Carla estaba en el supermercado verde al que solía acudir los sábados por la mañana. Pasaba la mitad de la mañana llenando el carro de la compra para toda la semana. Con mucha calma. Alguien se chocó con ella por detrás hasta perder el equilibrio y caer sobre la fruta.
—¡Oiga! ¡Tenga más cuidado! —exclamó indignada la madre de Fran.
—Pues es que no se aparta señora, ocupa todo el pasillo —dijo airada la mujer que la había empujado.
La discusión se acaloró hasta el punto de intervenir el encargado.
Carla llegó a casa malhumorada. No era la primera vez que coincidía con esa mujer y siempre ocurría algún conflicto. Solo le daban ganas de escupirla en la cara. Y sino fuera por el encargado, lo hubiera hecho. ¡Qué se creía empujando a la gente y con esos aires de grandeza! Si volviera a soñar con aquel demonio de la otra noche, tenía claro qué vida sacrificaría.
De noche se acostó pronto. No cenó. Tenía el estómago cerrado del enfado y disgusto de esa mañana. Cerró los ojos. Necesitaba volver a hacer el amor con su marido. Contarle sus cosas. Sentir sus abrazos. Ansiaba sentirse joven como aquella noche.
Llamó a Piel de Harina aún despierta. Lo llamó una y otra vez hasta quedarse dormida..
—¿Me llamabas, Carla?
Escuchó en las sombras una voz hueca familiar dentro de sus sueños.
—¡Sí. Te llamaba! ¡Quiero volver a ver a mi marido! Necesito verlo! —dijo enfrentándose a la alimaña que ya relamía otra vida.
Sus sueños se llenaron de carcajadas aterradoras.
—¡Dime mujer! ¿qué vida sacrificarás?
Carla no dudó. Ya le daba todo igual. Su juventud se esfumaba de su cuerpo. Aún se sentía de su marido y disfrutaría esa noche sin prejuicios ni timidez. Esa y muchas pagando cualquier precio. Era capaz de cualquier cosa por sentirse dichosa unas horas.
Las puertas del cementerio volvieron abrirse.
Carla despertó tarde. A medio día. Su marido le hizo el amor sin descanso sobre su tumba. Pero esa noche no habían cadáveres rodeándoles. Se duchó con una sonrisa lasciva en su boca. Su cuerpo vibraba. Su marido, Fran, le pidió volver más veces y volvería aunque tuviera que sacrificar el mundo entero por experimentar esas noches de amor y sexo desenfrenado. Era ya una droga para ella.
La pobre mujer no era consciente que cada noche dejaba un poco de su vida en aquel cementerio. Piel de Harina lo sabía. ¡Vaya si lo sabía! Y ya se relamía.
Carla dejó de ver a esa mujer maleducada en el supermercado.
© Verónica Vázquez