cama.

Al día siguiente el periódico insistía en una noticia, como hiciera en días anteriores, señalaba que, él o los propietarios de un boleto premiado con cerca de veintinueve millones de euros, aun no había aparecido. A continuación una entrevista con Leocadio, quien reseñaba la imposibilidad de reconocer al propietario del boleto, dada la infinidad de clientes que pasaban por su administración. Después y en la página de sucesos, la aparición del cadáver de una mujer, la odiada, quien al parecer pudo caer desde su vivienda en un sexto piso. Párrafos posteriores anunciaban que la policía había iniciado las pesquisas oportunas mientras esperaba el resultado de la autopsia.

Dos días transcurrieron desde que Rafael comprobó que todo aquello parecía el resultado de una angustiosa pesadilla. El boleto tenia los números, pero no correspondían a la fecha del sorteo premiado. No tenia premio alguno.

La policía le interrogó y sus respuestas fueron convincentes aunque dejó constancia de su presencia en la casa y su posterior salida.

—Lo sabemos, por eso le hemos llamado. Encontraron su ADN en la sangre de un cuchillo, así como huellas en copas, cubiertos y en la cama.

—En efecto, ella me invitó a cenar, pero en el transcurso, no se la razón por la que me atacó y me hizo una herida. Pueden comprobarlo —dijo mostrando el antebrazo izquierdo.

—Nos dejará que el forense vea esa herida ¿Verdad?

—Por supuesto.

Al cabo de media hora, el medico forense corroboró que la herida era fruto de una posición de defensa a un supuesto ataque.

—Disculpe, pero debíamos comprobar esa posibilidad.

—Discutimos por los vapores del alcohol. Fuimos pareja hace tiempo. Pensé que podríamos volver, pero no fue así. El odio que me tenia era superior a los rescoldos de cariño. Me marché después del ataque y me enteré de su muerte por el periódico.

—Bien, puede marcharse cuando quiera. Daremos el asunto por cerrado y como consecuencia de un supuesto suicidio o accidente. Nada hace pensar lo contrario.

—De acuerdo.

Regresó a casa. Descansó una hora, pues no tenia apetito para almorzar y cerca de las seis de la tarde, sonó su teléfono.

—Soy Andrea. ¿Cómo estás?

—Aturdido.

—¿Qué te ocurre?

—Ya nada, pero pudo ocurrir.

—¿Cómo no me llamaste?

—Tengo fobia al teléfono.

—Te recojo con el coche, y me cuentas. Además, tengo algo que proponerte.

—Andrea por favor, sabes que no puedo viajar, ni acompañarte más. No tengo ni dinero ni fuerzas para continuar.

—Entonces, ¿ ya no me quieres?

—Eso si. Pero es una relación que no puede continuar, y puedes creerme, lo siento enormemente, de verdad.

—Guarda silencio, luego hablaremos. Llegaré a tu casa dentro de media hora.

—Está bien, como quieras.

Treinta y cinco minutos después.

—Pasa, entra en mi humilde casa, y no es una frase hecha.

—Por poco tiempo.

—No te rías de mí, por favor.

—No lo hago. Es más, como soy una egoísta, vengo a pedirte algo.

—Venga, dilo ya.

—¿Quieres casarte conmigo?

—Definitivamente estás loca.

—No, no lo estoy, te quiero, y ahora que serás millonario, aún mas —señalo sonriendo abiertamente.

—¿Sigues riéndote de mi? ¿O acaso se han disparado las ventas de mis dibujos y se cotizan al alza?.

—Eso también.

—Explícate por favor.

—No, antes respóndeme.

—Claro, que me casaría contigo, ahora mismo. Solo quiero estar a tu lado.

—Está bien. Como bien has dicho, tus dibujos se cotizan al alza.

—¿Como?

—Alguien se presentó en una de nuestras Galerías ofreciendo tus dibujos, añadiendo que pertenecían a un autor fallecido amigo suyo. Luis y yo, al verlos, no caímos al principio en que eran tuyos. Los preparamos y se presentaron en una exposición. Con tal éxito que lograron venderse todos excepto uno. Al revisarlo y ver que en la esquina inferior derecha aparecía una fecha y una firma muy parecida a la tuya, corrí en busca de Luis. Lo confrontamos con los que siguen expuestos y supimos que eran tuyos.

—¿Cuántos eran?

—Se vendieron veinticuatro excepto el que acabo de decirte.

—El muy cabrón.

—¿A quien te refieres?

—Al galerista del centro comercial de este barrio. Se quedó con cincuenta.

—Lo sabemos, le enviamos a un inspector de policía y lo confesó todo. Incluso ha retirado la denuncia que te puso por agresión y devuelto los otros veinticinco dibujos. Los tengo yo.

—En fin.

—Bien. Cuéntame antes de que entre con la segunda cuestión.

—Creí tener un boleto premiado y comencé a buscarlo, pero como soy un verdadero despistado, anoté el teléfono en el dorso de algunos por carecer de tarjetas. Fui a buscarlos donde recordaba haberlos entregado, al galerista, el carnicero, la tintorería, la tienda de composturas de ropa, incluso a mi antigua y odiada compañera, que me exigió parte del premio. Tuve que aceptar una cena donde bebió más de la cuenta. Como el día en que me marche de su casa, no se la razón pero cogió un cuchillo y casi me mata. Me hirió en el brazo y poco después me marché. Luego apareció muerta, al parecer se tiró por la ventana. Hace unas horas estuve en la comisaría para prestar declaración y me han exonerado de una posible culpa.

—¿Y al galerista que le hiciste?

—Nada, me enfadé cuando no me devolvió todos los dibujos y le amenacé con golpearle con un martillo, retrocedió y se cayó golpeándose. Me marche de allí, tuve miedo.

—Bueno, entonces como vamos a ser matrimonio, quiero hacerte una pregunta.

—Adelante, pero por favor no sigas riéndote de mí.

—No lo hago, solo quiero saber si estarás conmigo en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza.

—Por supuesto.

—Entonces toma —dijo ofreciéndole un boleto.

—¿Qué es esto?

—Pues, parece que tu boleto premiado.

—¿También te di uno a ti?

—En efecto ¿recuerdas? Ese mismo día dijiste que no tenías tarjetas y lo anotaste ahí.

—Podrías haberlo cobrado tú. Es un documento al portador.

—Lo se, pero es tuyo. ¿Sigues queriéndote casar conmigo?

—Ahora más que nunca.

—De acuerdo mi completo y querido Rafael. Eres un hombre de éxito. Tus dibujos se reclaman con tu firma en Europa y América, además, tienes cerca de veintinueve millones de euros para vivir tres vidas.

—Olvidas que te tengo a ti.

—¿Seguro?

—Si. Estoy convencido de que ahora, atenderás por mi algunas cosas.

—¿Cómo?

—Dejaré de ser un verdadero despistado.

—No se si seré capaz. ¡Anda! Dame un beso, creo que me lo he merecido.

© Anxo do Rego. Todos los derechos reservados.

Artículo anteriorAbrir bien un texto. El primer párrafo como invitación
Artículo siguienteEl reino de Mataleón – Pascual Martínez
Narrador. Fundador, director y editor de la extinta editorial PG Ediciones. Actualmente asesora y colabora en las editoriales: Editorial Skytale y Aldo Ediciones, del Grupo Editorial Regina Exlibris. Director y redactor del diario cultural Hojas Sueltas. Fundador en 2014 de una de las primeras revistas digitales del género negro y policial «Solo Novela Negra». Participa en numerosas instituciones culturales. Su narrativa se sustenta principalmente en la novela policíaca con dieciséis títulos del comisario del CNP, Roberto H.C. como protagonista, aunque realiza incursiones en otros géneros literarios, tales como la ficción histórica, ciencia ficción, suspense y sentimentales. Mantiene su creatividad literaria con novelas, relatos, artículos, reseñas literarias y ensayos.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí